El guardatextos

Jesús M. Koyoc Kú

A Ezequiel


: él, seguramente, tenía que ser la voz de Dios. La palabra –las palabras de Dios. Sus manos eran los mesías clamando en el desierto de papel, en las montañas de la locura. Si Dios no lo había puesto ahí para preservar esos libros, ¿quién lo había hecho? Si no había sido Dios el que, con su plan maestro, lo convirtió en el Amanuense del Tiempo, entonces quería decir que Dios no existía, que sus palabras nunca habían sido suyas. El cáliz que había de beber todos los días era el mismo: Padre, aparta de mí estas hojas: el saber que el único lector que le quedaba era un lector implacable, un lector despiadado: el vacío mismo de la muerte.

Abrió los ojos en medio de la oscuridad. Se tocó el pecho y sintió su respiración entrando y saliendo de sus pulmones: le dolía ver: le dolía escuchar la oscuridad: cada día rasguñaba un poco más. Miró hacia donde sabía que estaba la mesa de noche y alargó la mano hasta que encontró los lentes. Se descubrió el cuerpo y se incorporó mientras tomaba las gafas. Sin saber por qué, se las puso y se quedó así un momento. Intentó calcular la hora pero no pudo hacerlo. Últimamente la noche duraba más: hacía mucho tiempo, más del que podía contar, había renunciado al futuro amanecer. El sueño que lo despertó fue uno en el que se encontraba de pie en una oficina en la que solo había mesas y sillas, sin nada de gente: meses después del inicio de La Epidemia. Caminó durante mucho tiempo dando vueltas, hasta que percibió que estaba dormido. Había desarrollado la capacidad de tener sueños vívidos. Tomó el control del sueño, y de pronto estuvo en lo que parecía el interior de un avión en donde no viajaba nadie más: abajo, solo se veían destellos y grandes nubes en formas extrañas: el tic-tac del reloj que indicaba el fin con sus lechosos ojos apagándose cada poco. En ese momento, sentía el palpitar de su nariz bajo el puente de las gafas: una nariz hecha casi de hueso, como todo su cuerpo: era una catedral de hueso.

Nunca había sabido a ciencia cierta qué hora era cuando despertaba. Se imaginaba que siempre era la misma: se imaginaba que él tenía control sobre el tiempo y no viceversa. A través de la trampilla que lo conectaba con el mundo exterior –¿el cielo o el infierno?– se colaba un inerte halo de luz. A veces le gustaba salir. Se ponía los lentes, se amarraba el cabello con lo que encontraba y luego subía. Había decidido quedarse ahí: ¿cómo no adoptar el hogar escogido desde tiempo atrás, desde hacía años? Dejar El Santuario hubiese sido matar a la humanidad –la misma que llevaba años agonizando.

le costaba mucho conciliar el sueño por las noches: cuando lo hacía, se despertaba en diferentes momentos: la noche eterna. Daba vueltas sobre sus huesos, sobre esa vieja cama que parecía más bien un pedazo de piel de jabalí. El frío mordía la poca piel bajo las sábanas: el frío era todo: el desierto lo era todo: se abrazaban y se fundían en uno solo, haciendo imposible la noche

: en el sueño no estaba solo. En el sueño, había una niña. La luz se filtra por la trampilla. La chica recién ha vuelto de fuera. Él transcribe los Cuentos completos de William Faulkner. Tiene la pistola a su lado: se le ocurre que puede soñarse transcribiendo el libro de forma más rápida. La niña juega junto a él. Cuando habla, en el sueño, su voz resuena dentro de El Santuario, dentro de su cabeza, rebotando de un lado a otro: qué has visto hoy: no mucho: qué es eso que no es mucho. Le gustaría tener una conversación amena, aunque solo sea en el sueño –hace tanto que no habla con nadie:

Despertaba todos los días con las trompetas del apocalipsis lamiéndole los oídos. Al abrir los ojos intentaba asirlas contra su pecho, maldiciéndolas mil veces con su voz adolorida, como si de esa forma pudiese volver el tiempo atrás: como si de esa forma pudiese detener el tiempo que carcomía las hojas de papel transcritas en una carrera suicida: como si la tinta no fuese a borrarse al abrirse el tercer, el cuarto sello. Su mano caminaba de un extremo al otro de los inhóspitos parajes de la hoja de papel: el mar de espuma que intentaba dispersar con cada palabra: con cada acción ocurrida en el texto: con el texto mismo, sin importar si era Pedro Páramo de Rulfo, o Ulises de Joyce, o Malayerbas de Javier Valdez.

guardaba los manuscritos en un lugar diferente a donde se encontraban las ediciones originales de los libros que transcribía. aprovechaba el halo de luz estática que se colaba hasta sus huesudas manos para ejercer la misma labor todos los días, a todas horas. solo se detenía para comer –si a eso se le podía llamar así. el resto del día –si a eso se le podía llamar así– era una calca del anterior y este del anterior a este y este del anterior: transcribir esas traducciones de una lengua que nunca iba a conocer, almacenar en papel las últimas respiraciones de profetas a punto de morir, registrar de nuevo esas ediciones de lujo que cedían ante el bramido del tiempo, el único lector implacable: el único y silencioso espectador que se regodeaba en los hongos que se iban alojando poco a poco en los libros que finalmente habrían de morir.

: esta voz también es Mi voz, le dijo Alguien en el sueño, como si le hablara desde el fondo de una caverna. En el sueño, él estaba sentado en lo que parecía una celda. Solo le alumbraba la llama de una vela que bailaba entre la vida y la muerte. Es tu deber trascribirla, le decía Alguien. Y ahí estaba él, sentado frente al escritorio, con una pluma que parecía de ganso, removiendo la espuma de las páginas, llenando los vacíos con caracteres inentendibles, sin detenerse un solo minuto a preguntarse si realmente entendía lo que estaba haciendo. En el sueño pensaba que ojalá algún día se encontrara con ese Alguien, que ojalá algún día pudiese verlo físicamente, para poder abrazarlo con todas sus fuerzas, quebrarle las costillas y los huesos, molerlo a puñetazos con el bramido del tiempo acumulado bajo sus nudillos. En el sueño parecía escribir sobre páginas hechas con piel de burro: lienzos eternos que se borraban cuando llegaba al final de la página: la serpiente comiéndose la cola: la serpiente era él. Esta también es Mi voz, decía ese Alguien, mientras se dibujaba completo sobre una de las páginas del libro, Esta también es Mi voz y es tu obligación escribirla, es tu obligación escucharla: Habla, porque tu siervo escucha

Durante los primeros meses intentó llevar un sistema de transcripción: tomaba del librero los libros más delgados: La metamorfosis de Kafka; o bien Fervor de Buenos Aires de Borges, o bien El tigre en la casa de Eduardo Lizalde. Pero luego se dio cuenta de que eso no era completamente funcional: las horas le roncaban en la espalda, avisándole que en cualquier momento saltarían sobre los libros, y devorarían su contenido: las roncas toses en su pecho eran un recordatorio diario de eso: los huesos asomando por donde antes había piel le causaban dolor cuando pensaba en que en cualquier momento podría abrirse otro sello más. Dejó de hacerlo así. Se preocupó entonces por los que estaban a punto de morir: tomó del librero aquellos que tenían más años acumulados en sus páginas, los que habían alojado más huellas dactilares que otros. Los amontonó cerca del escritorio, para no olvidar que en cualquier momento serían parte del pasto de las eras: alimento para los días muertos que se acumulaban en las palmas de sus manos, cansadas de contener las voces de Dios en tan solo diez dedos –o cinco, contando que solo usaba la derecha para escribir. Cuando entendió que hiciera lo que hiciera el precipicio lo iba a devorar, se olvidó del sistema: dejó de dormir, aunque por las noches no podía transcribir: giraba sobre la piel de jabalí que llamaba cama, lamentándose por no haber sido El Nuevo Mesías: se lamentaba porque su voz, la única que clamaba en el desierto, no tuviera a nadie para escucharlo: se lamentaba porque, tarde o temprano, el carro de fuego llegaría por él y, colérico, se lo llevaría –a él y a toda su estéril estirpe. Algún día, se decía mientras miraba el halo de luz que se colaba por la trampilla, algún día nos hemos de encontrar frente a frente, te preguntaré por qué me hiciste beber de este cáliz tan amargo, y antes de que puedas contestar, lo habrás bebido tú también: luego no tenía más que continuar con su labor de amanuense.

: últimamente volvía a ese lugar en sueños. No sabía dónde era, pero estaba casi seguro de que el nombre del lugar era “Biblioteca de Babel”. Muchas veces había querido conseguir ejemplares de Omar Khayyam, o los inaccesibles textos de Bernardo Couto Castillo. Solo estaban en ese lugar. Soñaba que entraba a la Biblioteca y se perdía entre sus pasillos, buscando libros que no había podido conseguir antes de La Epidemia: libros que se habían perdido entre las páginas de los años marchitos. Y ahí estaban todos sus anhelos, puestos en los estantes de la Biblioteca de Babel: Entrecruzamientos I de Leonardo Da Jandra, los Poemas árticos de Vicente Huidobro, algún manuscrito inédito de Vitaly Shentalinsky. Pero cuando los abría solo encontraba las llanuras vacías de las páginas en blanco: una tras otra se abría el claro infinito de la tinta invisible, de la tinta que no quiere decir nada. Entonces, aún en el sueño, llenaba las páginas con lo que pensaba que debían decir, ponía las palabras, una tras otra, formando oraciones inconexas, párrafos enteros de desasosiego, capítulos de verborrea que no iba a ningún lugar. Entonces despertaba sudando frío, con el miedo alojado en las puntas del cabello que, mojado, le caía sobre la cara y le nublaba la vista –la de por sí muy nublada vista. Entonces el lechoso amanecer –si es que a eso se le podía llamar así– iba invadiendo El Santuario: un amanecer de seda que le aterraba.

Cuando era joven había mantenido una revista literaria. Empezó como un proyecto con los compañeros de la escuela de creación a la que iba. Luego habían fundado un taller, Los hijos de Alicia, les llamaron –nunca supieron bien por qué. En el primer número de la revista estaban quienes asistían regularmente al taller. Él había guardado un ejemplar en lo que más adelante se convirtió en El Santuario: un ejemplar casi profético: cuando La Epidemia, las muertes se sucedieron una tras otra, tal como aparecían en el índice. El segundo número abarcó a más gente. El tercero llegó a otros países. El cuarto tuvo algunas traducciones del portugués –lengua muerta– y del inglés –otra lengua muerta. Después ya no hubo tiempo para más. Los atesoró todos. En los ratos libres transcribía los cuentos que estaban ahí. Leía los poemas en voz alta y los memorizaba para luego escribirlos tan tranquilamente. Así podía susurrar, antes de dormir, los versos de Nydia Pando o las palabras de Roberto Sáez o las de Khiabet López. Entre los manuscritos, tenían un lugar especial los textos de Joaquín Filio, o los de Mateo Peraza, o los de Rafael Aragón, o los de Angélica Barrera: a todos los había conocido: ya nadie de ellos lo acompañaba: su charla se había vuelto un monólogo desde hacía mucho tiempo: era el último hablante del Idioma de Dios.

Comenzaban a preocuparle sus reservas de tinta en comparación de los mares de libros que aún quedaban por transcribir. No sabía hasta donde llegarían sus dedos manchados, ya casi sin huellas dactilares. Le preocupaba mirar en los libreros los ejemplares de Eduardo Galeano, o los de Juan Carlos Onetti, o los de Fernando del Paso. Le preocupaba pensar que las Noticias del Imperio no llegarían a su destino, que el monólogo de la loca del Castillo de Bouchout no tuviese a nadie a quién interpelar, o que el nombre de Maximiliano de Habsburgo continuara pasando a la historia manchado de sangre y pólvora. Le preocupaba que Santa María no fuese el lugar de exilio de nadie más y que Juntacadáveres fuera un desconocido para la tierra muerta que ya no leía nada. O que se acabaran los Días y noches de amor y de guerra y solo las incansables lluvias y los vientos que podían hacer temblar a las estatuas fuesen lo único que quedara sobre la tierra. No sabría que hacer si los poemas de Alejandra Pizarnik se carcomían hasta acabarse: la tinta, la de él, se acababa, y prueba de eso eran los dolores que le mordían las articulaciones cada amanecer: prueba de eso era el eclipse que poco a poco comenzaba a alojarse en sus ojos, con la lechosa noche apropiándose de ellos: la tinta, de él, estaba por terminarse.

: la tierra arrasó la palabra la abrasó con el fuego del Espíritu que consumió el monólogo de la voz de Dios ahogando las palabras las voces clamando en la montaña las volvió presa de su propio pánico de su propia tinta y él no podía hacer nada para evitar que las llamas saltaran sobre El Santuario con sus tibios dedos carcomidos por habitar tanto tiempo al borde las páginas de espuma que alimentaban la purificación de la tierra con el calor de la tinta esparciéndose por todas partes finalmente había llegado el momento de encontrarse con El Autor de La Voz encararlo y preguntarle por la amargura del cáliz por los clavos en las manos y los ojos sacados por los cuervos por las noches eternas en vela y los amaneceres cada día más oscuros entre los bosques muertos alojados en los libreros que ahora  finalmente le diría La Voz finalmente ha llegado eso que guardabas con tanto recelo entre ceja y ceja entre los ojos que pasaban las páginas y la desesperanza de la noche cercana por fin ha llegado le dijo La Voz por fin tendrás La Paz y El Guardatextos no pudo más que abrazarla y dejarse abrasar



Sin derechos. 

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