¿Quién es?
Salvador Alba
¡Tan - tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas…
José Gorostiza, Muerte sin fin
Cuando tenía veinte años había en mí una afición malsana: invocar al demonio. Lo hacía para divertirme y divertir a mis amigos. En esa época salíamos a pasear en coche las noches de los fines de semana; la conversación, la música y la bebida nos llevaban, como regla, a disfrutar de las frías madrugadas frente al cementerio municipal. La euforia juvenil de ese tiempo, nuestro inquebrantable orgullo y el desprecio por lo vulgar son tesoros que ya nunca podremos alcanzar. Llegado el momento preciso, después de alguna plática trivial y hecho el silencio, exultante, profería las palabras: “¡Manifiéstate, Satán! ¡Si tienes valor ven a mí!”. En seguida venían las reconvenciones y las quejas de mis amigos, sobre todo de las chicas que un poco temerosas proponían nos retiráramos del lugar. Había un amigo muy querido al que le indignaba la ligereza con la que me tomaba esos temas. Para él mis palabras eran heréticas y, formulando breve su teología, me explicaba por qué no debería descreer de Satán y mucho menos de Dios, pues mis invocaciones implicaban necesariamente lo segundo. Yo, con al afán de contradecirlo y desesperarlo, me obstinaba en persuadir a la cofradía de que ni el bien ni el mal existen, que sólo gobierna al mundo y a nosotros la salvaje naturaleza. Pasado el exabrupto, seguíamos conversando de cosas mundanas, riéndonos, siempre riéndonos.
En aquellos tiempos la muerte no estaba en nuestro horizonte. Felizmente nos manteníamos ignorantes de las sepulturas, la podredumbre y los gusanos. Tampoco reparamos en esa realidad los primeros años en los que nuestro municipio se vio invadido por los sangrientos cárteles de la droga; ni siquiera cuando comenzaron a ser cotidianos los desmembrados y decapitados. Seguíamos siendo indemnes y en mí persistía esa pulsión por lo desconocido que me compelía a las invocaciones que, se crea o no, en una ocasión hallaron su recompensa. Fue un día de septiembre en el que dos amigas y yo decidimos hacer picnic en la ex hacienda de San Diego, a unos cuantos kilómetros del pueblo. De ella contaba mi abuelo que en las postrimerías de la Revolución fue reducto de la implacable masonería. Ahora era una macabra ruina que conservaba fortines agujereados y almenas despostilladas, y a cuyo alrededor abundaban los sembradíos de maíz. La generosidad de Cintéotl nos procuró ese día un festín de elotes asados. En esa época, repito, todo era júbilo y risa. Después de los chistes y la comida, caminamos hacia el poniente siguiendo una línea de viejos eucaliptos. Conversábamos de música y sexo. El crepúsculo ascendía y gravitaba sobre nosotros un rumor de cigarras. Consideré que era el momento oportuno para la impetración: “¡Satán, ven a mí! ¡Ja, ja, ja!”. Después un breve silencio lleno de ansiedad insectil y, a continuación, nuestras risas cortando la atmósfera como navaja.
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Hace unos días circuló un video donde degüellan al Cochinito, joven conocido y estimado por todos en el municipio. Su apodo era herencia familiar. Vivían abuelos, papás, tíos, sobrinos, primos y hermanos en una casa con dos cuartos atiborrados de ropa sucia, apiñándose entre el dormitorio que servía de cocina y la cocina que servía de dormitorio: ambos cuartos también estaban llenos de basura y trebejos, como los muladares. Les decían Los Cochinos. Creció el Cochinito en medio de un hedor a sudor y orina. Desde muy chico trabajó con ahínco como ayudante de albañil, aunque un tiempo, me confesó, se dedicaba a robar el cobre que se había quedado incrustado en paredes y pisos del edificio abandonado de la Jean, antigua fábrica de textil que durante muchos años dio trabajo a los hombres y mujeres del pueblo y que finalmente había quebrado. Un tiempo trabajó con mi padre y fue por esa razón que lo conocí y traté con él. Era de cara redonda, mentón afilado y nariz aguileña; en sus ojos se notaba un ligero estrabismo y sus orejas eran chicas y puntiagudas. Robusto y de estatura media, tenía los cabellos rubios y encrespados. Era digno e inteligente y lo demostraba tratando a cualquiera con una naturalidad que a veces rayaba en la complacencia y el desdén. En su funeral sólo estuvieron tres personas: su abuelo, su abuela y su tío Gabriel.
La última vez que lo vi, afuera de un expendio de licores del pueblo, ufano, me comentó que ahora trabajaba para el cartel y que cualquier cosa que necesitara no dudara en pedirla; apenas iba a contestarle cuando abruptamente tomó su teléfono y dijo: “Sí, mija. Dile a Chago que nos aparte un cuarto porque hoy en la noche te voy a ver. Sí, ya tengo tu lana, no te preocupes, chiquilla. Te voy a dar una santa cogida”. Su nuevo trabajo le abrió las puertas de la voluptuosidad: no sólo la lujuria y el placer de las mujeres, también la violenta ansiedad del cristal y el paroxismo brutal al que accedía cada que derramaba cálida sangre. Se decía que además de su trabajo de halcón igualmente se procuraba dinero de asesinar por encargo. Supuestamente su actividad lo había llevado en una ocasión hasta Ciudad Juárez, a donde uno de los jefes de plaza lo envió a darle en su puta madre a una lacra traicionera, como él mismo lo alardeó. Ahora que lo volvía a ver ya no tenía el pelo sucio y encrespado: su cabello estaba rapado en los costados y corto en la parte superior del cráneo; además ostentaba un copete enhiesto y brillante, embadurnado de gel. En su frente y nuca llevaba puestos dos pares de lentes oscuros, que lo coronaban como a un cristo resucitado. Olía fuertemente a loción y mariguana. Nos despedimos porque de nuevo, abruptamente, tomó el teléfono y dijo: “Sí, jefe, no se preocupe, voy para allá. No vamos a dejar que esos hijos de la chingada se metan en nuestro territorio”. Se despidió de manera cortés, llevándose en la bolsa de su pantalón la cerveza que le había ofrecido, disparado hacia la muerte a bordo de su motocicleta robada. A los dos días ya circulaba el video de su última expiación.
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Una vez que hube proferido la invocación vino la risa. La de mis amigas estoy seguro era nerviosa; la mía era de escepticismo, de satisfacción y, ahora lo comprendo, de encono. Paramos la caminata debajo de un eucalipto al que torpemente intentamos, sin éxito, subir. Las recuerdo a ellas, a sus sonrisas, a sus cabellos, a sus palabras y a sus cuerpos como en un sueño. Después regresamos al auto en que nos habíamos trasladado a ese lugar, para seguir conversando y escuchando música. Estábamos a cien metros de la ruina, en un claro desde el que se oteaba hacia todas las direcciones. Justo a la hora en que el sol se oculta en el horizonte, pero su decadente luz sigue alumbrando, nos golpeó a nosotros y al auto una lluvia de tierra y guijarros. De todas y de ninguna parte vino la agresión. Envalentonado, les dije a mis confusas amigas: “No se preocupen, es alguien que escuchó lo que dije y que nos quiere asustar”. Después una increpación al vacío: “¿Quién eres? ¡Si tienes valor manifiéstate!”. Enseguida la parálisis; después el terror y el llanto; luego la temblorosa presteza por subir al coche, encenderlo e irnos a toda velocidad de aquel maldito lugar.
Pasaron tres años, cinco meses y seis días para que me volviera a encontrar con mis dos amigas. Aquel suceso había quedado soterrado, como si nunca hubiera acontecido. Las saludé con cariño y me invitaron a tomar una cerveza. Platicamos de nuestras vidas brevemente, un poco distraídos. Inevitablemente les pregunté: “¿Se acuerdan de hace tres años, en San Diego?”, “Sí”, contestaron. “¿Fue real?”, volví a preguntar. “Espantosamente real”, contestó una de ellas. ¡Tan tan! ¿Quién es? Es el Diablo.
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Quien me envío el video del degollamiento del Cochinito fue un amigo radicado en Houston, Texas. Ese día rutilante de agosto estaba en casa, padeciendo la resaca de la noche anterior. Me dolían los huesos y el dolor de cabeza era infernal. En ese estado deplorable siempre me asaltan pensamientos lúbricos: remembranzas de mi pasado sexual o satisfactorias proyecciones del deseo. Ese día no era la excepción. Un mensaje privado llegó a través de la red social: era el ya famoso video con las siguientes palabras como epígrafe: “¿Cómo ves, amigo?”. Dudé unos minutos en reproducirlo. Sentía lástima por el final que tuvo el Cochinito y prefería conservar incólume su recuerdo. Sin embargo, lo que ese día inclinó la balanza fue lo mórbido de mi condición. Abrí el mensaje. El Cochinito estaba frente a la cámara, con las manos atadas a la espalda, enfundando en una camisa sucia y desgarrada. Una voz en off preguntó: “A ver, culero, ¿para quién trabajas?”, “Para el cartel del golfo, jefe”, contestó. “Y qué tipo de apoyo tienen, ¿quién les cubre la espalda?”, “Tenemos apoyo de policía estatal y municipal, hacen trabajo de halconeo”. El Cochinito se mantenía en una pieza. La voz en off finalmente dijo: “Esto es lo que le va a pasar a todos los hijos de la chingada que trabajen para el golfo. ¡Arre, córtenle el cuello!”. Un embozado apareció en el cuadro y cogió de los cabellos al Cochinito, expuso su cuello al machete y comenzó a cortar. No terminé de ver el video. La profusión de sangre era tal que me salpicó la cara. Me levanté de la cama, me bañé con agua fría y me fui, azorado, a trabajar. ¡Tan tan! ¿Quién es? Es el Diablo.
©James Osani, propietario de CoastalTownArts. Pueden comprar esta obra a través de: https://www.etsy.com/mx/listing/513128025/impresion-del-collage-tematico-de-la |
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Salvador Alba (Luis Moya, Zacatecas, 1986). Es abogado litigante y escritor.
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