Cadáver exquisito

Adriana Rodríguez


LAS gotas de lluvia golpeaban el fango, la luz de los faros se opacaba con el aguacero, la oscuridad de la madrugada se extendía por el lugar.

Una mañana fresca, aún con rastros de lluvia. Sus botas negras llenas de tierra húmeda pisaban con fuerza, llevaba un impermeable de capucha color amarillo salpicado, que le cubrían el rostro; con las manos chorreantes, la pala por un lado; mientras se hincaba a sacar la tierra floja a puños. La luz de una linterna se asomaba a lo lejos; el hombre se arrojó a la fosa que recién cavó. La respiración agitada lo tomó víctima de la euforia, haciéndolo temerse hallado. El silbato del velador se escuchaba al acercarse, el sonido de la llanta de la bicicleta al pasar por los charcos se alejaba. Seguido de un par de segundos; salió con cautela esperando a no ser descubierto.

Los rayos del sol de la mañana aparecían traspasando las cortinas de la cocina; preparaba el desayuno como de costumbre mientras aguardaba a que se llegase la hora. El chorro de la cafetera dejó de fluir, tomé una taza, puse azúcar y un poco de leche en él, vacíe la jarra en ella llenándola casi al borde, el aroma inundaba el ambiente; los huevos fritos, el tocino y aguacate; dos piezas de tostadas integrales con mantequilla. Me senté a desayunar cuando sonó el teléfono celular, miré en la pantalla una “llamada desconocida” y seguí comiendo mientras el teléfono sonaba; después de ignorarla un par de minutos dejaron de insistir. Vi la hora, ya era tarde; ese desayuno había tomado más de la cuenta, pero es que amo el café, así que me detuve a saborearlo para deleitarme como es debido. Tomé de prisa las llaves del auto y salí azotando la puerta. En la oficina el jefe no llegaba aún, así que pude llegar con tranquilidad a mi lugar e instalarme. Ese día fue un caos, las llamadas, juntas, grupos de trabajo, lanzamiento de nuevos proyectos, estaba agotada. Llegué a mi oficina sentándome no más de cinco minutos, me quité los zapatos para estirar los pies y relajarme. Sentada en la silla giratoria, con la mano apoyada en el descansabrazos, quedé justo frente al aparato telefónico, respiré y recordé la llamada de la mañana en el desayuno. ¿Quién sería? ¿Qué querría? Un tanto con la curiosidad, otro tanto con el hartazgo de las llamadas de telefonía móvil, incitando de manera intensa y constante al usuario a cambiarse de compañía

—¡Ya va a empezar la junta! —entró la organizadora sacándome de mis pensamientos—. ¡Comenzamos en 5! —de forma rápida pasaba por las oficinas y cubículos de los involucrados para dar el aviso.

Resoplé poniendo los ojos en blanco, metí los pies en los zapatos y me empujé con fuerza hacia la sala de juntas. Un día largo, saliendo de la oficina pasé por un café de la “sirenita verde”, como era de esperarse había que aguardar el pedido. Rayaban las 8 p.m. sentada en la cafetería hasta que me llamaron, estaba listo. Pasé por un “Cold Brew”, me sentía con tedio. En el trayecto me detuve a cargar combustible cuando vi un local de comida rápida de alitas que te obliga a detenerte con el nombre; me bajé a comprar la cena, con el cansancio encima no tenía idea de qué cocinar y las alitas, inyectadas con estrógenos y sazonadas con químicos, parecían buena opción. Cerca de las 10 p.m. iba llegando al acceso que da a mi domicilio cuando un hombre de pie justo a la mitad de la calle llamó mi atención, también lo hizo el hecho de que las farolas donde él se encontraba estuvieran apagadas, favoreciendo a lo estremecedor de la escena. Recordé que habían pasado un aviso sobre el cambio de intendente de la zona, así que supuse que se trataba de él, llegando a darle mantenimiento a las luces. Pasé de largo haciendo una mueca de saludo al hombre, pero por más que me incliné hacia él no pude ver su cara. Entré a casa, dejé los alimentos sobre la repisa de la cocina, me dirigí a la ducha y me quité la ropa. Un estruendoso trueno llegó seguido de un relámpago que partió el cielo, la luz iluminó la ventana haciendo que la luz quedara de manera intermitente dentro del baño, observé la bombilla dudar y, seguido de un instante, se apagaron las luces. Tomé la toalla más próxima, la sujeté frente a mi cuerpo, al salir no alcanzaba a ver por dónde pisaba, llevándome un golpe magistral en el dedo pequeño del pie con el buró olvidado a mitad del pasillo, haciendo que maldijera y me retorciera por el dolor causado. La toalla cayó al suelo, por el dolor, poco importaba la desnudez; estiraba las manos intentando medir la distancia de los objetos, cuando una mano me tomó por la muñeca y me giró con fuerza. Me sostuvo frente a él, sentí su respiración cortante, bufaba aliento caliente sobre mi pecho, una voz gutural salió de su garganta.

—¿Por qué? —la ansiedad en mí comenzó a estallar, el llanto mudo comenzó a fluir, mientras sentía sus manos tocando mi piel me arrojó al suelo, pegándome con algo en la cabeza que hizo que cayera inconsciente.

La primera vez que la vi quedé prendido a su belleza, sus ojos me hipnotizaban, su sonrisa me volvía loco. Un desliz me hizo perderla, ella se fue de mí sin decir más; dejó el clóset vacío, ahí supe que todo había acabado. No contestaba las llamadas, sus amigos la negaban, en su casa no sabían de ella “¡Era imposible!”, me estaba volviendo loco. Buscaba un número telefónico entre mis contactos, mi ex novia no quería atender mis llamadas, quería a alguien que me pudiera dar alguna razón de su paradero, pero no hubo nadie que quisiera ayudarme. Salí a buscarla con desesperación, acudiendo a los lugares que solíamos visitar, pero nada. Continúe todo el día buscando una pista que me llevara a ella. Rendido, me metí a un bar, no miento, me tomé un par de copas, perdí la cuenta en un momento dado pero no la conciencia. Iba saliendo de ahí casi a traspié cuando la ví, entraba a una cafetería; pidió un “Cold Brew”, era raro, no recuerdo que ella tomara café, la observé de la mesa contigua esperando que no me notara, era ella, su perfume, su cara, pero su voz había cambiado. Me decidí a abordarla, quizá invitarle un trago, cuando una chica se le acercó, saludó y le dió la mano. La chica salió, me fui detrás de ella; intentaba abrir la puerta de su carro, la embestí tomando ambas manos por la espalda, la obligué a decirme el teléfono de mi amada a cambio de su seguridad, accedió de inmediato. ¡Tenía su número! Hablaría con ella, le diría lo mal que le viene una amistad como esa, “Imagina que fuera un extraño quien estuviera buscando contactarla ¡Es muy peligroso!”, pero pensé en algo mejor; rastrearía la dirección registrada bajo ese número, le compraría rosas, le pediría perdón. Sería como antes, ella y yo, besándonos bajo el calor de nuestro cuerpo, apasionados, entregándonos al amor. Tomé la calle que va a dar al centro, rodeé por la carretera hasta llegar a una vecindad de tintes inseguros, fui a visitar a un viejo “conocido”, el cual me debía algunos favores; le mostré el número de teléfono y él hizo lo suyo; en menos de 15 minutos ya tenía la ubicación exacta de su lugar de residencia. Salí de ahí con rumbo a la colocación en el GPS, llegué y el guardia no me dejó entrar; tuve que brincar la barda, cayendo en un tendido de sábanas infantiles. Iba llegando a mitad de la calle cuando un auto me echó las luces en el rostro, me moví a la parte más oscura y disimulé mi identidad. Cuando vi que dio vuelta y se aparcó en un domicilio comencé a moverme de nuevo en dirección a su casa, al llegar al punto exacto vi que era el mismo en el que paró el vehículo, me acerqué a la entrada y estaba abierto. Vi el café en la repisa, una bolsa con su cena aún caliente, un trueno retumbó, las bombillas hacían intermitencia, seguí el sonido de la ducha abierta, cuando llegué a un pasillo, la luz se fue. Escuché un golpe seco seguido de injurias, cuando sentí unas manos húmedas en mí, la tomé por la muñeca y jalé a mi pecho; estaba desnuda “¿Por qué?”, respiraba su aroma fresco, el olor empapado de su fragancia, estaba excitado por su cuerpo, la arrojé al suelo para desvestirme, cuando azotó contra algo consistente que la hizo perder la consciencia. La luz volvió, corrí a verla, solo fue el golpe. La veía tirada en el suelo, era un orgasmo visual contemplarla, un cuerpo delicado, exquisito que llamaba a tomarlo; recordé viejos tiempos sobre su cuerpo, la recorrí, la hice mía de nuevo, cuando acabé dentro. Un vislumbro de sobriedad aclaró mi vista; ese cuerpo no lo conocía, su rostro no era el de ella, sus labios no se le parecían, su aroma era el mismo, pero no ella. El pánico se apoderó de mí, recordé las sábanas que quedaron tiradas frente a la casa y salí a toda prisa, el cielo daba testimonio de lo sucedido, se abría a truenos y relámpagos, la lluvia comenzó a caer, mojándome, rápido doble la manta y la puse debajo de la ropa, la llevé dentro de la casa, la mujer comenzaba a quejarse, se movía lento, tomé un trofeo que arrojé contra su cabeza, sangró, la embriaguez se fue, le arrojé la sábana encima, solo cubriendo su torso, la comencé a jalar por los pies, afuera se caía el cielo, tomé un impermeable que estaba al lado de la puerta trasera, al salir vi una pala que colgaba de un gancho en la cochera, por ese instante fue mi única opción... desaparecerla. Seguí arrastrándola hasta el jardín de la casa y comencé a cavar. Una luz se asomaba en la esquina de la calle, me metí en la zanja para evitar ser visto.

Un nubarrón gris se decantaba sobre la ciudad. Una mañana fresca, aún llovía. Recuerdo sentir el viento frío recorrer mi cuerpo empapado, mientras la lluvia lavaba la sangre de mis heridas, con el cuerpo desnudo envuelto en una sábana tamaño infantil; las piernas raspadas y algunos hematomas asomándose bajo la espalda.

Asomó el rostro hacia el pasillo observando hacia ambos lados, solo se percibían los árboles vibrando al caer las gotas sobre sus hojas y la intensidad de la lluvia que formaba una cortina gris. Caminó hacia el hueco que había realizado y arrojó mi cuerpo. Caí al fango observando, sintiendo la lluvia en los ojos. Con el último aliento de vida, pude ver cómo echó tierra encima intentando destruir las evidencias, en el jardín de mi propia casa.


"La hora de comer en las trincheras", Otto Dix.

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Adriana Rodríguez (Matamoros, Tamaulipas, 1984). Ha participado en tres eventos de poesía local (“Exploración poética I”, “II” y “Sweet poesía”) y también en el festival de cuentos de terror “Noosfera Cultura 2021”. Está incluida en las antologías Zona de cuentos y La sonrisa del abismo. Ha colaborado en las revistas digitales Herederos del Kaos, Fóbica Fest, El Narratorio, Delatripa, entre otras. 

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