Mi querida fantasma

Tania Mares


Cuando tenía cinco años, vi por primera vez la muerte de alguien y aún ahora, al vivirla, parece más real en mi recuerdo. Ella me miraba con sorpresa, como si el fantasma fuera yo, para posteriormente recibir un golpe en la cabeza que la hacía perder el equilibrio y terminar en el suelo. No es necesario decir que los últimos segundos de mi visión se llenaban de su cuerpo arrastrándose para pedir una ayuda que nunca llegaría, pues unas manos misteriosamente recortadas la tomaban de los tobillos, alejándola de mi cama y de mí.

La primera vez temblé de miedo y grité, despertando a todos en mi casa. La segunda vez, me cubrí con mis cobijas aterrorizada y, a partir de la tercera, me dediqué a observar su asesinato una y otra vez tratando de explicarle en silencio que no podía hacer nada, pero sabía lo que le había sucedido y la comprendía. Pensaba, en esa época, que mi empatía podría transmitirle algo a la fantasma, quien noche a noche estaba condenada a repetir su suplicio.

Nadie me creyó jamás, está bien que lo diga ahora que soy mayor y comprendo por qué no lo hicieron. Sin embargo, en esa época, cuando me marcaron con la etiqueta de “mentirosa”, mi confianza en los adultos cayó tan bajo que me prometí a mí misma no convertirme, con el tiempo, en alguien como ellos.

Su muerte no tenía un día fijo, venía de tanto en tanto y, cuando sucedía, la paz de la rutina me abrazaba y me hacía sentir una persona despreciable. Memoricé su rostro, parte por parte, imaginé su cuerpo translúcido como si fuera opaco tantas veces que llegué a sentir que podría tocarla si así lo deseaba. Esperaba, de forma infantil, que al crecer tendría la fuerza para ayudarla y tal vez evitar otra noche de su muerte; sin embargo, antes de cumplir la mayoría de edad me sacaron de esa casa con sólo una mochila y un poco de dinero en el pantalón. Entonces dejé olvidada a mi amiga porque si no podía salvarme a mí, ¿cómo podría hacerlo con ella?

Los años incontenibles pasaron y me transformaron en el adulto que temí ser. Las nuevas responsabilidades enterraron una a una el recuerdo de mi querida fantasma y la renta, comida, luz y enceres básicos domésticos se convirtieron en mis nuevos espectros, siempre al acecho, siempre esperando por mí. Comprendí dolorosamente el enojo de las personas levantadas a media noche por un grito extraño y las obligaciones y penas de tener un hijo a quien cuidar. Aunque mi vida y mis compromisos me alejaban más y más de ese punto mágico cuando fui niña y me sentí importante, de vez en cuando su recuerdo volvía e impelía sobre mí la justa reclamación de mi promesa: el secreto de la misteriosa persona que pasó a mi lado tantas noches y me hizo sentir un poco menos sola.

Así, en mi limitado tiempo libre comencé a buscar información acerca de ella: algún indicio de asesinatos en esa casa o los alrededores, imágenes de personas desaparecidas, un rastro de una vida aplastada por el mundo prematuramente. Me di cuenta, en cada una de mis investigaciones, que ella había muerto como un “nadie”, un ser innocuo, pequeño, desdeñable que a nadie había importado, nadie había buscado, nadie le había dado un significado y por eso su mirada de sorpresa, tan reveladora, volvía y me recordaba que yo era la única persona a quien le interesaba descubrir de su desaparición, su muerte, la única persona en esta vasta soledad preocupada por una mujer inexistente.

Sin querer darme por vencida, torné su recuerdo en mi nueva obsesión y me supe especial por ser la única compañera de mi querida fantasma, la única quien podía descubrir su secreto. Teniendo eso como nueva meta, planeé volver a la casa de mi infancia para explicarle que estaba ahí, no iba a dejarla, no iba a abandonarla.

Planeaciones, los adultos amamos planear cosas porque nos hace sentir seguros de estar avanzando. Cada planeación es una muestra de que hay algo que puede ser nuestro, aun cuando no movamos un solo dedo para tocarlo. Por eso, la necesidad de sentirme útil más allá de cuidar una casa o cambiar pañales me hizo cometer el terrible error de volver realidad lo planeado y dejé todo para entra a esa casa que en algún momento sentí mía.

Si bien el lugar aún pertenecía a mis padres, llevaba abandonado tanto tiempo que no parecía como si alguien lo hubiera habitado antes. Desde la perspectiva de una adulta, las paredes eran más pequeñas y la atmósfera de opresión (cuya existencia marcó cada uno de mis días ahí) estaba sólo en mi cabeza, todo en mi cabeza. El espacio, pensado por algún arquitecto para proteger a una familia, sólo era un triste despojo de lo que alguna vez sentí tan poderoso que no imaginé escapar de él. De pronto, lo significativo fue darme cuenta que ninguno de mis miedos existía realmente.

No quise tardar demasiado mirando alrededor de los cuartos maltrechos: el sitio que trae tantas penas se convierte en un trozo de concreto apenas sientes un poco de independencia. Subí las escaleras con la idea de encontrar, en la habitación de una niña, alguna respuesta y supuse debería esperar hasta entrada la noche para verla. Tal vez, apenas me hubiese recostado en la cama, se completaría el círculo y nuestro encuentro podría darse de nuevo. Me pregunté si me reconocería, si vería con sus ojos a la niña que fui y sentiría ese lazo que compartimos cuando era pequeña. Quizá la memoria de los fantasmas permitía repetir un fragmento único y eterno del mismo evento, siendo así, esperaba reconociera en mí a la única persona que pensaba en ella.

Finalmente, al abrir la puerta de la habitación me sorprendió no ver la imagen del abandono en las paredes, la cama, las cortinas… sino el balance entre diferentes tonos de rosa que enmarcó mi vida por mucho tiempo, tan vibrante como la última vez que lo vi. Cubierta por las colchas, mi yo de niña me observaba con la misma indefensión como yo la miraba a ella.

Hubo un sonido retumbante en mi cabeza y perdí el equilibrio, desorientada, comprendí qué sucedía y quise decírselo, hacerla entender lo que yo no podía por el golpe y la premura de la situación. Quise rogarle por ayuda, por que nos salvara de lo que iba a pasarme, pero sentí unas manos aferradas a mis tobillos que me arrastraron lejos de mí. Es mi último recuerdo.


Gertrude Abercrombie, "Stranger Shadows (Shadow and Sustance)", 1950. 

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Tania Mares (Ciudad de México, 1989). Es maestra de preparatoria por elección, fanática del terror y el horror por cuestión de principios. Le gusta pensar que los mexicanos consideran al miedo parte de su visión del mundo, por lo que sus textos suelen abocarse a estos temas. Como escritora, ha publicado en revistas digitales y físicas tanto nacionales como extranjeras, siempre con una temática sobrenatural-melancólica.

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