Dos cuentos de Diego Mayorga Cebrero


A la tía Chole

Agazapado entre las sombras de la celda, el compañero laxante caminaba sobre sus mejillas amarillentas, la huesuda mano acariciaba de a dos dedos, porque el tercero había conocido, meses antes, la necrosis.

Tomó la cucaracha y, jugueteando con las antenas de la plaga, confesó a su compañero su último deseo, traspasando su alma a través del aire.

“Extraño mi tierra. Puede que hoy sea el cumpleaños de la tía Chole. Lo sé. Por alguna razón el anuncio de su vejez siempre es característico en la ventisca otoñal”.

El zapateo del oficial revoloteaba entre las tres paredes de concreto de la celda, de una a una, se pronunciaba un alfabeto disonante ante el crujir de la tierra; por su parte, las barras oxidadas ocultaban el pérfido estado de éstas por medio de la pintura negra que, como rompecabezas, vislumbraba las piezas faltantes por rellenar.

“Es hora, Rodríguez. Debiste haberte quedado en tu país. A Piñera le cansan los reporteros. ¿Para qué estudiabas, Rodríguez?”

El robusto bigote del oficial añoraba un país libre. El sudor recorría su frente, como una marcha zigzagueante en su tez, traspasando los agujeros de una adolescencia difícil.

En un par de minutos tomó el débil cuerpo del profeta, lo movió y golpeó como, si haciéndelo, pudiese recuperar la fuerza ya perdida por la hambruna y la soledad.

Se desplomó al poco rato de estar parado y, con su ojo izquierdo aún funcional, se despidió de su pequeño amigo. Él no entendía cucarachez, no tuvo el tiempo suficiente para aprender el simbolismo lingüístico que se expresaba por las antenas y las patas del animal, pero supo que éste le daría su último adiós entre los desechos oscuros del retrete.

A empujones y arrastradas encaminaron a Rodríguez a la habitación 12-C. La pestilencia del lugar exigía un trabajo rápido al oficial, pero a Rodríguez no le importaba, su nariz no funcionaba o, por convenio de su veja amistad, aprendió a valorar el mal olor como un perfume de alimento. Lo hincaron contra la pared. A primera vista pudo distinguir siete disparos en ella. El sonido de las armas le extrañó, había jurado que sería como aquellas películas gringas donde, ante el prefacio del disparo, deambulaba el fonético cascabeleo metálico. Nada era como creía, había viajado a Chile para completar una pequeña nota del diario El Universal, sólo un artículo de no más de quinientas palabras.

El peso muerto del metal sobre su cabeza lo sacó de sus pensamientos.

“¿Últimas palabras, Rodríguez?”

En los desolados pasillos oyó su popurrí nacional, entrecortando el sonido por la estática de la vieja radio.

Ay, ay, ay, ay, canta y no llores / porque cantando se alegran, / cielito lindo…

“¿Y bien, Rodríguez?”

Y, con un desgarrador grito, firmó el destinatario a la tía Chole.

Los corazones…

¡BAM…!



La mágnum

Enredado entre las sábanas amarillentas, la rutina derrumba, una vez más, los pensamientos. Un café, el traje y el cigarro de las tres son espectadores de la mortinata comedia de mi vida.

La biblioteca de la sala escupe historias y leyes antiguas que van más allá de un profeta bíblico y su juicio romano, entiendo su ser como su sacrificio, aunque el paroxismo humano hace creer que se equivocó. Se ha transformado en un instinto biológico el sentimiento de afecto que hallo a la imagen humana de Judas.

Por su parte, el revólver acaricia con resequedad la mesa mientras es indiscriminada por mis deseos. Las incontables noches de vela, perfumados por el alcohol y la humedad, tiñen de un poco de vida la semana; lástima que grandes dichas de ésta se fuesen desvaneciendo a cada trago.

Con el último suspiro indolente decido vivir un día más, aunque me vuelva a preguntar “¿Qué perdí?” Y “¿Por qué me importa?”

Miro al espejo para observar el huesudo cuerpo lampiño que engendré —creo que hoy no iré a terapia—. Digo, toco el rostro que hace segundos había olvidado. Con un par de minutos gastados llamo a la terapeuta.

—¿Sí, bueno? Hola, doctora, no me espere hoy, no iré. No se preocupe, estoy bien. Es sólo la vejez.

Todo está bien, hoy no quiero morir. Además es absurdo, la mágnum no está cargada.




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Diego Mayorga Cebrero (Zacatecas, 1999). Estudiante de Derecho en la Universidad Autónoma de Zacatecas. Administrador de la página literaria El Ombligo de la Luna. Autor de los libros Alexandra (2018) y San Lucifer y otros textos (2021), publicados de manera física como en digital, mediante el apoyo del Instituto Jerezano de Cultura; colaborador temporal del Colectivocuenteros (2020) en apoyo a la difusión cuentística de la región de Oaxaca, México.

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