Somos más que un cuerpo físico

Pilar Pino


Mi Raulito:

Estoy sentada en un incómodo sillón de la funeraria, no quiero hablar con nadie, no quiero que me pregunten de dónde te conocía. Nunca sé qué decir en estos casos. Me sentí mal por no tener palabras reconfortantes cuando abracé a tu mamá y empezó a llorar.

Al entrar a la sala de velación, lo primero que observé es que tu ataúd no llegó, resultó cierto que no entregaron tu cuerpo a tiempo. No pensaba verte, porque prefiero recordarte vivo y sonriendo, pero quería despedirme de ti.

Por la mañana leí un par de notas periodísticas en las que te difamaban. Los encabezados hablaban de que junto a tu cuerpo había botellas de alcohol y que tu muerte se debió a una congestión alcohólica. Me hicieron hervir la sangre de coraje, porque tú no bebías alcohol, eras un deportista consumado y una de las personas más espirituales que tuve la fortuna de conocer.

Me trago mis lágrimas por vergüenza, no quiero llamar la atención, no quiero que nadie se me acerque. Me calmo un poco y regreso a la sala de velación para rezarte un poco y despedirme de tus papás y de Armida. Tu papá está en shock, bromea conmigo tratando de distraerse, se ve cansado y desorientado, aprovecho la llegada de la señora Esmeralda para entrar al rosario; tu mamá está desconsolada, me dan ganas de llorar al verla mientras que Armida está triste, pero se mantiene fuerte como un roble.

Me siento en un sillón individual, en medio de dos personas que no conozco para evitar hablar. Pienso en lo injusto de todo, desde que me topé con tu ficha de búsqueda en el Facebook. Cuando vi tu cara aventé los audífonos para observar con detenimiento. Efectivamente, eras tú. En voz baja pedí, “por favor, que Raulito sí regrese vivo”. Porque en nuestra tierra a quien desaparecen no se le vuelve a ver con vida, desgraciadamente fue tu caso. Me duele la cabeza al tener la certeza que ahora eres una cifra más de esta dolorosa realidad de México.

Te conocí cuando aún te llamaban Raulito o Raúl chico, antes de ser famoso y conocido como Rulo. Recuerdo el día que te vi por primera vez, era verano, yo tenía nueve años a punto de cumplir diez, mientras que tú los acababas de cumplir; entonces, éramos dos niñxs gordos. Viajamos a Río Grande porque tu papá invitó a mi familia a comer y a una corrida de toros. Llegamos directo a la plaza, estaba completamente aburrida, nunca encontré el chiste de torturar un pobre animal, cuando tu papá te mandó hablar y, señalándome con el dedo, te dijo: “Mijo, esta es la hija del Licenciado Pino Méndez, invítela a jugar a la casa”. Me extendiste la mano y me sonreíste.

Es extraño que tu sonrisa es lo que mejor recuerdo de ti, pese a los años, al crecer y envejecer no cambió. Todas las veces que leí El Gran Gatsby de Scott Fitzgerald la recordé, tu sonrisa siempre maravillosa, como pocas veces me he topado en la vida. Incluso te imaginé vestido al estilo de los locos años 20, con tu cabello oscuro y tus ojos dulces de mirada penetrante. 

Me miró con comprensión, mucho más que con comprensión. Era una de esas raras sonrisas capaces de tranquilizarnos para toda la eternidad, que sólo encontramos cuatro o cinco veces en la vida. Aquella sonrisa se ofrecía —o parecía ofrecerse— al mundo entero y eterno, para luego concentrarse en ti, exclusivamente en ti, con una irresistible predisposición a tu favor. Te entendía hasta donde querías ser entendido, creía en ti como tú quisieras creer en ti mismo, y te garantizaba que la impresión que tenía de ti era la que, en tus mejores momentos, esperabas producir.

Fue esa sonrisa la que me dio confianza para seguirte caminando hasta tu casa. Pasamos por el puente de un río seco, ya que sólo había agua en época de lluvia, cosa que en el semidesierto es pocas veces al año. Ahí me contaste por qué a Río Grande le decían la ciudad de las tres mentiras. “Porque ni es ciudad, ni es río y ni es grande”, esa fue la primera vez que reímos juntos. Luego, por el contario del dicho popular, me mostraste una ciudad que me pareció hermosa y enorme. Hablamos de lo que nos gustaba, coincidimos en la comida chatarra, los videojuegos y que no nos gustaba correr. Quién diría que después nos dedicaríamos al deporte para huir de la gordura de la infancia.

Ya en tu casa me dejaste en el cuarto de tu hermana, luego de una breve presentación. Armida y yo nos quedamos jugando a las muñecas. Un rato después regresaste por mí, porque querías enseñarme algo; así los tres enfilamos a tu recámara, sacaste de uno de los bolsillos de tu bermuda un disco de Gun’s N’ Roses, la portada era naranja con amarillo, probablemente era el álbum Use Your Ilusison, lo escuchamos un rato.

Las visitas a Río Grande se hicieron frecuentes, nuestros padres se sentaban a hablar por horas de política mientras nosotros tres recorríamos la ciudad inventando juegos y divirtiéndonos como enanos. Tú, Armida y yo, a veces invitaba a Tania o tú a tus primos para hacer equipos y jugar a la pichada.

Con el paso del tiempo llegamos a la adolescencia, se vinieron a vivir a Zacatecas, a la colonia más elegante del momento, hiciste nuevos amigos en el colegio al que asistías. Sólo nos veíamos en las comidas y reuniones del grupo de amigos de nuestros padres, hablábamos de música. Luego, nuestros caminos e intereses se bifurcaron. Nos encontrábamos de tanto en tanto en la calle, nos saludábamos con gusto, después con un poco de recelo de mi parte porque no me caían muy bien tus nuevos amigos. No porque fueran malas personas, sólo que me sentía menos y le atribuía a ellos habernos alejado.

En la universidad conocí otras formas de pensar que adopté, regresó mi gusto por el rock. Nos topamos de nuevo porque te hiciste novia a mi amiga Gloria, de quien fuiste su primer amor. Recuerdo los paseos en tu camioneta blanca, con la música de Panda y División Minúscula a todo volumen, Gloria y tú al frente tomados de la mano, Armida y yo en el asiento de atrás platicando.

Una tarde coincidimos afuera de la casa de Gloria, quien estaba platicando con su vecino Quetza, tu amigo de la escuela. Empezamos a platicar en la calle los cuatro, a Gloria le habló su mamá y Quetza entró al baño, ahí me reclamaste por qué a veces no te saludaba, te conté que no veo bien y que soy muy distraída (de una forma que a veces me preocupa). Mi explicación no te dejó muy conforme, entonces te confesé que había un par de amigos con los que siempre andabas que no me caían nada bien. Me viste con ternura y luego soltamos la carcajada los dos. A partir de ese día sólo te acercabas a platicar cuando ibas solo, fue nuestro trato tácito.

Me casé y dejé de verte muchos años, hasta que en la pandemia nos vimos caminando en el Ecoparque. Iba con mi hija, te sorprendió que tuviera una hija tan grande. Te encontré diferente, más maduro y espiritual. Nos seguimos encontrando en distintos lugares, hablábamos unos minutos y nos despedíamos. Siempre me daba gusto verte y saber de ti.

La última vez que nos vimos fue cerca de tu casa, el lugar donde apareció tu cuerpo sin vida, había estacionado cerca mi coche. Tal vez, ese día fue en el que hablamos durante más tiempo en los últimos veinte años. Iba a la Escondida a ver unas amigas, ese día sentí que te dio especial gusto verme. Como siempre, hablamos de música, te conté de los grupos nuevos que había descubierto, me recomendaste otros. Me preguntaste por qué no me habías visto en la última reunión de músicos, si muchos de mis amigos asistieron. Te conté que no tuve dónde dejar a mi niña, pero que de haber sabido que era en tu casa hubiera hecho lo imposible por ir.

Te invité al bar con mis amigas para seguir hablando, ahí me recordaste que no bebías y que hacías una dieta especial. Yo te conté que estaba haciendo ejercicio de nuevo y que, como siempre, me costaba mucho dejar de comer porquerías. Sonreíste, me diste varios consejos para dejar el azúcar y sobrevivir a la ansiedad.

Es gracioso que siempre hablábamos de los mismos temas: alimentación y música. Los dos cambiamos mucho a lo largo de los años, pero esos puntos eran intereses en común. Antes de despedirme, de pronto me preguntaste si seguía siendo atea, te confesé muy emotiva que no, que desde que murió mi tía me aferraba a la esperanza de volver a ver a mis seres queridos. Lloré un poco, me dio pena y te dije: “Ya sabes, soy tu amiga la rara e intensa”. Tu sonrisa fue cálida como el día en que nos conocimos, me abrazaste y me respondiste: “Eres rara pero chida, mejor ser intensa que aburrida”.

Quedamos en tomar un café cuando regresará Armida para ponernos al día de nuestras vidas, me pondrías una rutina para estilizar las piernas. Me empezaron a llamar mis amigas, me despedí con prisa. Como siempre, reanudar nuestra amistad se convirtió en un plan que nunca concretamos, porque así éramos nosotros. Nuestra amistad de adultos se basó en encuentros esporádicos y promesas de ponernos al día. Hoy siento remordimiento por no haber concretado nunca ningún plan para reanudar nuestra amistad de antaño. Fuiste mi primer amigo.

Te arrebataron la vida de la forma más vil que existe, eso es lo más doloroso de todo. Lo que me ha hecho reflexionar en la importancia que tienen algunas personas que fueron cercanas en nuestras vidas, en el valor que tienen las amistades de la infancia. Tengo pendiente muchos cafés con otrxs amigxs, pero esta vez tengo la intención de concretar los planes.

Tenía varios días reflexionando sobre el significado de la vida. Cómo es que podemos seguir adelante sin las personas importantes a tu lado. Pienso en lo difícil que será para tu familia este proceso, en especial para Armida porque siempre fueron muy unidxs. Para tus amigos, para la chica con la que salías de la que no terminaste de contarme cómo la conociste.

Me gusta pensar que conocí un parte de ti que pocas personas conocieron. Me quedo con el recuerdo de nuestras travesuras, como cuando le robamos los bolos a tu tía para comernos los tamarindos, o el día que tumbamos cajas en la bodega de atrás de tu casa por jugar a los espías.

Te mando luz y bendiciones de todo corazón en donde quiera que te encuentres; sigue pendiente la charla para ponernos al día, tal vez con Armida sí lo cumpla.


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Pilar Pino (Zacatecas, 1984). Madre, economista, feminista, activista a favor de los derechos de las infancias y personas con autismo.

Comentarios

  1. Que bonito relato de Raúl 🙏 gracias por compartirlo, abrazos a la familia Calderón Samaniego

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