David Foster Wallace o el suicidio constante

Ezequiel Carlos Campos



[…] y fue en la mañana siguiente cuando me desperté
habiendo decidido que iba a matarme y a acabar
con toda aquella farsa”.
DFW


Muchas veces he muerto leyendo. No quiero decir que abrir un libro sea la muerte misma –ya muchas veces nos han contado de su poder–, sino que más bien es el lenguaje el que rasga nuestras gargantas, nos apunta con un arma invisible y nos deja morir: de letra en letra se construyen las historias. Así como hay historias que nos matan, hay otras que nos reviven. Este es un juego de vida donde el lector, como personaje, abre y cierra los ojos, deja de respirar y vuelve a hablar como si nada hubiera pasado. Pero no en todos los libros. No siempre el lector se muere. No obstante, cuando conocí a David Foster Wallace, en una noche cuando una amada mía me contó sobre su vida, me hizo detenerme a pensar que son aquellos escritores suicidas los que en verdad me interesan. Porque quién mejor que ellos para hablarnos del sufrimiento, del hastío de vivir, de la sociedad como agotamiento humano, una escoba del sistema.
            En todos los libros de Foster Wallace encontramos personajes que no están conformes. Sin exagerar, en cada una de las páginas de su obra –mientras el lector lee de la página cien a la ciento uno– hay un estallido en los ojos y sus lectores caen para volverse a levantar. Leerlo es un suicidio constante, ya sea que hable sobre su afición al tenis y su experiencia religiosa, a cómo ese deporte se acerca más a la belleza humana que la propia belleza humana, y que los juegos, ya a punto de terminarse, son un torrente de emociones al espectador que deja sin aliento a más de uno; o también que el cuento, por su extensión, es un respirar constante, un pequeño aliento, el último aliento antes de morir, y es donde vemos cómo hay personas que buscan la extinción, quizá sea todo extraño como ver a una niña con pelo raro, o cosas divertidas que supuestamente no volveremos a hacer pero siempre las hacemos, también es como entrevistarse con hombres repulsivos, conocerlos, hasta amarlos y odiarlos; y que la novela, en su infinidad de espacio, abre una brecha para poder hablar con las langostas, o sentirnos peces pequeñitos y no conocer lo que es el agua. Y el lector vuelve a morir y vuelve a morir.
            Qué escritor no quiere ser famoso. Qué escritor no busca un séquito de lectores –fans– para sobrellevar una vida de lujos y lujuria. Qué escritor no quiere escribir un nuevo libro y escribir otro y otro. Qué escritores buscan la muerte para apagar la agonía, la depresión. La literatura es una constante búsqueda de los ideales de los autores. Y al leer a Foster Wallace, nosotros –que somos muy listos– intentamos, primeramente, entenderlo. El morbo siempre vence a las ganas, por lo que el suicidio de nuestro autor será un parteaguas para una primera lectura.
             Sí, los lectores somos así. Y Foster Wallace vuelve a morir cuando sabe que aquellos que lo leen se interesan más por su vida triste y deprimente, que por sus palabras. Y cuando autor y lector mueren paralelamente estaremos conformes con el pacto de la ficción, y el suicidio constante irá en aumento porque no queda más cuando uno se enamora por primera vez de un autor y no dejamos de leerlo –[?]–: una explosión en nuestra cabeza. No es posible soportar a personajes que buscan la muerte, situaciones que nos llevan hasta el absurdo como si nuestra vida fuera una broma infinita.
            David Foster Wallace me enseñó a morir. Sus historias no son de aquellas que nos reviven para seguir leyendo, al contrario, nos ahogan más y más; lo que me hace levantarme para continuar leyéndolo es sólo para imaginarme su último día de vida, y decirle no lo hagas. Y seguir muriendo una y otra vez.


© Pablo García:
https://mas.lne.es/escritores-pablo-garcia/escritores/david-foster-wallace.html


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