Cuatro muertes de Sergio Pérez Torres


IV
Salimos de la alberca preparados para la guerra. Nadie en mi grupo tenía suficiente edad para que la música entorpeciera al juego. Nos arrojábamos agua como si fueran horas interminables de nuestra vida. Distinguimos siluetas con unos ojos todavía sin estrenar, ávidos de ver lo que sería el mundo, pero sin la curiosidad que se gana cuando ya es muy tarde para saber algo. Entonces no había electricidad en esa parte del pueblo. La chica bonita del salón consiguió que nos prestaran esa quinta para una fiesta porque su padre conocía bien al velador. Éramos monstruos capaces de reír más fuerte de lo que permitían nuestras voces. No tuvimos miedo de perdernos en ese lugar abierto, un futuro sin calles empedradas, ni habitantes que guardaran las leyes de la civilización. No había luna posible esa noche, pero las estrellas ocurrían gloriosas sin que nosotros nos detuviéramos a reparar en ellas. Nuestra atención estaba más abajo, cazamos luciérnagas para que por un momento su muerte se embarrara sobre nuestra ropa empapada, tan sólo para que resplandeciera un instante con ese brillo prestado. En aquel tiempo no sabíamos que las estrellas que alcanzan a verse por la noche ya han muerto, que la luz también podía morir, que nos apagaríamos igual que las luciérnagas o las estrellas con sus años luz a la que espera una eternidad de sombra.


VII
La pared de su casa estaba cubierta de flores secas y mariposas muertas pegadas con cinta adhesiva. Mi tía Selene sufrió episodios de esquizofrenia desde su primer embarazo, pero a mí me gustaba pensar que lo de ese papel tapiz de naturaleza muerta se debía a que realmente era bello y lo hubiera hecho sin la necesidad de medicamentos para no perderse descalza por días y pedir dinero a los que se encontraba por la calle porque debía hacer una fiesta muy importante.

Pudo haber muerto atropellada o por golpes de los desconocidos, pero dicen que murió de tristeza después de que su hija mayor, mi prima Marisela, falleció de lupus después de dar a luz a una bebé muerta. Marisela fue la primera hermana sustituta que tuve, vivió un año con nosotros cuando mi tía empeoró y la golpeaba todo el tiempo; de ahí seguiría mi prima Mirna, vino a la ciudad a estudiar Medicina; por último, mi prima Alessandra, su madre volvió a casarse y repartió a sus hijas para hacerse la soltera. Las hermanas sustitutas no duraban ni el año.

En el funeral de mi tía hubo muchos invitados de sus posadas, cumpleaños, candelarias y de las fiestas que inventaba cuando estaba peor de los nervios. Me inspiraba miedo, pero me gustaba su sentido festivo, supongo que es porque lo asimilé de algún modo. No éramos cercanos, a pesar de que vivía a diez minutos en auto de mi casa. Yo tenía muchas ganas de estar en mi cuarto cuando mis padres me llevaron a su entierro. El cabello rojo de los hijos y tías del cadáver contrastaban con su ropa negra, pero lo que más se encajaba en mis ojos era el rostro fijo de un chico apenas mayor que yo, no me acerqué al féretro porque estaba lejos de él, mi pulso era tan fuerte como el impulso de esas flores que nacen donde un animal se pudrió.

Luego de asegurarnos que las estructuras del parentesco no eran un tabú, porque ya era suficiente el coquetear durante el entierro, quedamos en vernos en casa de la tía, donde habría una comida para los familiares y amigos más cercanos. En nuestra primera despedida quitó una de las flores secas que rodeaban la puerta de la entrada y la puso entre mis manos.


VIII
Mi madre me contó que ella me escuchaba llorar mientras estaba en su vientre, que la madre de mi padre nunca quiso decirle lo que ella había escuchado sobre el significado de eso, pero la oyó por error contar que casi siempre era que el bebé nacería ciego, con algún síndrome o probablemente muerto. Mi maestro de Embriología dijo que no existe el llanto prenatal y que ponerle a Mozart a un feto es tan ridículo como colocarse un broche de metal sobre el vientre cuando hay luna llena. Lo cierto es que nací antes de lo que marca el ciclo. Los becerros concebidos el mismo día que yo tardarían todavía un mes más en nacer.

Tal vez en algún lugar de Texas nacería uno el 4 de julio y no sería sacrificado en el matadero, lo llamarían Liberty y cada año lo llevarían al parque para que durante los fuegos artificiales él paseara vestido como el Tío Sam, su dueño contaría la anécdota de su nacimiento una y otra vez, más ebrio cada hora.

Nací púrpura como si todo mi cuerpo fuera un moretón, el cordón umbilical me estrangulaba, una boa constrictor en mi jardín del Edén. El doctor era un ángel blanco y violento que me expulsaba del paraíso. El cliché del golpe para provocarme berrear. Ya no estaba a salvo, tibio, en paz. ¿Y si hubo llanto antes del nacimiento y era para no llegar a esta luz? Soy puesto en una incubadora y luego en una cuna con astros de plástico que rondan una canción de brillitos. Comienzo a mamar las mentiras dulces en las voces de mis padres, la Vía Láctea es toda para mí. Estoy listo.


XXII
Leo gente muerta. Cada libro nuevo es una promesa de una voz aferrada con alfileres a la pared del silencio. El tiempo pasa, pero pesa sobre los que entienden que un libro es una especie de ouija que repite su mensaje invariablemente, aunque el significado sí sea variable.

Todos los autores serán, cuando llegue su momento, contemporáneos en la muerte.

Escuchar a los muertos es una labor de paciencia, de amor incondicional. Los interrogamos y responden en su monólogo sereno porque, aunque puedan anticiparse a nuestras preguntas y resolverlas, no pueden contestarnos.

A veces no nos basta, encontramos palabras que han fallecido hace mucho tiempo, desenvolvemos sus vendas para apreciar mejor el esqueleto negro de sus letras, las leemos como si fueran a resucitar infundiéndoles nuestro aliento. Incluso aprendemos lenguas muertas para compensar nuestro miedo, el mismo que nos encoge los labios hasta el punto de no poder besarnos en la oscuridad, ahí encendemos una lámpara para leer a solas. Tengo una luz para esconderme debajo de la cobija a leer a horas prohibidas. Estoy listo.


Textos incluidos en Los arcoíris negros,
Editorial De otro tipo, México, 2020.





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Sergio Pérez Torres (Monterrey, Nuevo León, 1986). Es autor de los poemarios Caja de Pandero, Mythosis, Los nombres del insomnio, Barcos anclados al viento, Cáncer, Cortejo fúnebre, Party Animals, El museo de las máscaras, La heráldica del hambre y Postales en braille / Postcards in Braille. Ha sido galardonado en el IV Certamen Literario “Ana María Navales” (España) y las menciones honoríficas en el Concorso Internazionale di Poesia e Teatro Castello di Duino XIII Edizione (Italia) y en el Primer Premio Internacional de Poesía New York Poetry Press (E.U.A). En México, su obra ha sido premiada con el Concurso de Literatura Joven 2004, Certamen de Literatura Joven Universitaria 2009, Juegos Florales del Carnaval de La Paz 2016, XXVI Premio Nacional de Poesía “Ydalio Huerta Escalante” 2016, XXIV Premio Nacional de Poesía Sonora 2016 “Bartolomé Delgado de León”, Premio Nacional de Poesía Carmen Alardín 2017, Concurso Palabras Migrantes y Convocatoria Coediciones Tierra Adentro. Su primer libro de narrativa, Los arcoíris negros (Editorial De Otro Tipo, 2020), fue ganador de la 4ta Convocatoria “Se busca escritor” y de la Convocatoria de Coediciones 2020.

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