Los ominosos estadios de Condolesa y una cama sin pulsar

Waldo Contreras López



Conocí a la última mujer de mis noches entre el gentío que pulula en este mercado ciudadano de lunes a domingo. Desde lejos se hacía notar no tanto por el palmito sino más bien por la larga carcajada que sonaba dura como pedrada en el tronco de la oreja alcanzando los cuatro puntos cardinales de este enorme emporio de barriada. Si bien, nadie puede negar que esta negra tenía las carnes tan bien puestas como para darle de sofocones hasta a un quinceañero, no era el cuerpo de terremoto que poseía sino una inclinación en el carácter que provocaba en muchos hombres querer protegerla, aunque nada de uno necesitara este portento de la depresión, además del sexo. Su carcajada no era una fanfarria de alegría. Parecía más bien el sonido discordante de las granizadas de septiembre. Uno la oía reír y se enteraba que esa cacofonía no era un canto a la alegría si no algo muy parecido a la histeria desatada o un despeñe hacia el barranco de la locura. Esta mujer no reía: lloraba como buena jarocha, a carcajada limpia. Cada asalto emocional, terminaba bañada en lágrimas y aquello que fue un sonido de derrumbes se había transformado en un suave dique desaguándose poco a poco, chorrito por chorrito, lágrima tras lágrima. Luego, se incorporaba como si nada con una sonrisa infantil y moqueando la gripa de la existencia, para alejarse a paso bailarín y contoneándose como si estuviera estrenando las nalgas. Se le veía la sarna del sufrimiento desde muy lejos. Entonces, por eso, todos queríamos estar lo más cerca de ella para recoger las migajas de lo poco que le sobraba para regalar al mundo. Quienes no la conocían tan de cerca suponían que una mujer como ella solo podía tener amantes de pasada y ya. Esto en parte era cierto; quien le recibiera la lumbre de su ser africano le sobraba. Los que tenían cierta distancia larga con ella jamás alcanzaron a enterarse como yo que Condolesa aseguraba y defendió siempre tener varios amigos a quienes juraba amar tanto como tanto se dejó coger por quien la amara o no.

Yo estoy tan cercano a ella que sé de las formas con las que esta rara mujer entregaba el corazón a sus escasas amistades que pudo contar con los dedos de sus manos. “Estos dedos cuentan los compas y mayatas que amo. Los que me sobran, me los chupo cada que alguno de ustedes dice amarme antes y después de coger” —decía, y luego se metía los dedos pulgares a la boca y los mamaba con gula inaudita. Me escogió para su compañero de cuitas quién sabe por qué; porque, como ya dije, compañeros de cama le sobraban y yo no he de tener algo extraordinario por encima de estos para soplarle la estufa, aunque siempre me he considerado astuto en las mañas de la cama.

Pues resulta que Condolesa Romedal tenía un círculo de amigos reducido a sólo ocho personas con quienes procuraba convivir a diario lloviera, tronara o relampagueara. Desde el comienzo de nuestra relación amorosa, Cony (como le nombrábamos de cariño en la central de abastos donde trabajábamos) mantuvo una atención distante hacia nuestro lío amoroso y regalaba sus mejores horas a este grupo selecto de amistades. Jamás los vi en persona y si los conocía de alguna forma era porque ella no hablaba de otra cosa que no fuera sobre los menesteres y tribulaciones de estos entes nebulosos. Jamás frente a mí mostró un cariño especial hacia nadie cuando hablaba uno por uno de ellos y repartía su corazón afroantillano de formas exactamente parejas. Esto ayudó mucho a paliar los celos que me carcomían el hemisferio cerebral donde habitan estos monstruos de miles formas.

Al principio llegué a pensar que Cony me estaba engañando; que esas personas no existían y sólo eran producto de su astucia en tejer engaños, al grado de armar tertulias amistosas falsas para lograr verme la cara de menso, puliéndome los cuernos mientras montaba el mástil de algún cíclope ignoto. Después, comprobado el hecho de que esta negra era incapaz de hacerme una trastada pues, miedo tenía de mis reacciones furibundas y sabía que yo soy capaz, al menos, de escupirle una balacera en las patas para hacerla bailar nomás en mi pista, creí que más bien se daba sus escapadas a los llongos de la colonia “Las coloradas” para ponerse a fumar como perdida gramos y gramos de metanfetamina; ¡ah! ¡La droga! La maldita metanfetamina. Un asunto escabroso que, habíamos acordado en común, ella dejaría de usar si de verdad deseaba una relación larga y duradera conmigo, con todo y que yo soy el mero jefe del narcomenudeo en la zona sureste de la ciudad, y eso es poco decir. Así nos la pasábamos; entre reclamos y largos espacios de tiempos tensos, entre los jalones del amor y sus ausencias fantasmagóricas a un mundo que desconocía.

Un día típico regresó llorosa y con aspecto mortuorio después de haber desaparecido una semana dejándome abandonado en nuestro tálamo concupiscente.

“Se murió Liduvina Jerez”, me explicó después de agarrar respiro en un lapso en el que la lloradera le dio una tregua.

Me dio la fatal noticia muy seria y secándose las lágrimas, con un tono de prisa para luego soltarme un trágico desenlace con una voz pausada y queda en contraste con el sopetón con el que inició la explicación de su larga ausencia:

Estaba muy sola, ¿sabes? Con esos seis hijos y esos amantuchos mantenidos. La pobre se destroncó los riñones trabajando desde que mal pariera al primer muchacho hasta hace siete días que se derrumbó agotada y echando espumarajos rojos por la boca. El médico de la ambulancia dijo que se le partió el corazón. Cómo no se le iba a partir, pues desde los trece años supo lo que era la pérdida cuando ese chavalito a quien nombró Rubén casi le saca la matriz enganchada en esos pies de chivo. “Es hijo del diablo”, le dijo su madre. “Es hijo de un fauno”, le dijo el cura que lo bautizó: “Eso le pasa a las niñas que andan de calientes. Se les aparece el Sátiro y se las coge sin miramientos y sin importar que estén más lampiñas que un cirio”. Cómo no se iba a morir tan joven la pobrecita si nomás le cayeron encima los sagrados cordonazos de San Francisco, quien puro animal le puso en el camino.

Poco a poco se fue deshojando la flor de su radiante juventud. Un botoncito de rosa que fue desflorado a güevos por el “Talibán”, ese vicioso de mierda... qué bueno que ya lo mataron. Ahí comenzó su muerte. Poco a poco se fue secando hasta quedar hecha un zurrón de culebra, seca. Poco a poco se le desinfló el respiro. Pobrecita mi amiga del alma. Se quedó mirando la puerta mientras echaba la vida por la boca esperando a ver si llegaba uno de sus hijos a cerrarle los ojos. Poco a poco. Poco a poquito se le fue la luz y el rojo de sus cachetes mientras saboreaba su propia sangre. Poco a poquito. Pobrecita. Hace cinco días la sepultamos. ¡Palada tras palada “Chaz Chaz! Chaz Chaz!” Sus hijos ni lloraron. Poco a poquito, su carne fue comida por la tierra caliente. “Adiós. Adiós Liduvina. Te voy a llorar toda la noche, bajito; no vaya ser que te despierte y quieras regresar a seguir sufriendo”.

Después de darme esta triste retahíla miró con un raso de lágrimas, pero aun así extendió la más brillante perla de sus sonrisas y me regaló el mejor beso que fue posible. Luego se tiró a dormir dos días hasta que la pestilencia de sus humores corporales me hicieron despertarla. Todavía tardé un día más para convencerla de que se bañara; tres noches rogándole caricias y una mañana entera de reclamos. Hasta que una tarde entró desnuda al baño mientras me duchaba y, con esa negritud costeña, me hizo el sexo de una manera presurosa, como si algo la esperara en otro mundo y tuviera que partir enseguida sin dar tiempo a que las mieles se nos secaran en la entrepierna. Me dejó como un costal vacío y con el sentimiento de que algo de lo nuestro, si es que lo había, se pudrió bajo tierra junto al cadáver de la mentada Liduvina. Unas semanas después la vi con más ánimo, aunque, de una manera poco perceptible, un poco flaca y con una momentánea y rara forma de mirar, algo así como un brillo de locura en la manera de percibir y explicar las cosas más insignificantes. La muerte de su sufrida amiga le caló hondo de alguna forma, como si esa pérdida le hubiera removido un recuerdo que le hiciera por momentos, olvidar la mujer que era en el presente.

II
Pasaron un par de meses y la alegría volvió a las carnes de mi amada a pesar de su desmejoría en el brillo de la piel. Se ponía a cantar bajito por las tardes canciones del Grupo Miramar, Mike Laure, Rigo Tovar y Los Ocho de Colombia. La observaba rodar la vista tan en paz y algo feliz mientras miraba a los niños jugar pelota o a las escondidas durante las primeras oscuras de la noche. Esperaba que se encaminara a la cama con la esperanza de sus senos y ese sexo pétreo, pero luego se ponía a ver televisión para quedarse dormida enseguida. Abandonó el hábito de amarnos por las noches y en cambio me condonaba con espasmos y trémulos mañaneros más rápidos que una cagada al filo de la hora en que te deja el camión. Luego tomaba rumbo a con alguno de los siete amigos que le quedaban y no regresaba hasta la hora en que los grillos de las paredes comienzan a cantar.

Algo de fatalidad estuvo esperando estos días. Se esforzaba de verdad por estar alegre y suspirar tranquila, pero al descuido mostraba la tribulación que desde un tiempo acá la estuvo asaltando. No tuve que esperar mucho; acababa de llegar de mi trabajo y prácticamente ella entró a casa tras de mí. Esta vez la noté exhausta. Llevaba, según su costumbre, días sin asomar la cara tras la cortina de nuestra alcoba. Venía huyendo quién sabe de qué más allá de la muerte, con el helar madrugal de los difuntos tras ella, tiritando por una calentura que nada tenía que ver con lo calamitoso del clima invernal.

Había muerto ahora un fulano según ella llamado en vida don Campagnolo; un tal viejo dependiente del más viejo taller de bicicletas de la colonia Veintiuno de marzo. Condolesa explicó, no sin tristeza, que éste murió de un golpe en la cabeza después de caer de una chopper Raleigh 64’ que dizque hubo reparado después de estar veinte años intentándolo. Tanto detalle me daba esta mujer que terminé atribulándome en serio por alguien de quien no conocía nada además del sufrimiento y ancianidad. Pues resultó que este infortunado se mató montado, o más bien caído desde lo alto de la herencia de su abuelo, el primer Campagnolo que tuvo un taller en la ciudad, en la colonia Mazatlán. No se paseó ni dos kilómetros estrenando su herencia recién restaurada cuando un camión urbano de la ruta Zapata-Centro se le atravesó derribándolo del flamante armatoste. No lo aplastó de milagro pero los treinta kilómetros por hora sobre los que viajaba tan contento fueron suficientes para dejarlo en coma cerebral dos días hasta que su hijo Miguel Ángel dio la orden al médico en jefe para que lo desconectaran del respirador artificial que lo aferraba a lo que le quedaba de la existencia: su cuerpo aún fuerte y atlético de setenta años, construido de andar toda la vida pedaleando bicicletas ajenas. Condolesa me llevó al patio y ahí estaba un poster enmarcado de Lance Armstrong, un puñado de pulseras amarillas y la trágica bicicleta, intacta y reluciente.

“Miguel Ángel me lo regaló, pues considera que yo la merezco más que cualquiera de ellos por haber acompañado al viejo en su solitaria viudez de bicicletero abandonado. Tú sabes, fui como la única hija para él pues tuvo puros machos que para lo único que sirven es coger, tragar cocaína y regar plebes en toda la zona sur de la ciudad”.

Me conformo con que no haya pedaleado mi bicicleta de cuero —le secundé con hilito sangrón de celos en el tono, así como no queriendo la cosa; para que se diera cuenta que no me gusta mucho que otro macho se asome por mi cortina, aunque sea para regalarle chingaderas con intenciones fraternales o legar herencias post mortem.

Más tarde, en la plática de sobre cama y cena con café, me reclamó por las vanas sospechas y la falta de respeto por lo difunto, echándome en cara tanta frivolidad, pues Campagnolo fue siempre incapaz de verla como mujer para otra cosa que no fuera una buena hija:

“Era un remanso de dulzura y paz el viejito. Me daba lástima todo lleno de grasa y su corazón tan a la buena de Dios. Con sus manos llenas de callos y faltas de un cuero mujeril donde limpiarlas por las noches de la ingratitud del tiempo que las hacían temblar por cualquier cosa”.

Sospechaba una trastada a pesar de que Cony me habló con pelos, señales y casi todos los días de las penurias que ese viejo padecía. Hasta la muerte me parecía algo más que una casualidad. Dos ausencias motivadas por la supuesta aparición de la parca me dejaron pensando sobre algún tipo de pendejez en mi cabeza. Me convencí en serio de que esta amistad con el bicicletero decimonónico y las otras eran reales gracias a la hermosa Raleigh de colección, las pulseras amarillas y el póster enmarcado de Lance Armstrong, ganador de ocho Giros de Francia y mundialmente repudiado por cocainómano y tramposo. Fueron los primeros objetos que daban testimonio de que sus amistades sí existían. Respiré tranquilo y algo avergonzado por malpensar así de la negra. Recé una versión muy breve del padre nuestro por el descanso del decano bicicletero italiano, le agradecí en silencio por la herencia del año del caldo y, claro está, por su bendita muerte, pues esto significaba para mí horas de amor y compañía de parte de Cony, quien me tuvo desde días atrás muy abandonado.

III
Un día, ella llegó muy contenta y me invitó a bailar cumbia a La Caverna. Estaba en plan de celebrar que su amiga Zulma había vuelto de Tijuana después de trabajar todo el año, con mucha fortuna, de prostituta en los tugurios infecciosos de la avenida Coahuila: “Se hubiera hecho rica —me dijo— de no ser porque un pocho coyotero la andaba queriendo matar por haberle robado una libra de cocaína pura que éste pretendía contrabandear en San Diego. De no ser por eso, hubiera logrado comprar un departamento en playas o ya de menos, una casita vieja en la colonia libertad”.

Se habían conocido en los arrabales de la colonia Lázaro Cárdenas, en un fumadero. Cayeron en simpatía recíproca pues ambas sufrían del mismo padecimiento emocional que les hacía actuar más inestables que el vuelo del colibrí, eran también adictas al “crico”, además de estar igual de prietas, según me hubo descrito Condolesa. Todos sabemos que esto último suele hermanar a este tipo de mujeres pues hay en ellas una índole muy añeja en sus ánimos que les hace formar pequeños clanes en contra de toda rubia que se les atraviese en el camino. Rubias es lo que abunda en esta ciudad y pues, ya sabrán del tipo de emociones que las unían. Estuve con ella pasadas las cuatro de la mañana hasta que recibí una llamada urgente de un cliente desesperado por un ocho de cocaína y tuve que retirarme. Cony se quedó en el antro bebiendo con otra del mismo clan quesque para esperar a la Cenicienta Tijuanense. Me quedé con las ganas de conocer a la exitosa Zulma y estuve pensando en ella hasta que salió el sol; alguien con ese empuje me hubiera sido de gran ayuda, pues al parecer era muy buena para el trafique además de que posiblemente podría tenderme la cama que Cony cada día abandonaba sin asomo de querer componer mi asunto carnal.

Supe de las dos hasta pasado un mes. Corrían los días de abril. Ya casi estaba olvidando el olor de su carne cuando la sentí primero antes de verla remontar la calle. Era un esqueleto rumbero en comparación con la mujer que se quedó bebiendo vodka en la caverna. Venía acompañada de Mika, la mujer con quien se quedó esperando a la mentada Zulma. Apenas si me saludaron con un asomo de vergüenza en sus ojos. Luego se echaron a dormir juntas en la cama destendida para despertar luego de transcurridas treintaiocho horas de pesadilla para mí, con cada minuto y segundos contados con el reloj biológico de la desesperación. Me pidieron con un hilo de voz algo de comer y un par de ballenas pacífico bien heladas. Al regresar las encontré recién bañadas, olorosas a Hermosillo Boulevard Citric y con una disposición sexual que me asustó. Parecían cadáveres queriendo aferrarse en algo vivo. Me dejé querer con un sentimiento vago de pérdida.

Condolesa anduvo en Tijuana. Eso me dijo. Me contó que Zulma se había suicidado la noche en que la estuvimos esperando para celebrar su éxito como puta en la loca esquina del mundo mexicano. Razones de más tuvo, según me enteró con lujo de detalles que me amargaron la existencia desde entonces.

“—Zulma ya estaba mal de un tiempo acá. La pobrecita se enganchó duro del ‘cristal’ cuando se le murió la única hija de un asma que se volvió angina de pecho. Me daba miedo cuando a veces se ponía a contarme que la niña estaba a su lado todo el tiempo, para que no se sintiera tan sola. Un día, hasta se tuvo que bajar de la camioneta de un millonetas pues vio a la pequeña por el retrovisor mientras ella le daba una mamada al viejo. Se bajó gritando despavorida: “perdón mi´ja, pero es que de algo tengo que vivir”. Otra vez, la vio en el reflejo del espejo en un sucio motel del mercadito Rafael Buelna llamado pomposamente “California”; un nidazo de cucarachas; y allí estaba Almita recostada con todo el peso fantasmal de su infancia en la cama episcopal, mirándola con ojos acusadores mientras ella se depilaba la panocha para que su machucante en turno la encontrara de su ‘cosa’ más lozana que una quinceañera. Cada día que pasaba la niña la acosaba más y no le permitía putear a gusto. La última vez que la vio fue antes de irse a tijuas cuando preparaba un foco para ponerse a fumar un ‘ciego’ de ‘crico’. Le dolió mucho que su hija la abandonara por ser como era y por eso se largó a esa frontera del demonio a ver si ya la olvidaba por medio de las riatas de los hombres y el vicio que la dejó sola como un perro. Se llenó de tanta cosa y mucha mierda hasta vaciar el corazón. No. No pudo soportar tanta tristeza y mejor decidió darse por el jalón de su mismo peso.

—Mika y yo estábamos en la pensadera del qué hacer con el cadáver, pues a Zulma no le conocimos nunca un pariente que pudiera ayudarnos con los arreglos del entierro cuando un amigo de ella nos habló desde Tijuana mientras íbamos camino a recoger el cadáver al SEMEFO. Nos explicó que estuvo llamándole sin obtener respuesta después de recibir mensajes telefónicos donde le decía que se iba a matar. Al enterarse de su muerte, nos ofreció trasladarla hasta allá para sepultarla entre amigos.

Pobrecita. ¿Por qué te mataste? ¿Cómo se te fue a ocurrir tan fácil?

—Yo jamás tendría valor y cuando me estaba preguntando cómo se podía una suicidar sin sentir feo y el cómo se habría matado mi amiga para no sentir lo peor, el médico forense, muy joven y guapo parecido al Komander, nos explicó que había muerto por asfixia tras haberse colgado por el cuello desde un árbol de pingüica, en la mera orilla del río Tamazula. La encontraron unos dizques estudiantes de sociología que andaban en la maroma de fumar mota. Ahí estaba ella flotando sobre el vapor de la mañana, con un foco bien agarrado en su mano derecha, con los ojos saltados y sacando la lengua, como burlándose del puto mundo que la parió tan desgraciada y buena madre.

—Me la puedo imaginar columpiándose mostrando las nalgas al río, como tanto le gustaba, en un vaivén más chingón que el que te puede dar el mejor amante. Pobrecita. Qué muerte tan horrible te diste, Zulma. Que feo te fuiste —le decía yo cuando los carroceros se la llevaban al anfiteatro. Al menos está reguapo el último hombre que le quitó ese putivestido comprado en los huizaches que tanto le encantaba usar.

—Como Zulma ya traía un color raro y le salía una sangüaza cafesosa de la nariz a pesar de que el muertero la dejó como raso de novia y bien arreglada para que no empezara a apestar, decidimos agarrarle la palabra al amigo fronterizo y pues nos la llevamos a darle sepultura en esa ciudad culera antes de que nuestra compa se reventara en pestilencia ante nuestros ojos, pues poco podíamos hacer con su cadáver por ser tan pobres, además de ir a tirarla a las bardas de La Primavera, ese lugar donde tiran los cadáveres de todo aquel animal o persona que nadie quiere. Le prometimos celebrar una misa en honor a sus carnes no sin antes organizarle un pachangón de cuerpo presente como a ella tanto le gustaba: con música oldie, un chingo de cerveza y perico.

La velamos y festejamos en el Chabela’s Bar ante la mera élite de las mujeres más cotizadas por gringos y sureños. Hasta el presidente municipal estuvo presente con entusiasmo y se engalanó con tres bricks de cocaína calidad premium Levi’s 501, de la que usa Donald Trump, Paulina Rubio y el Papa. Fue tanta la algarabía que todavía nos alcanzó la fuerza para alargar la despedida dos días más. Setentaidós horas fueron suficientes para que hasta las muchachas de Puebla, Tlaxcala, El Estado y hasta las mozas del aseo rozaran carne, billetes y perico redimidas de las aceras por las ínfulas de proxeneta generoso que de repente le agarraron al patrón, el mero jefe de la alegre y famosa avenida Coahuila.

Fue una bacanal sin precedentes la cual sólo me puse a mirar con la congoja amarga anudada con forma de lágrima en la garganta. Se hubiera alargado más de no ser porque al hijo del presidente se le ocurrió abrir el ataúd de Zulma para brindarle un trailero de cocaína. Andaba tan borracho y cogido que tropezó con un tertuliano caído y terminó enredado con el cajón de nuestra festejada, yéndose los dos al suelo. Mi amiga salió rodando y entre las vueltas que dió dejó un pedazo de cachete embarrado en el suelo levantando una pestilencia que nos puso a cada quien con los pies en el meritito infierno. No dimos para más. Esa misma tarde la llevamos a enterrar en el panteón que está a un lado del cerro colorado, bajo una lluvia triste y silenciosa. Hasta el sol se nos escondió ese día tapándonos con un manto gris la visión de Dios que todo lo perdona. Me despedí de ella cuando salimos del camposanto. Alcancé a ver su tumba en la parte más alta, rodeada de flores artificiales y rehiletes multicolor. Al pie de la cruz estaba su hijita, haciéndole una helada despedida, sonriente y sin llorar. Luego, todo se fue al carajo entre la bruma y oscuridad que llegaba despacito, como para no espantar las ánimas que a diario salen a convivir con los recién llegados”.

IV
Juro que estuve a punto de mandarla al carajo. No tuve el valor. No lo hice porque le creyera en absoluto la gruesa epopeya que vivió en su viaje a ese norte del infierno. No la dejé porque desde hacía tiempo se apoderó de mí una dependencia rara. Dependencia que transformaba de manera sesgada en una supuesta y pretenciosa lástima hacia ella.

Esa lástima sin supuestos motivos claros que resolvía en sentir que algo le debía al mundo desde antes de nacer. Desde que Condolesa regresó ya no pude ser el mismo aun y cuando ella se esforzaba por ser lo que ella suponía dentro lo más profundo de sus remordimientos lo que yo necesitaba. No era necesario que cambiara: la necesitaba tal y como era. Esa mujer con el ánimo tan al pairo pero sincera. Me dediqué entonces a ver con tristeza como el mundo se me despeñaba sentado bajo pálidas tardes en el patio esperando a que ella dejara su plan de atenderme para que se largara y volviera de su mundo para contarme una historia más de muerte.

Se volvió más asidua a nuestro lecho, más atenta. Engalanaba la noche con sus cuitas cómicas y salaces o con el delirio tembloroso y experto de su carne. Estuvo alegre esos días y esto no terminaba por gustarme. Dejó las visitas a sus amigos a un lado todo lo que le permitió la dependencia hacia ellos mientras la mía se transformaba en un no sé qué muy incómodo. No duró mucho, gracias al cielo. Un día la encontré furiosa contra Mika, la fogosa compañera de parrandas. Había terminado la hermandad que las unía cuando a ésta se le ocurrió mal hablar de Zulma y su hijita. “Pinche teibolera pedorra. Vergüenza debe darle andar enseñando sus tetas aguadas y bailar como foca. Y todavía me amenazó con decirte cosas inconfesables después de que le compartí la cama. Eso gano por arrimar perras mestizas a la confianza. Como sea, jamás fue mi amiga sino más bien una sana competencia. A mis amigas jamás les compartiría el hombre que me hace feliz”.

Me dio risa, pues pensé que las negras como ella no tenían ese tipo de desplantes raciales que no estuvieran dirigidos hacia las rubias.

El pleito con la mestiza fue providencial. Condolesa volvió a las andadas; justo lo que yo necesitaba para recuperar al corazón esa dependencia que se me estaba confundiendo hasta la ira con la devoción que me brindaba esta loca.

Lo que estuve esperando en pálidas tardes se empezó a tornar en una realidad mucho más triste que antes. Amaba eso y no podía vivir sin sentirlo. Nuestra cama estaba otra vez destendida al abandono. Condolesa volvió a refugiarse en los amigos que le quedaban y yo me tiré a la calle a darle duro al negocio, pues el viejón empezó a creer que yo me estaba queriendo cambiar con los contras, quienes para esas fechas nos traían asoleados a balaceras y levantones; nada que ver. La certeza de la tragicomedia ausente de mi mujer no me dejaba dormir, menos trabajar como dios manda y estuve como “puntero”, vigilando los ruidos de la puerta y acabándome la mercancía para resistir los embates de la soledad y la tribulación de saber quién chingado se tenía que morir en el barrio para que la negra regresara derrumbándose a contarme.

Llegaron las tormentas de verano mucho antes del día de San Juan. El cielo se desempedraba con gruesas gotas que hacían un ruido ensordecedor sobre la lámina de cartera. Comparaba sin conciencia las lluvias con las risotadas de Condolesa y llegué a preguntarme, entre sorprendido y enamorado de la tristeza, dónde había quedado el hombre que antes se tiraba a la pelea o se desvelaba maquinando chingadera y media para calzarse hasta las trusas de billetes. Me acordaba de todo esto y lo comparaba con el guiñapo que ahora lloraba nomás empezaba a gotear el cielo o se ponía a componer cosas de maricas en vez de arreglar el barrio nomás con pensarlo o asomar las narices a la calle. Temblaba de coraje y vergüenza, pero estos arranques de macho varón masculino eran como la espuma de las cervezas o el efecto de una cocaína más cortada que las nalgas de un emo: duraban lo menos diez segundos y lo más, quince minutos. Me la pasaba lo más cercano a casa y mis negocios se circunscribieron nomás unas diez calles en un perímetro tan poco redituable comparado con el miniimperio que sostuve meses atrás. Mis antiguos admiradores creían que el culo a los rivales había ganado, pero en realidad era que el culo del corazón me había traicionado. No iba más allá del perímetro al que confiné mis andanzas nomás porque esperaba el cuerpo que portaba mi amor mal fundado. Una noche llena de vapor y sensia que respetaba hasta los árboles en un sopor más grueso que el atole que dan en el IMSS, llegué a casa y me senté sobre la acera a esperar lo que fuera, con el periódico más barato de la ciudad en la nota roja, buscando a ver si alguien se había muerto en los barrios cercanos y eso hacía volver a mi adorado tormento, cuando sentí su presencia pesada jalándome desde nuestro cuarto como un tentáculo viscoso y caliente. El corazón me volvió a llenar el pecho después de meses sin saber de ella.

V
Era un desastre de persona. Había perdido mucho cabello y se le habían caído algunos dientes. Apestaba tanto a animal muerto que por un momento pensé que se había traído el cadáver de alguno de sus apreciables amigos para enterrarlo en el patio.

“Tengo tanto que contarte” —me dijo con una tranquilidad que me atemperó los ánimos. Llegué incluso a creer, después de comprobar con manoseadas por todo su palmito que en efecto, de muerta nada tenía, que era la imagen de una resurrección invocada por sus habilidades de bruja jarocha, pues hasta tierra traía pegada detrás de las orejas y en la cavidad del ombligo además de la asquerosa pestilencia que traía metida más adentro del pellejo. Me extendió un papel y me mandó a la farmacia por unas rivotril en gotas y una Coca-Cola para “hacerlas tronar más rápido”. Más tarde me pudo contar todas las tribulaciones que padeció: La muerte de uno de sus amigos de la infancia a bordo de una motoracer en una competencia feroz contra un narco junior por un premio de treinta mil pesos que estaba pagando la ruta Tepuche-Cosalá, la cual bordea las faldas de la sierra entre cañadas, barrancos, vados y pueblitos azotados por la fiebre de los laboratorios de “cristal”. Según me dijo con tristeza, lo encontraron bañado en sangre y revolcado en lodo, con la mitad del esqueleto quebrado y un ojo de fuera, cantando la canción “Cruzando cerros y arroyos”; narró, no sin llorar, la última epifanía de una vieja que padeció hasta morir de dolor un cáncer terminal; la señora dejó tres hijas huérfanas y en edad de merecer hundidas en una viudez adolescente y el alcoholismo. También lamentó la triste pérdida del viejo pepenador que fue chamuscado por un rayo en la última tormenta eléctrica que azotó la ciudad y dejó sin luz toda la zona norte durante treintaisiete horas contadas con el termómetro de los calorones a cincuentaicuatro grados. Unos habitantes del vertedero municipal lo encontraron, dijo con afán de detalle como si yo nada le creyera, todavía humeando y oliendo a licuadora quemada y con su fiel compañero “Fierabras” recostado a su lado como una costra, el cual también falleció y se fue seguro al cielo de los perros. Por último, se derrumbó al describirme el asesinato de su prima hermana en un asalto a quien entre su madre y el cura Coronel criaron con mucho miedo a dormir desnuda y la luz de su cuarto apagada.

Ya no volvió a levantarse jamás para algo que no fuera la contemplación. Lo agarró un miedo cerval a la muerte al grado de ni asomar las narices siquiera para ver como meses antes a los niños jugando a la pelota o a las escondidas. No temía a que la calaca le jalara las patas. Le daba pavor que fuera ella, con su sangre de bruja necromante, quien fijara la ruleta macabra y decidiera con apuesta al trece negro el destino del infortunado que tenía que irse al otro patio.

Al principio de la caída no hablaba de otra cosa que de brujería, maldiciones, la santa muerte, Jesus Malverde, San Judas Tadeo y toda la santería que se dedica a oficios oscuros, pompas fúnebres o asuntos que hasta dios se declara incapaz de comprender.

Luego, su platicar se volvía por momentos una maraña de situaciones alucinantes. Le palidecían los labios en un trémulo de boca de pescado fuera del agua mientras describía con miedo el tráfago de sus muertos que no la dejaban de acosar ni dormida:

“Anoche vino mi tío Alberto a visitarme. Fiel a su conducta entre cómica y salaz, me despertó subiéndose encima de mi cuerpo, tapándome la boca para que le escuchara mejor los cuentos que me espantaban de niña”. “Es un íncubo —me contó una noche de favores el padre Coronel—, eso le pasa a las mujeres de panza caliente como tú”. La verdad, mi tío Alberto no me parece tan mala persona a pesar de sus espantos. Bien hago en decir que me conforta. Después vino mi tía y mi madre, regañándome toda la santa noche por ser tan imaginativa y miedosa; por inventar historias de que mi santo tío Beto era capaz de quitarle el aliento hasta a los chivos del diablo. Mi´ja viene también a llorar. Pobrecita; con su zumbadera en el pecho y esas ojeras que le pintaron las fiebres de la bronquitis, ese mal del frío que le caló los huesos hasta llevársela al seno de Diosito. También llora mucho porque dice que tío Beto no la deja en paz con esa broma de subirse arriba de la gente. Mi prima no me da descanso y todos los días pasa por la calle silbándome para que salga a hacerme cargo de una niña quien pide a grito pelado que por favor le haga su vaporización para poder respirar. Campagnolo me hace señas desde la ventana apurándome en que le ayude a secarse la sangre de la descalabrada y limpiar su tumba que ya está invadida por vainas de guachapor y no lo dejan pasar a su ataúd sin llenarse de alhuates los pantalones. A Liduvina, pobrecita y que dios la haya acogido en su santo seno, me la he encontrado en el baño; iluminada su figura bajo una luz azulosa y escupiendo gargajos de sangre mientras le pregunta a su corazón partido dónde estarán sus hijos que no van a visitar la piedra bajo la cual la sepultaron. Ingratos que no se acuerdan ni uno con otro de prenderle siquiera una veladora o de menos, un carrujo de mariguana última cosecha del triángulo dorado. Esa Liduvina. Tan buena para el mitote y ahora, pura lamentación. ¿Para eso se muere uno? ¿Para luego venir a estar chingándole a los vivos? Esa Liduvina. Se va con las primeras luces del amanecer encargándome mucho a su prole, como si yo no tuviera tanta cosa que hacer o un hombre que coger. Ay de mí, Jorge del Alma. Ay de mí. Entre todos me van a matar de la forma en que murieron: Asfixiada por tanto peso que cargar o apagada la luz de la razón por un golpe en la mollera o la descarga de un calambre eléctrico. Ay de mí. Ojalá suceda pronto si tiene que ser. Ojalá sea como sea y prontamente porque ya no aguanto tanta carga que pensar”.

Fue la última charla más o menos hilada que le escuché. Todos sus amigos habían muerto y se quejaba de no tener rumbo en las tardes. Ya nada quedó de aquella afroantillana balanza del erotismo y el deseo de morir. Ah, Condolesa. ¿Qué fue de tu cuerpo potable, de tu aroma a Hermosillo Boulevard Citric revuelto con mar? ¿Qué hiciste con la lozanía prieta de tu piel? ¿Por qué apestaste tus besos? ¿Por qué arrancaste la mordida de tu boca que me hizo en pocas noches agradecer a Dios tener a tu animal cerca? ¿A dónde te llevaste el gusto de esa almeja que me envolvía la carne arrastrándose en tu marea?

Ay, Condolesa. Ay de mí. Ya ni siquiera me queda tu tristeza para engordarme la sangre con la pensadera. Ay. Ya no sales a la calle, pues para qué ha de ser. Ya ni el consuelo de la muerte que se llevó a tus ocho amigos que contabas con los dedos. Ay, bruja maldita. Negra cambuja. Ojalá pudiera amistarte con cien más para luego ofrecerlos juntos a la muerte y tener así motivos de vivir. Ay, Condolesa Romedal. Ay de nosotros. Ay de mí, diosito; mira el maricón que me volví. ¡Mira! ¡Mira! La mujer que perdí por rumbos en donde difícil es llegar.

VI
“La última noche que pasé contigo, quisiera olvidarla, pero no he podido”. Mike Laure.

Ahora pasaba las madrugadas preguntándome sin obtener respuesta por qué la cosa del amar suele serme así. Cambié de vida para dedicarle las mejores noches de mi existencia a la piltrafa que me adjudiqué como amado tormento o espina en el culo. Condolesa era ahora un costal de huesos forrado de un pergamino del color de la tierra muerta; lo único que tenía de vivo eran las viajes en el tiempo entre fantasmas y palabras que le salían a veces como cascada, a veces como motitas de polvo flotando en el ambiente de nuestro cuarto caído en la miseria. Trabajaba yo entonces desde las seis de la mañana hasta muy entrada la tarde. Ganando apenas para comer y mantenerla viva dentro de la ruina que era. Por las noches vigilaba sus sueños y desvaríos hasta donde me alcanzaban las fuerzas. Esto tenía que terminar algún día, pero uno de los dos tenía que caer. Sucedió al fin, aunque aún no sé quién de los dos se derrumbó primero. Antes de que se fuera a otro mundo, Condolesa volvió a ser un largo instante que ardió como se quema una llanta. Un alto, lento y espeso fuego escupiendo humo hasta el cielo. Volvió a ser aquella mujer que me enamorara un día de agosto. Volvió a brillarle el mirar y perfumársele el suspiro; a mojársele el instinto y coloreársele el beso. Volvió a incendiársele la estufa y a prendérsele el aura de pitonisa y nigromante. Sentada sobre aquella cama olvidada, con un haz de luz figurándole la mitad del rostro, me esperaba como se espera a alguien detrás de un vidrio; con una mirada que traspasaba todos mis más allá. Me habló después de tantos meses. Arrastró su voz para decirme con los puños arropándole los pechos: “Acaban de matar al primer y único hombre de mi corazón”. Luego, se abalanzó arrancándose la ropa para regalarme por primera vez en mi vida eso que muchos llaman amor. Aquello que muchos han asegurado es como tocar el cielo. Eso que llaman el segundo nacimiento o la muerte chiquita. La mujer que jamás voy a olvidar. Ella lo hizo. Ay Condolesa. “Si me hubieran dicho que era aquel nuestro último beso todavía estaría besándote”. Estuvimos platicando por horas y encontrándonos como jamás nos hubimos encontrado antes con nadie. Antes de dormir le pregunté que si como había muerto aquel hombre de su vida a lo que ella me contestó con una extraña sonrisa: “De un balazo en el pecho. Ahorita ha de estar tragándose la tierra mientras seguro piensa en mí. Ese hombre. A los hombres los deben matar, si es que alguien los quiere matar, de un tiro en la cabeza para que no se la pasen pensando en su amada en el más allá. Los balazos en el pecho nomás los medio matan y acá se quedan penando con el corazón partido y la mollera entre lo vivo, lo muerto y lo quedado en los relojes pasados”. Eso me dijo y luego se montó de nuevo sobre mí para revolcarme con su carne como un costal de papas.

Me levanté al rayar el sol. Antes de salir de casa la miré. Se veía tan segura de su estar, dormida realmente por primera vez desde que la conocí, que me pareció la mujer más indefensa del mundo. Me despedí de ella y algo se cayó de encima. Ese peso que me hizo sentir un nudo en el alma desde que ella volviera de Tijuana. Nunca antes me hube despedido de nadie y menos de ella que desaparecía durante días sin darme oportunidad de pensar por qué chingado se había largado. Una ligereza en el ánimo me hizo besarle la frente. Al salir al patio, miré la Raleigh 64’ y sin dudarlo un instante me monté en ésta y salí a pagar las cuotas del día. Camino al trabajo recordé que la vieja bicicleta era un vehículo de la muerte relacionado de forma alguna con el estado de postración de Condolesa. Sentí un miedo que me paralizó unos instantes, pero de inmediato me recuperé de la fantasía desechando todas las creencias oscuras de la mujer que ahora parecía tan indefensa acostada sobre nuestra cama destendida y muerta para siempre al latido de todo aquello que hace creer en el amor.

Regresaba de trabajar. El sol caía en el horizonte bajo pintando todo de color rojo. Estaba a dos calles de mi casa; silbaba mi canción favorita contento de tener un rumbo cuando de una entrecalle me interceptó un automóvil Honda Civic color blanco y dentro de éste descendieron cuatro tipos armados. Uno de ellos me gritó entre dientes: “Hasta aquí llegaste, ratero hijo de la chingada” y luego disparó en tres ocasiones sobre mi pecho y a quemarropa. Antes de caer en el desmayo todavía alcancé a escucharle me decía: “No es nada personal, mi coquí, pero ya sabes que el que gacho la caga, gacho la paga. A los jefes no le gustan los rateros y tú ya la chingaste”. Pero si yo no he robado jamás —alcancé a decirles mientras el paladar se me llenaba de un sabor a sangre y pólvora—. Se llevaron la bicicleta y arrancaron dejándome en medio de la agonía y la polvareda. A lo lejos escuché los gritos de Condolesa. Entre la polvareda, el olor a balas quemadas y lo rojizo de la tarde la vi venía corriendo a todo lo que le daban las piernas; la noche estaba por caer.

VII
Es difícil sostener una vela
en la fría lluvia de noviembre.
Hemos pasado por esto mucho, mucho tiempo.
Solo trato de matar el dolor, sí;
Porque el amor siempre viene y el amor siempre va... porque nadie está totalmente seguro de quién se va a ir hoy.

Lluvia De Noviembre. Axl Rose.

El psiquiatra me explicó que Condolesa tiene remedio, aunque necesita estar un largo tiempo interna dentro estas cuatro paredes; que necesita de mucho profesionalismo y que ella le eche ganas al vivir, cosa que está muy lejos de querer. Dice que esa locura viene de muy lejos, desde que era muy niña. Dice que mucha gente le hizo daño y le mató la inocencia. Que muchas personas abusaron de ella y le encogieron el corazón y el cerebro al grado de que tuvo que buscar refugio en la locura.

También me explicó que los daños en la cabeza pueden ser peor si ella vuelve a darle duro a las drogas. Me regaña cada que la visito pues considera que queriéndola yo tanto le haya permitido que llegara tan lejos con su padecimiento. El doctor Alejo no me cree que yo haya vivido durante casi dos años con ella sin notar que no estaba bien de sus facultades mentales o que se estaba metiendo mierda con todas las ganas de morir. Le puse de pretexto esos amigos que no abandonaba jamás pero el médico me dio en la cara al decirme que ninguno de ellos existió jamás y que Condolesa los había creado inconscientemente para tratar de resolver sus traumas de la infancia.

Me abruma ahora el tanto pensar en ese mundo a la medida que tuvo que crear para luego destruir a sus habitantes uno a uno hasta quedarse sola como un huevo de gaviota en el desierto. No quiero pensar quiénes fueron aquellos que mató de formas tan trágicas. Me conformo con saber que cada lágrima que derramó por ellos, fueron un enorme tazón de bálsamo que le fue limpiando el corazón hasta dejarla como una recién nacida a quien hasta las nalgas tienen que limpiarle. Fueron lágrimas de perdón a esos fantasmas y a sí misma.

Un domingo primero de noviembre fui a visitarla al hospital con algo de emoción en el alma. Hasta le compré un enorme ramo de flores de cempasúchil, claveles y crisantemos junto con un medallón conmemorativo de la virgen de Guadalupe colgado de un rosario bendecido por los oficios y sacramentos del padre Coronel. El doctor Alejo me recibió con una seriedad dolorosa. Condolesa había muerto al entrar la madrugada, temblando como una hoja y recitando los nombres de todos sus amigos. A mí jamás me mencionó como alguien entre vivos ni entre muertos. Cuando el doctor Alejo le dijo de mi nombre, hizo un gesto contradictorio, como si de repente me hubiera recordado y borrado de su existencia a la vez. Solo dijo: “Al único hombre que amé lo mataron de un balazo en el corazón. Ahora debe estar tragándose la tierra y pensando en mí”.

Me entregaron su cadáver al caer la noche. Lo velé solitario y cerrada la casa para que no entraran ni las moscas. Los ramos de flores los deshojé y extendí sobre su cuerpo; el rosario con el medallón lo enrollé entre sus manos, compré cuatro velas y estuve pensando lo difícil que fue y lo peor que será sostener la flama de la vida si no está ella presente, mientras miraba el cadáver hermoso que es ahora; pensando en lo irónico de la situación pues debería ser ella quien en estas horas debería estar hablando sobre mí a mí mismo y no yo, hablándole a la nada sobre ella. La sepulté la tarde siguiente en el panteón 21 de marzo. Al llegar a casa, una lluvia finísima me acompañó hasta después que las ánimas comenzaran a penar, aprovechando que los grillos callan cuando el cielo llora. Juro que cuando dormía, aquella Condolesa del lejano agosto, llegó a calidarme la cama.

VIII
El verano inhaló profundamente y contuvo la respiración demasiado tiempo;
El invierno se veía igual, como si nunca te hubieras ido.
Y a través de una ventana abierta donde no ha colgado una cortina... como a través de la niebla
Te he visto... te he visto... como si regresaras a mí.

Comin' Back To Me. Marti Balin.

“Pues ahora las noches se han vuelto un noviembre eternizado en el que espero para siempre a Condolesa, doctor”.

Eso le dije a mi amigo. Porque ahora el doctor es mi amigo; eso afirma poniendo la mano en mi hombro cada que comienzo a contarle mis penas. Mi padrino me dijo semanas atrás que cuando uno se vuelve amigo del loquero es porque uno ya está más loco que un chango.

Como sea, me reconforta la plática seria y cordial de Alejo. Me he quedado en el hospital varias noches hablando con él sobre muertos y sueños perdidos hasta ver la salida del sol.

No tengo más con quién platicar. Él es el único que cree, con un ánimo profesional y amigable que a veces me da desconfianza, que Condolesa se transfigura con las sombras oscuras y alargadas de la tarde; él sabe que a veces las personas que amamos se aparecen detrás de las ventanas o hasta llegan a sentarse al filo de las camas y que puede ser hasta normal que platiquen con uno algunas cosas de gente viva. Me escucha y me escucha mientras escribe y escribe y sirve el café y a veces hasta me da una pastilla dulzona que sirve para no tener pesadillas pues eso sí que es muy malo. Mi amigo Alejo asegura que cuando uno sueña gente muerta es porque nuestro rumbo del alma ya se quiere ir al más allá o que el más acá ha perdido el interés. Yo no quiero morir. Nadie ha regresado de la muerte a contar cómo está el asunto ese de ser un difunto chocarrero; más allá quién sabe qué habrá. No sé si muerto volveré a ver a Condolesa. Así, vivo aunque triste, al menos la veo entre las oscuras de la noche, a través de las ventanas; al menos siento sus nalgas ocupar un espacio de la cama; al menos viene a revolcarme en los sueños; al menos me puedo imaginar, como si cuando viva le hubiera importado algo de mí que no fuera el oírle sobre su lotería de amigos, que algo se le quedó en alguna parte de mi corazón y por eso viene de tarde en tarde a revisar la piedra que dejó sembrada. Al menos sé que dentro de la destornillada de cerebro algo debió sentir por mí, pues nadie corre por el medio de la calle y con las chichis de fuera para ver de qué forma mataron al autor de sus días y carnes.

Por estas fantasías y más, mi amigo Alejo me viene invitando a que me quede un tiempo al menos; al menos hasta que Condolesa se termine de largar a un lugar al que él llama duelo final.

Trato de pensar en otras cosas pero esta mujer negra, rozagante como nunca, no deja de acosarme tratando de cuadrar, creo, el arqueo de su situación actual e infame con todo lo que me quedó debiendo cuando aún podía desarticular mis ganas de coger con las sabidurías expertas de putona babilónica.

Trato, por ejemplo, de pensar que aún puedo recuperar el mini imperio de drogas que sostuve hace unos meses.

Que aún hay por allí alguna mujer que pueda soportarme de mala gana aunque sea.

Trato inútilmente de creer que este corazón merece mejor suerte y no esta broma macabra que me tiene aquí esperando a que la muerte llegue o se vaya no sin antes estar seguro de volver a ver o vivir a Condolesa como antes y no como la veo en este preciso momento a través de la bruma de este invierno imposible que parece helarme más la calavera bajo el cuero; soy ahora un bolso de puro hueso roído por la soledad.

Ay, negra maldita. Ahora me doy cuenta lo libre que me hacías de alguna forma.

Pasan y pasan los meses y Condolesa aún pervive y, de hecho, ahora existe de forma ominosa como un recuerdo vergonzoso que se niega a morir nomás para tenerme preso de esta forma. Un fantasma es un recuerdo pesado que muchos se niegan a descargar. Eso dice mi amigo Alejo. Es doloroso pensar en ella. Pienso y pienso, pero ya no encuentro su rostro; ya no encuentro el olor; ni siquiera las granizadas de septiembre me la pueden revelar; ni siquiera este calor del horno me hace remembranza al vapor de su vagina.

Alejo me pregunta a diario que si qué es lo que quiero. Me pregunta mientras sonrió mirando la cama donde murió el cuerpo que cargó mi amor sin muchas ganas. Me pregunta y le contestó:

Solo quiero salir de aquí.

Y lo que me responde:

—Algún día, Jorge.

Algún día, ya que dejes de recordar.

Y yo recuerdo y recuerdo viendo la cama donde murió y luego pienso y pienso en la cama de mi casa. Esa cama destendida y sin pulsar de forma alguna. Allá me espera la muerte, pero aún no. Aún no.


"Muchachas de color". Guillermo Wiedemann. 1945.
Óleo sobre tela. Colección del Museo de Antioquia. 



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Waldo Contreras López (Culiacán, Sinaloa). Licenciado en psicología. Actualmente vive en Guadalajara, Jalisco. Ha publicado en revistas de plataforma electrónica de distintas partes del país: Piraña, DElatripa, El Guardatextos, InComunidadePoética Azahar, La Gata Roja y Semanario Zeta. Actualmente participa en el taller Laboratorio de Historias Breves con el Maestro Victor Manuel Pazarín.

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