Kabbalah

Eduardo Robles Gómez


―Se encerró con Hiram. Tiene las llaves adentro.

Cristina se abre paso con la despensa y la deja encima de la barra. Se acomoda el flequillo, revisa las bolsas como si no hubiera ya nada más que hacer. Salo besa la punta de sus dedos, los posa sobre el mezuzá del marco y cierra la puerta. Donas de Costco, suplementos naturistas, comida kosher: su hermana dejó de cocinar desde el encierro. A Cristina todavía le sorprende que la sigan recibiendo en su casa. Le piden salir sólo cuando Octavio viene.

―¿Le hablo al administrador? ¿A su terapeuta? ―Salo pide con el celular en la mano, mientras revuelve notas y tarjetitas con números dentro de una canasta―. ¿Pedimos ayuda o qué hacemos, carajo?

Hoy lo harían, preparar de comer, pero el niño salió alterado de la alberca. Según Isabel, juega mucho a aguantar la respiración. Cuando nada hasta el fondo, el agua queda quieta: cobra la apariencia interminable de las dunas. Le viene a la cabeza San Martín, las lagunas de sus avenidas, los andadores convertidos en canales. Y ellas, arremangadas de los pantalones, surcando banquetas como si fueran a bajar al río a pescar.

―¿Por qué con Hiram? ―Cristina toma las compras y las acomoda. Fija su atención en la alacena, el refrigerador, que nada esté mal puesto―. Cuando me fui estaba bien. ¿Le dijiste algo?

―Lo del vuelo a Florida ―Salo da con un mechero, lo guarda en su bermuda y mira el final del pasillo cuando termina de repasar post-its encimados―. Las medidas para cruzar, que tenía un conocido médico, gringo ―frena junto al ventanal a tomar aliento, se masajea la frente y cierra los ojos. La vista está plagada de condominios cuyas ventanas reflejan un coronado de nubes. Sujeto de las axilas, pega el mentón al pecho―. Está poniendo la Johnson & Johnson. Una sola dosis, si quiere que el niño siga con el tratamiento allá. Nada más eso le dije.

Cristina cierra el refrigerador y se recarga en él; escucha Florida y se le ocurre una playa genérica de algún programa por cable. Observa a Salo. Antes de él, nunca había conocido a un judío en persona. En el Rosario nunca los hubo; allá sólo vive gente purgándose que no sabe de lo que sucede en el resto del mundo. Su cuñado ve al techo, se talla el ojo y, con la boca entreabierta, deja escapar un suspiro incrédulo desde la garganta. Se le figuran más al elenco de la novela estelar que a los cautivos de La vida es bella.

―Y que me diera a Hiram.

Con las manos dentro del pantalón, Cristina enfila a la habitación del fondo. A lo largo del corredor hay libros desperdigados, peluches, el tapiz salpicado de yogurt. Pega el oído a la puerta: canciones infantiles, jingles de los comerciales de Salomón. Su hermana canta en inglés por lo bajo. Al niño, entre balbuceos, le cuesta seguir la letra, igual que a ella.

―Isa, ¿estás bien? ―gira el pomo hasta donde le permite el seguro; la escucha levantarse y recoger al niño del suelo; un par de sombras escurren en la duela―. ¿Me dejas pasar?

“No, no es la bobe”, Isabel arrulla a Hiram. Cristina los imagina en un suave balanceo, las mejillas juntas, de tanto en tanto rozándose la nariz. También así ella cargaba a Octavio. “Es tu tía. ¿Verdad que te acuerdas de tu tía?” Hiram tiene diez años, pero no sabe distinguir entre las personas. Todo lo ve arrastrado por un mismo oleaje, un vendaval de parecidos, y le cuesta trabajo ponerle nombre a cada una de las crestas sobre la playa.

―Voy a bañar a este niño ―Isabel se aleja de la puerta, la oye mormada. Dentro de la habitación, reconoce el abrir y cerrar de cajones, la hoja de un armario, el restirar de sábanas, cada movimiento con una lucidez demasiado a la fuerza―. “¿Verdad que te vamos a bañar?”

―¿No quieres que te ayude?

Lo único que le contesta es un estribillo que repite los colores, manotazos y gemidos contra las paredes. “No, eso no, Hiram. Así no”. Cristina distingue, por una pequeña abertura del marco, a su hermana sujetándolo de las muñecas, a Hiram pataleando de crol en el aire. “Sin golpes, Hiram. Basta”.

―Isabel, ¿abres, por favor? ―tira de la manija a la vez que recarga su peso.

―Shhh. Ahorita salgo. Ya te dije que nos vamos a bañar.

Isabel se aferra al pequeño, deambula con él, le habla todavía más bajo y Cristina la pierde de vista.

―¿Y sí puedes dejar de golpear la puerta? Ya sé que te gusta, pero a Hiram le lastima el ruido.

Cristina sigue sus pasos contra la pared, se detiene donde ellos lo hacen, levanta el rostro al presentir la mirada de Isabel del otro lado. Desde donde está, ayuda a su hermana a desvestir al niño, abrir la regadera, llenar la tina; juntas, lo sumergen. Juegan con él a aguantar el aire. Sólo pide que no sea esta la vez que lo cumpla y corra la ventana.

*
Su apartamento es uno que le hubiera gustado tener. Lo compartiría con Octavio si le hablara, dejaría pasar la noche a los nietos que aún no conoce. En la estancia hay una repisa con fotos familiares; ninguna de ellas, ninguna en San Martín. El retrato de Isabel vestida de geisha le provoca sacarlo del aparador. Se la tomaron durante la luna de miel, cuando visitaron varios países de Asia. Partieron inmediatamente después de la fiesta, de la que le pidieron a Cristina retirarse horas antes.

Salo tiene la televisión encendida mientras escribe en la computadora. La Fórmula 1. Ella nunca ha entendido por qué pagan para ver el tráfico. Piensa que su cuñado llevaría gustoso la computadora a las gradas: para concentrarse necesita algo de fondo, algo que no importe. Y es que ya no duerme y contar vueltas en círculo, a ningún lado, ayuda.

―Adentro guarda medicina ―Salo alza la vista del monitor―. Homeopática, del niño. Es alcohol, pero… ―cierra la laptop, sube el volumen y se quita los lentes. El rostro lo cubren ambas manos―. Lo que no quiero es llamar otra vez al Ángeles para que le laven el estómago.

Toma del sofá uno de los peluches arrumbados; lo gira de cabeza, a los lados. A Cristina le parece que no le encuentra forma, que a Salo se le enturbia el rostro, como si mirara desde dentro de una pileta.

―Si el niño empieza a grita, primero abro. No voy a escuchar otra cosa.

Cristina asienta más en dirección a la tele que a él. Después de dos tomas panorámicas a la pista, pide el control a Salo y comienza a cambiar de canal. Le da la sensación de que las cosas se mueven.

―A ver ―Salo, al filo del sofá, deja la computadora sobre la mesita de centro; busca a los lados sus anteojos―. Regrésate tantito.

Un anuncio. Publicidad de colchones. Salo tararea en voz baja y ella supone que debe ser de su productora. Por eso los lentes, la seriedad casi instintiva.

―¿Cómo lo ves? ―pregunta Salo.

―¿Qué? ―Cristina se encoge de hombros.

―El comercial ―insiste, sin verla y apresurado por desbloquear el teléfono, como si increpara a un camarógrafo o a un extra al paso―. Estos chavos, los directores, ponen la cámara en lugares súper creativos. Tienen una firma muy particular. Está divertido, ¿no?

Ella mantiene su atención en el correr de la regadera. Se lo hace saber con una sonrisa tibia, el rostro recargado sobre sus pulgares y las manos entrelazadas en puño. Entre los dos se hace un silencio de set: “¿En dónde estás?” La sala se llena con la voz de Isa cantándole a Hiram. “¿En dónde estás, amigo fiel?”. Se acuerda del baño que tenían antes, cuando vivían juntas, un cuartito sin división entre regadera e inodoro. Su hermana le ayudaba a llenar la pileta de aluminio con agua, y eso era todo lo que necesitaba su hijo para jugar a la alberca.

―¿Estuvo Octavio?

Salo le dirige una mirada rápida. Cristina trata de pegar las rodillas para que no le tiemblen y él se obliga a distraerse con el velcro de sus sandalias cuando cruza las piernas.

―Nos acompañó unos días ―se restriega las manos sudorosas contra los cojines―. Se tomó fotos con el oso de la marca y todo.

Le muestra a Cristina imágenes de las grabaciones. Ella pica dos veces a la pantalla; corre, poco a poco, la imagen de izquierda a derecha, un rostro a la vez. Las cosas se mueven. Pasa los dedos entre su cabello lacio y lo jala. Con los ojos, le pide a su cuñado que le muestre a su hijo.

“Chamarra rompeviento, gafete, auriculares con micrófono y un sujetapapeles”. Cristina hace el recuento, como si diera la descripción de un desaparecido. “Zapatos de lona, pulseras de piel y playera azul marino tipo polo”. Echa otro vistazo, cierra los ojos y musita. “Corte desvanecido y pantalón de mezclilla”. Lo hace un par de veces más, pero sin alcanzar el rostro; todavía no puede. Supone que una barba tupida estará cubriéndole la cicatriz. Confecciona así su imagen, una que aguantará el año y sus lluvias. Una con la que le basta.

Y es que a Octavio siempre lo imagina igual, como en la boda. Fue la última vez que coincidieron y que se hicieron de palabras. La movieron de la mesa, unos parientes de Salomón se ofrecieron a devolverla de donde fuera que hubiera salido. Cayó de su silla y Octavio la sujetó por el pecho. “El consentido”, le dijo Cristina e intentó plantarle un beso. “Ya se te casó tu tía”, siguió, con tono burlón y pucheros. “¿Ahora sí me vas a querer?” Es como si eso fuera lo único que le quedara.

Salo juega con el mechero en el balcón, quiere fumar. Durante las grabaciones, sólo acepta si sabe que no va a llegar a la casa, lo cual pasa cada vez más seguido, según Isabel. Le ha costado dejarlo del todo. Cristina sabe que se cuidó mucho para que su hermana pudiera embarazarse: con y sin cigarro, los estudios jamás prometieron nada. Entonces Hiram. Tal vez fuera la nicotina, tal vez algo genético. Ella quería; no sabe si él también.

“Hiram, no salpiques”, en el baño se alcanzan a oír las risas. Cristina presta atención recargada a la pared. “Eres un simple”. Va a la recámara de su hermana: la cama está destendida, hay piezas de un tangram de madera entre las colchas; y frascos de medicina, un castillo de ellos, decorando la mesa de noche. Recoge un pez plateado de su acuario de felpa desbordado por toda la estancia. “Estás bien pasita. Tienes piel de viejito”. Toma asiento al borde de la cama, tienta las sábanas y, después, los surcos entorno a sus ojos. Trata de seguir escuchándolos, piensa que le gustaría estar ahí con ellos. Estar como no pudo antes.

Cuando Isabel y Salo contrajeron matrimonio, ella se tuvo que hacer judía. Su hermana era host en un Cambalache en ese tiempo, era para lo que le alcanzaba; y se fue con el primero que le ofreció salir de San Martín. A Cristina nunca le llegó una proposición similar; estuvo con hombres, pero el asunto terminaba al salir del motel: nadie le veía algo que valiera la pena conservar y presumir. Aun así, fue ella quien la acompañó a la sinagoga, cuando todavía se acompañaban a lugares. Nunca había entrado a una: parecía sala de conciertos, rodeada de vitrales con grafías hebreas. Los encargados las guiaron hacia un sótano mitad oficinas; enseguida, a un cuartito de sauna. Cristina la ayudó a desvestirse y la cubrió con una bata de albornoz. Deslizaron una segunda puerta, luego continuaron por un corredor cuidadosamente tallado. Llegaron a una bóveda que albergaba un estanque, iluminado desde dentro. Isabel recitó un pasaje en judío, la congregación respondió de vuelta y ella se retiró la bata. Desnuda, descendió peldaños adentro de mano de su hermana, quien la besó antes de soltarle. Ya al centro de la pileta, se sumergió totalmente. De la profundidad de aquel pozo, su hermana no volvió a salir. Cristina se quedó esperándola en ese templo inundado.

Golpea el ventanal que da al balcón y Salo se guarda el mechero; sentado en una silla plegable americana, de espaldas a ella, la ve por encima del hombro.

―¿Ya abrió?

―La compu ―gesticula Cristina y teclea con los dedos en el aire―. ¿La puedes desbloquear?

Como si le echaran a perder una toma, Salomón golpea la silla contra el piso al levantarse. La corriente le hacer azotar la puerta y las campanas de viento del decorado se desprenden. Mira su teléfono como quien no tiene por qué explicarse. Conecta el cargador a la laptop y la cede a su cuñada.

―¿Es la sesión de Isabel?

Salo suspira, cambia el canal en la tele y, con el control tapándole la boca, lo pega y despega de sus labios. Cuando se decide, acerca la computadora, sale de su perfil y la regresa a Cristina.

―¿Cuál es su contraseña?

―El cumpleaños de tu hijo.

El monitor salpica luz pálida contra la tez de Cristina. Prueba con fechas en diferente orden. Su cuñado, distraído por el ruido de la bañera, se tienta el sudor del cuello y seca otra vez las manos en su pescadora. El ícono con el rostro de Hiram tiembla, le piden un minuto antes de probar de nuevo. Salo, en su propia espera, despega con cuidado el masking de la tapa del control. Cristina sabe que es para que el niño no se trague las pilas, así como sabe que los cubiertos de plástico sobre la alfombra son para que no se corte. Lo que no recuerda es otra cosa; el sonido que hace la máquina tras cada intento es un reproche, una sirena intermitente cansada de pedirle cuentas.

―¿Quieres ver el historial? ―pregunta Salo como si él ya lo hubiera hecho unas horas antes.

Cristina esconde sus manos en las mangas de la blusa y las aparta del teclado. Salomón se agacha junto a ella, escribe tan rápido que no alcanzar a distinguir y recordar. Abre un par de pestañas, la deja frente al listado de los sitios.

Mientras, en el comedor, Salo se sostiene del respaldo de una silla. Echa el cuerpo hacia atrás, como si quisiera mantenerse a flote e impulsarse de vuelta a la superficie. Siente calor, que se sofoca. Camina al vestíbulo y descuelga un llavero; con el índice y pulgar, palpa el ojo turco amarrado a la argolla. Una bruma cálida envuelve el pasillo, la regadera se interrumpe. Salomón prende las lamparillas del corredor y se planta frente a la puerta.

―¿Puedes abrir, Isabel?

“¿Quién es, Hiram?” Salo oye el movimiento del agua en la bañera; le parece que Isa está por enjuagarlo y cubrir entre toallas. “Sí, es papá. Dile: ‘Papa, no me grites Ya oí’”.

―Isabel ―golpea una sola vez, la piedra dentro de su puño―. Ya terminaron. ¿Nos abres, por favor? ―y sacude violentamente la manija.

“Dile que ya te vamos a secar”. Los villancicos infantiles siguen, igual que las carcajadas de Hiram dentro del cuarto, porque le dan cosquillas cuando lo abrazan. “’No, no me van a llevar a que me piquen’”, Isabel hace la voz que imagina en él. “‘Mamá, yo no quiero ir’”. Salomón los ve a través de la pequeña abertura. El niño escurre como un pez recién enganchado en agua dulce. Se sacude el cabello, quiere zafarse, pero su madre lo arrastra hasta tierra firme. “Dile, mi amor: ‘Papá ¿por qué quieres que me hagan cosas malas?’”. Salomón, las manos sobre la nuca, naufraga de vuelta al comedor y se deja caer contra el librero.

―No va a salir ―Cristina remata sin cuidar el tono.

En la computadora, hay días completos de webinars.

―“Vacunas agravan autismo”. “Lo que no quieren que sepas de las vacunas” ―lee en voz alta―. “Riesgo de infertilidad y otras secuelas”.

Varados a sus pies, Salomón encuentra cuadernos abiertos por la mitad y algunos folletos de clínicas: Hiram, a primera hora, jugó a desacomodarlos y esconderlos entre las sillas del comedor. Si se le explica, los regresa a su lugar. Si le explica Isabel, mejor dicho, porque Salo no sabe todavía cómo hablarle a su hijo. Agarra uno de los tomos, un volumen del Zohar. En medio, a modo de separador, una fotografía en tonos azules de Hiram bajo el enorme domo de un acuario.

―Amenazó otra vez ―dice Salo y se tapa la boca mientras estudia la foto. Una que también le aparece a Cristina cuando minimiza Safari: la tomaron de tal forma que, para ella, no se distingue en realidad quién es el cautivo, a quién han sacado del agua―. Está aferrada, y se encabrona. Ya no sé si es hasta mejor dejarla así.

Cristina inicia el visualizador de imágenes, le muestra las más destacadas: excursiones en bicicleta, acampadas, una en un bote pesquero con Octavio; sus hijos y su esposa abrazados de Isabel en un malecón envuelto de gaviotas. Cierra la computadora cuando siente que está hurgando de más, enterándose de lo que no quiere. Va junto a su cuñado y saca uno de los asientos de la mesa. Devuelve, con mucho tiento, los libros a las repisas donde ella supone que estaban.

―¿Y qué ideas quieres que se haga aquí? ―señala al balcón y los ventanales; a los edificios apagados de enfrente, barcos encallados―. ¿Con quién quieres que hable? ¿Con el niño?

Salo se lleva el dije a la frente y cierra los ojos, meditando.

―Tú estabas ―se despega la camisa para que le entre aire al pecho―. Luego de que tuvo a Hiram, ¿cómo se puso? También la viste.

Cristina roba una ciruela de plástico del centro de mesa. La tienta de nervios, le da la impresión de que ya nada cede. Salo, por su parte, se limita a doblar el retrato de su hijo. Lo ondea contra su rodilla y lo regresa sin mirar la página donde la encontró, como para olvidarla y pasen los años y ya no le lastime cada vez que lo vea.

―Según que seguía embarazada, que le pateaban el vientre ―Salomón se pone de pie y esconde el volumen detrás de otros parecidos―. Y se le hizo fácil, de verdad. Como ahorita: encontró el video con lo que quería que le dijeran y me mandó el mensaje.

Se lava las manos sobre el jersey y retorna a la sala, a su sillón, para encender la tele. Sintoniza lo mismo, aunque atendiendo más a las notificaciones que le llegan.

―Fíjate. Ven a ver lo que me escribió. ¿O yo estoy mal?

Salomón alza el teléfono para que Cristina se fije en algo que, desde el comedor, no alcanza a distinguir. Retazos de conversaciones de las que no quiere enterarse. La cronología, texto a texto, del deterioro espiritual de su hermana, de su apostasía.

―”Ya no aguanto, Salo. Me voy a aventar con el niño” ―recita directo de la pantalla, pero Cristina está más ocupada en arreglar las sillas y distender el mantel.

―Yo pongo mi parte ―Salo saca el celular de su funda: otra foto de Hiram, una tamaño infantil, se le desliza hasta su mano―. ¿Crees que les falta algo? Aquí todo lo tiene.

Al acabar, Cristina pasea su índice por los lomos del librero. A Octavio le gustaba calcar aquellas grafías en hojas a cuadro. Incluso Isabel le propuso tomar clases con un pariente de Salomón de por la zona, meterse a cursos abiertos al público del Colegio Israelita. A ella no le quedó más que atestiguar el mar que se abría entre ellos. Siente que tal vez no le vendría mal a su hermana una temporada en San Martín, para entregarse a su duelo hasta limpiarse el alma. Su apariencia de novenario eterno, asentado en cada casa, le ayudaría. Aunque tendría que dejar a Hiram; allá uno se muere de sed. Allá, el rocío de las lluvias rápidamente se hace ceniza de hojarasca.

―¿Qué dicen? ¿Son su Biblia? ¿Más o menos?

―La verdad, no sé. No entiendo mucho el hebreo, medio lo hablo ―Salo deja a Hiram en una esquina de la funda antes de que el teléfono lo eclipse otra vez. Luego, como si apenas se diera cuenta de algo, mira al pasillo―. Los que se dedican a eso, a la Kabbalah, buscan la palabra de Dios ―de la bermuda, rescata el ojo turco y lo enreda alrededor de su dedo anular―. Supongo que por eso los guardo. También quiero encontrar palabras para cuando me falten.

Durante la fiesta, en el momento que Cristina intentó atravesar la pista hasta su hijo, volvió a caer un par de veces más. Le daba risa. Su hijo la arrastró fuera del salón. “¿Ya también te quieres hacer judío?”, se burló mientras le quitaba el kipá de la cabeza. “Si tu tía se hubiera embarazado por mí, a lo mejor. Y yo me quitaba de problemas”. Intentó acomodárselo de nuevo, pero Octavio le aventó la mano; Cristina se tapó la boca y arqueó exageradamente las cejas. “Pero ya casi: sombrerito, cabello medio chino. Bueno, hasta circuncidado estás”. Octavio se tomó el cuidado de sentarla, traer su abrigo y bolsa de la mesa; le consiguió un taxi de sitio. Esperó a su lado con ese aire de quien ha cuidado de un tullido más de la cuenta. Cada que la miraba, como si todavía le doliera y quisiera hacérselo saber, se tentaba la barbilla. Cristina comenzó a dormitar. Cuando arribó el vehículo, su hijo le aventó las cosas a un lado de la rampa que daba al estacionamiento. Se sentó a su lado y le puso un par de billetes en el regazo. “¿Qué quieres que le diga a Chabe por ti?”

*
Alaridos, una borrasca nacida de un llanto de animal. Las manos de Hiram, desesperadas, percuten contra la madera del piso. “Hiram, respira. Tranquilízate”. Salo y Cristina se reúnen frente a la puerta; han hecho del pasillo el refugio donde aguantan el temporal. Ella, con un gesto, le pide a su cuñado que espere. “Son gotas, no pasa nada. Son gotas”. El cuerpo de su hermana está prensado a uno más pequeño, un berrido hecho carne. Isa intenta hundirle un gotero al tímpano, como si se tratara de un anzuelo, pero el niño quiere seguir arrastrándose sobre la duela. Quiere bajar al sótano y tirarse al agua, nadar lejos, entre la corriente, y dejar de vivir como lo hace. Forcejean, y parecen a punto de decirse algo, algo que sane. Debe de ser por eso que llora el niño: la desesperación de no saberse explicar con palabras. Y es triste, piensa Cristina, porque lo que Hiram quiere es hacerse daño.

―Isa, ¿qué pasa? ―Cristina acerca sus labios a la puerta― ¿Qué tiene el niño?

El cristal del gotero rompe en lágrimas tornasoladas. Isabel intenta taparle la boca, pero es como querer detener con su cuerpo una marea. “No pasa nada, amor. Respira”. Abre la ventana, arrecia un vendaval de tráfico.

―¿Isabel? ¿Qué se rompió? ―intenta asirse de sus voces mientras allá adentro se inundan― ¿Todo bien? ¿Isabel? ¿Me puedes contestar?

―¿Cómo que si “todo bien”? ―reclama Salo―. ¿Qué no escuchas?

Saca de su billetera una tarjeta, la de la productora. La mete en la ranura hasta el pestillo: mueve el cartón al tiempo que tira del pomo. “Aquí está mamá. Sí, aquí está”. Salomón jala para sí con tal fuerza que la puerta parece salirse de su eje, que las bisagras se barren. “No nos va a hacer nada. Yo aquí estoy”.

―¿“Todo bien”? ―golpea igual a como lo haría Hiram―. ¿Qué? ¿También son autistas?

El material de la tarjeta termina por quemarle y la tira al suelo. Pega a las paredes y, cuando se cansa, recarga la cabeza sobre el antebrazo. Respira con la dificultad de quien ha sido arrastrado por el mar abierto. Después les da la espalda; con el teléfono, alumbra su dormitorio apagado, su desierto, su arrecife de sal. Se encierra lejos. Aparte, al fin, de su descendencia.

Cristina vuelve a la ranura: Hiram se talla los ojos. “Ya se te está acabando la pila, ¿verdad, tú?”. Todo ese rato, su hermana le cubrió los oídos. El niño separa y junta los labios, como si quisiera hacer burbujas de saliva. Isabel pone la mano sobre su mollera y con el pulgar le presiona la frente. Peina hacia adelante su cabello, luego tira de su cabeza hacia atrás, para ver sus ojos. Cristina reconoce cada seña; Isa aprendió a hacerlo con Octavio.

Una madrugada, de esas veces en las que prefería no regresar, encontró a Octavio dormido frente al comedor de la casa: la había esperado hasta vencerle el sueño. Era mucho más pequeño de lo que ahora es Hiram. Lo despertó para encerrarse con él y se puso a golpearle como sus parejas hacían con ella a veces. Trató de arrearle donde creía iba a dolerle menos, pero de todas formas lloraba. Tenía su cuerpo abrazado al suyo, le pedía que guardara silencio mientras le apretaba la nuca. Entre más temblaba, más era su desesperación por callarlo a groserías. Sólo lo soltó cuando la luz del cuarto de Isabel se encendió y ella miró su reflejo en las ventanas de PVC. Aventó a su hijo con tal brusquedad que fue a dar de boca contra el suelo desnivelado. La sangre escurrió del mentón hecho añicos, pero no daba la impresión de sentirla, quizá por el calor de los demás impactos. A Cristina le dio esa idea porque rápidamente quitó el seguro. “Mamá Chabe”, los gritos venían desde el cuarto contiguo, “dile a mi mamá que ya no me pegue”. Isabel lo curó en el baño con fomentos de agua oxigenada; ella los vigilaba desde su recámara entreabierta. Luego lo cobijó a su lado como si fuera suyo. Octavio la estrechaba con todas sus fuerzas, porque era en verdad su madre. Y no hizo por reclamarlo.

*
La alcoba de Salomón es un templo de resina. Sus anaqueles, un decorado de pecera con figurillas de cada país al que ha ido. Cristina entra despacio. El flash del teléfono alumbra sobre la alfombra y Salo, en su silla plegable, pasa el dedo entre la llama del encendedor. Tiene la puerta de cristal corrida, la cortina se balancea. Su cuñado ha fantaseado con arrojarse tantas veces. Sin dirigirle la palabra, ni pedir permiso, levanta el celular. Abre la lista de contactos y da con el número. Atraviesa la estancia hasta el balcón lo que tarda en decidirse. Por un segundo, los dos escuchan a Hiram arremedando el sonido de una torreta.

―Ya no nos lo reciben ―Salo la detiene con sus palabras―, en las escuelas. No sabe sumar, no hace tareas. Le pega mucho a los otros niños. En los restaurantes nos piden ya mejor retirarnos ―acerca la flama a la mano, luego la retira. Cristina marca―. Cuando no estemos nosotros, ¿entonces, qué? ―ella se lleva el teléfono al oído: da tono―. ¿A esto lo trajimos? ¿Para que no sintiera nada?

¿Bueno?, contestan del otro lado y Cristina, sin más, corre la puerta.

*
Va y viene por la terraza. Se cubre un oído, como si le hubiera entrado agua de la alberca. Por momentos gesticula fuerte, luego se calla otra vez. Se cubre la nariz, toma asiento en el piso y rinde la cabeza sobre sus rodillas. Agachada, como para hacer cualquier ruido, mece de un hilillo las campanillas de viento.

―¿Quién es, cuñada? ―Salo toca al cristal, apenas lo desliza.

Cristina, tiritando de frío, le da el teléfono y se limpia el vidrio de los ojos. Tiene la mirada perdida en las arboledas, pisos abajo. Se sopla las mangas del suéter con un vaho un tanto salino. Salo sostiene el celular entre el oído y el hombro y enciende la serie de luces del balcón; Cristina imagina un faro para naves sin rumbo.

―No, soy yo, sobrino ―le dice a Octavio, pasillo adentro, mientras escuchaba lo último que tenía que decirle a Cristina―. Sí, ya sé. No te preocupes ―cruza miradas con ella, que le sigue, esperando algo―. ¿Seguro? Está aquí por lo de tu tía, pero yo le digo. Ahorita ya se va.

Salomón se lleva el celular al pecho, golpea suavemente con el ojo turco la única puerta que queda cerrada.

―¿Isa? ―le susurra a su muro de lamentos―. Es Octavio. ¿Puedes abrir?

La recámara desiste y se apacigua. A Cristina le parece que es Hiram el que quita el seguro, el que huye de su madre. Salo le enseña el teléfono a Isabel. Ella murmura “no” pero deja abierto y se aparta con el niño en los brazos. Salomón la empareja tras de sí, invitándola también, como si mereciera el gesto. Se pregunta qué pensaría de ellos si decidiera hacer un comercial de habitaciones en el Rosario. Tal vez, de una forma sobrenatural y melancólica, la vida extraviada en San Martín les consumió lo que les quedaba de piedad, de sentimiento. Porque allá nadie nace, nadie tiene hijos; la gente simplemente sale de otra gente, y todos deambulan con la misma edad, en un interminable letargo arrastrado hasta el límite.

Y aunque Cristina ya no quiere darse cuenta de más cosas, deciden ponerle el altavoz.

―¿Hijo? ¿Puedes venir por tu hermanito? Es que me lo quieren quitar. No quieren que escuche, pero se la pasan hablando. Me lo quieren quitar. Cristina y tu tío. ¿Sí vienes? ¿Vienes para acá?

*
El censor del elevador se enciende. Quizá sea cierto lo que decía Octavio: todo ahí tiene un aire místico. Cristina presiona el botón del segundo sótano, donde está la alberca. Al llegar, el vapor envuelve el vestíbulo y empaña los cristales. Alguien la estuvo usando. El chasqueo metálico de la puerta al cerrarse la toma por sorpresa, pero el agua permanece mansa, cubierta de una iluminación sinuosa. Hay una toalla en el respaldo de uno de los camastros. Cristina la usa para limpiar el rocío y sentarse hasta el borde. Antes, recuerda, había un cuartito de intendencia. Octavio sacaba de ahí flotadores, salvavidas, y los azotaba como si quisiera dividir las aguas. Poder acordarse de eso, a pesar de todo, hace sentirle igual a una boya que todavía parpadea en medio de un océano perdido.

Quiere pensar que, mientras se moja los pies, allá arriba Octavio pregunta por ella, aunque sea para saber si sigue en el departamento. Que, pese a que está por Hiram, retoman lo que se dijeron en el balcón, sólo que ahora con palabras menos duras. Quizá entonces podrían bajar todos a la piscina, incluso la esposa de Octavio y sus hijos. Y se tomarían fotos; sus nietos abrazados, esta vez, a ella. Así podría quedarse, cuidar de su hermana y el niño. Hacerse otra vez cercanos, hablarse con las palabras de antes, las primeras. Porque eso es lo que sintió al pie de la escalinata del templo, dentro del taxi en la noche de la boda: que todo lo que le era familiar se le iba y zarpaba. Y si alguien le prometiera encontrarse del otro lado de la orilla con ellos, se metería a esta alberca para salir otra. Por eso, antes de ponerse de pie, se toma el tiempo de humedecerse la barbilla. Por pura cábala.


María Izquierdo, "La Alacena", 1947, 102 x 85 cm., Colección Blaisten México.

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Eduardo Robles Gómez (Estado de México, 1994). Licenciado en Derechos Humanos y Gestión de Paz por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Asiste al taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes desde 2016. Ha colaborado en revistas digitales como Neotraba, Kametsa, NoFM Radio y Pez Banana, entre otras.

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