El niño

Estrella Gracia González



A mediados de la primavera de dos mil dos, mi esposo Arturo y yo nos mudamos al centro de Minneapolis. Nuestro antiguo trabajo en Le Sueur, un pueblo ubicado al sur de Minnesota, nos permitió ahorrar suficiente dinero para hipotecar solamente el cincuenta por ciento del valor de nuestra nueva casa. Ya nos hacía falta un cambio, vivir el invierno en los pequeños pueblos es muy difícil para los que no estamos acostumbrados. Los días son breves, las noches muy largas y la melancolía invasiva, y si algo se termina en la despensa tienes que conducir largas distancias para comprarlo. De pequeña deseé formar al clásico hombre de nieve con su nariz de zanahoria, al igual que jugar a las guerritas, hasta que de grande descubrí que la blancura de la nieve es hermosa, pero también traicionera, y después de terminar con un ojo morado menos me daban ganas de quedar como Jack Torrance… no es mi estilo. Así que cuando mi esposo, por suerte, encontró trabajo como gerente en un bar nos mudamos a donde el frío se siente igual, pero los accesos a la diversión lo hacen más llevadero.

La casa es estilo cottage, construida en mil novecientos veinte, la fachada es verde con molduras color café al igual que el porche, los pasamanos con herrería le dan un toque moderno, simplemente… ¡me encanta! Desde que llegamos a Minneapolis, Arturo se pasó las noches trabajando y los días durmiendo; yo fui caso contrario, porque durante el día me dediqué a conocer cada rincón de mi casa, desde el pequeño ático hasta el húmedo sótano.

Para celebrar Halloween entre el bello color naranja del otoño, adorné el porche con calabazas y manzanas rojas que trajimos de nuestra última visita a Belle Plaine. Con ellas llené algunos canastos que coloqué intercalados en los escalones; en el patio instalé arañas, y dos espantapájaros con sus respectivos bieldos; como toque final, pendí una bruja en el árbol que está pegado a la banqueta —no fue la bruja del oeste, fue Winnie con ese atuendo tan colorido—, con el que logré un perfecto contraste, y para entonar con el ambiente yo me disfracé de Elvira, la amante de la noche. Ese día, conocí a Mitch, una gatita blanca que parecía estar hecha con retazos de tela, Pinky, mi perro chihuahua, la recibió muy bien. Los niños del vecindario llegaron diciendo: ¡dulce o truco!, pero no soy buena para los trucos, así que los llené con dulces del caldero. Algún que otro vecino que aún no me conocía aprovechó la ocasión para platicar conmigo y felicitarme por la decoración. Por ellos me enteré de que mi casa era una de las más antiguas del vecindario, me preguntaron si sentía miedo o si algún suceso paranormal me había pasado, pero claro que contesté que no, mi salud mental estaba perfecta y mi casa cubierta de amor y de paz.

Las visitas terminaron cerca de las dos de la mañana, recogí cuanto pude y, sin ganas de retirar mi disfraz, me senté frente a la computadora para navegar en la red. Un vaso con leche y una rebanada de pay de calabaza calmaron mi hambre y Pinky me acompañó recostándose a mis pies. Las noticias del clima anunciaban un frente frío y las páginas de ofertas comenzaron a emerger: ropa, zapatos, perfumes, todo con descuento para el próximo Black Friday —¡te voy a comprar un suéter! ¡están divinos!, dije a Pinky, pero me ignoró.

¿Alguna vez has sentido la presencia de algo o alguien y observas a tu alrededor y no hay nada? Miré al pasillo hacia el lado derecho, la puerta de mi habitación se encontraba abierta y la luz encendida —¡perfecto, así la dejé!, pensé—, continúe navegando en la red. Tres veces tocaron mi rodilla, un toque tras otro, como cuando alguien llega por tu espalda y te toca al hombro para que voltees. No miento, sí me asusté. Así que me asomé bajo el escritorio, ¡pero nadie cabía ni estaba ahí! Además, el escritorio estaba pegado a la pared. Pinky se levantó, estaba alerta con su colita levantada, mirando fijamente algo que siguió hasta bajar la escalera. Un paso ligero y cauteloso se escuchó bajando por cada escalón, la madera crujía suavemente. Me quedé confundida, sin hacer ruido, caminé muy despacito hacia mi recámara, tomé el bate que estaba bajo la cama y sigilosa bajé. Todo estaba en su lugar, puertas y ventanas cerradas y las lámparas de noche encendidas. Me serené, era evidente que cosas así sucedían por sugestión, no es bueno prestar tanta atención a los comentarios vagos de las personas.

A finales de enero de dos mil tres me enteré de mi embarazo y eso nos llenó más de felicidad, pero ese horario de trabajo de Arturo siempre fue un desorden. Realmente lo veía poco y se perdía de mucho, pues no podía tocar mi vientre en las madrugadas, que era cuando mi bebé más se movía. Cuando sentí que mis labores ya eran muy rutinarias decidí entrar a un curso literario, por fin tuve un pretexto para tomar el bus y marcharme a la librería para abastecerme de lectura. Llegué a la plaza comercial de la 5017 Excelsior Avenue, a mi adorada librería que ya se encontraba abierta. Al entrar, bajé por los dos escalones alfombrados y entre los estantes busqué la sección de terror: Stephen King, H.P Lovecraft, Ted Dekker y… Heinrich Kramer, ¿El martillo de los brujos? Leí la contraportada y… ¡vaya que eso sí es terror!, pero vi unos ojos tristes que me observaban desde un libro mal acomodado, Edgar Allan Poe, bueno… ¿Por qué no? Camino a casa leí algunos cuentos: “El cuervo”, “El gato negro”, “El retrato oval”. ¡vaya que este escritor es muy bueno!

Al llegar a casa mi esposo ya estaba por irse, sin otra opción más que aguantar mi desánimo lo acompañé a tomar el taxi. El viento soplaba fresco con ese rico aroma que trae el otoño, las hojas se remolineaban por la banqueta cuando el cielo esbozó un relámpago, seguido de un sonido estrepitoso; por reacción, cerré mis ojos y encogí los hombros, cuando Arturo dijo:

—¡Me llevaré el paraguas, no tarda en llover!

—¡Por favor! —contesté.

¿Por qué el viento se ensaña conmigo?, ¿por qué siempre se empeña en dejar en mi puerta las hojas de otoño?, me pregunté mientras sobaba mi vientre, pensando en recoger las hojas. Mitch llegó maullando, pasando su cuerpo entre mis piernas, así que juntas entramos a la casa hasta el cuarto de lavado. Levanté el apagador para encender la luz, pero para mi mala suerte el foco dio su último destello, dejándome a obscuras, así que, armada de valor y tanteando entre los ronroneos, di con la escoba y el recogedor. Sin poder ver di el primer paso para salir de esa tenebrosa obscuridad, cuando sentí el zarpazo en mi pierna y me estremecí al escuchar el gruñido:

—¡Gata atravesada!, ¿qué hacías tras de mí? ¡Casi me matas! —grité, tocando mi pecho mientras Mitch se alejaba con la cola encrespada. Respiré profundo y me dirigí a barrer, pero cuando abrí la puerta una fina lluvia ya caía, así que mejor aproveché para cenar y limpiar la cocina al sonido del tic tac del reloj del gato Félix y, por último, acomodé los cojines de la sala, que siempre suelen desacomodarse de la nada.

Habiendo terminado mis actividades me preparé para dormir. Al acostarme exhalé y estiré mi cuerpo para liberar el estrés del día. Pinky se subió a la cama para dormir en su lugar de siempre. Tomé el libro de Edgar Allan Poe y me dispuse a leer “El corazón delator”: “Cada noche, cerca de la media noche, descorría el pestillo de su puerta y la abría muy suavemente”. Me quedé dormida… lo sé, porque una música infantil proveniente de la sala me despertó: “row, row, row, your boat, gently down the stream, Merrily, merrily, merrily, merrily, life is but a dream”… la lámpara estaba encendida, Pinky no reaccionó al ruido, quizás para él no era extraño como lo fue para mí. Me senté por breves segundos, la música seguía y mi corazón se aceleró. Moví los ojos de un lado a otro al mismo tiempo que pensaba en qué hacer. Me levanté, pero justo cuando puse los pies en el suelo la música se apagó. Fui a ver cómo estaba todo, pero no había novedad. Mitch dormía en el sillón y entonces aproveché para acomodar los cojines. Camino a la habitación encendí una que otra lámpara del pasillo que estaba apagada. Y otra vez profundamente dormí. No tuve noción del tiempo, no supe si pasaron horas o segundos después de haberme dormido, pero sé que entre el sueño escuché una voz infantil que susurró a mi oído: “¡Ahí viene el niño!” Un escalofrío recorrió mi cuerpo, dejándome chinita la piel. Otra vez mi corazón palpitó acelerado y volví abrir los ojos. Lo primero que vi fue el techo de mi habitación, me hallaba acostada boca arriba cuando nunca duermo así, todo se encontraba sumergido en la oscuridad, la lámpara estaba apagada y el silencio era incómodo. —¡No me gusta la obscuridad, odio la obscuridad, quiero luz! —pensaba, mientras sentía cómo el sudor escurría por mi cien. —¿Qué escuché? ¡Sé que alguien habló! —quise sentarme, pero mi cuerpo estaba paralizado, no podía mover mis extremidades, mi cabeza tampoco pude girar, sólo mis ojos lograban moverse. Pero esa sensación incómoda de sentirse observado fue lo que me obligó a mirar a la izquierda. Una pequeña silueta sobresalía entre la obscuridad, me observaba, permanecía quieta, en silencio. —¿Qué espera? ¿Qué hace ahí? ¿Por qué no desaparece? —yo estaba abrumada, consciente de que estaba a su merced. De pronto, volví a escuchar la voz de un niño que ahora gritó: “¡Ahí viene el niño!” Abruptamente, el niño, que había permanecido quieto, saltó a la cama, abriendo sus piernas en compás sobre mí, brincaba y brincaba con furor meciendo sus brazos para seguir tomando impulso. Quise verle el rostro, pero no pude, solamente veía cómo su cabello lacio se elevaba en cada brinco, su silueta decía que era un niño de entre tres a cinco años y que estaba disfrutando lo que hacía porque no paraba de hacerlo; mientras yo sentía que el corazón me palpitaba ya en la cabeza. Cerré los ojos, quise gritar con la esperanza de que alguien me escuchara, pero no pude hacerlo, mi quijada estaba atorada y la lengua completamente pegada al paladar. Ese niño, como duende en cuento de terror, no paraba de brincar y se carcajeaba gozándose, alimentándose de mi miedo. En un último intento volví a abrir mis ojos y miré a Pinky, sé que él sintió que algo me ocurría, porque se levantó de su lugar y se recostó pegado a mí. Como acto de magia, el niño desapareció y por fin pude recuperar el aliento. Pinky no se alejó de mí, y la luz llegó enseguida.

En la mañana, mientras hacía el desayuno, le platiqué a mi esposo con lujo de detalle lo sucedido, pero él sólo se limitó a decirme: —¡Se te subió el muerto! —Bueno, quizás Edgar Allan Poe me sugestionó con su “Corazón delator”, ¡quizás sí, quizás no! Pero mi perro es el que sabe más al respecto, aunque sé que el muy egoísta nunca me dirá nada.

Arturo trabaja en el mismo bar, ahora durante el día. Mi hijo ya es un niño de tres años y sabe pronunciar muy bien algunas palabras. Es muy inquieto, desacomoda los cojines de la sala, lanzándolos por doquier y deja regados los juguetes, pero lo amo y disfruto verlo jugar, aunque a veces me da la sensación de que no juega solo, porque en ocasiones corre como loco por la casa gritando: “¡Ahí viene el niño!”


Pablo Picasso, "La habitación azul" (1901-1904).


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Estrella Gracia González (Matamoros, Tamaulipas, 1979). Licenciada en Ciencias de la Comunicación. Asiste al Taller “Alquimia de letras” y al Ateneo Literario “José Arrese”.

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