El arrullo del abismo

Josa Gaytán García


Entregado a llenar su pozo anímico con las complacencias temporales que diluyen vidas en el bajo mundo, con una botella de alcohol para heridas y los restos de un porro mal forjado, el joven llegó a sentarse en la banca de un parque, a la hora en que sólo está despierto quien es miserable, y se decía a sí mismo:

Hace días me duele el cuerpo, los músculos, los huesos, las cicatrices, los recuerdos, los sueños inconclusos y frustrados, el viejo amor, los días, el alma desteñida por el paso ácido de las horas. Mi rostro está deslavándose, la piel se cae a pedazos como un derrumbe de hojas. Pareciera que un mar de arena me creció por dentro, me pesa todo. Las manos perdieron la sensibilidad, ahora tomo el fuego con las yemas de los dedos y prendo el porro, quemo cartas y enciendo velas aromáticas, las quemaduras en la piel de las manos nacen muertas, indoloras. Pero el resto de mí es un tejido de carne doliendo, huesos con astillas. Y más dentro, en lo más profundo de mi insignificancia, ese espacio parece un vaso de vidrio medio roto y que nunca se llena; el vidrio rajado corta el interior de mis menudencias y padezco el dolor de todos los seres vivos junto.

Me recuesto en el viejo colchón, me sepulto dentro de las cobijas, cierro los ojos, finjo el escape oportuno. Bajo los cobertores me siento en un vientre que me protege de mí mismo y mis agresivos deseos de enterrarme vivo, para dejar de andar ahí fuera como un muerto. Me cubro e imagino estar bajo un techo, dentro de una casa tibia, fundido en un abrazo con lo que fui años atrás: mi versión aún colorida y sin la visión distorsionada —pero acertada— respecto a este monte de basura y desperdicios. El vientre de pronto se convierte en la boca enorme de un perro anciano, su pelaje es negro como el verdadero rostro de los días. Entonces arrojo las cobijas por los suelos y huyo. Y si no, me duermo hasta hartarme.

Me cansa la cama, camino alrededor de la habitación, después a lo ancho y largo de la casa, como un fantasma, como un eco de hace años que está prisionero en los intestinos de una tumba carnívora de dos plantas. Estos muros fríos son lo más cercano al escondite íntimo que he dibujado en mi cabeza, mas ningún sitio, por más solo y protegido que esté, es seguro. Aquí se filtran las serenatas viejas de la calle y usan mi hombro como almohada. Mi familia y mis amigos están aquí dentro de la pieza, empolvando sus pastas y hojas en un librero a punto de romperse por completo, desordenado a tal grado de parecerse a mis ideas.

El mañana se quedó sentado en el jardín, se rehúsa a pasar por la puerta a dar noticias buenas. Empiezo a creer que es cuestión de tiempo para verlo colgado en un árbol, imitando a alguna manzana pecadora. Lunes, martes, miércoles… todos los días y sus nombres están sucediendo allá afuera, pero son fugitivos dentro de mi atmósfera, promesas desteñidas.

Salgo a ver el paisaje multicolor, todo alrededor es laberinto con pasillos decorados de espinas y cuadros sin fondo colgados en los muros; todo alrededor es barro y palabras hirientes; todo lo visible es un engaño, prisión, precipicio, un reloj de arena congelada. Mientras vago, presto atención a mis adentros, ignoro a los humanos porque me entristece verles ahí, paseando, creyendo ser libres dentro de un reloj gigante que los tiene por el cuello. Me concentro en los árboles, viejos gigantes que platican entre sí usando el cuerpo del aire. Todo es un campo marchito. Después volteo hacia arriba, hurgo en la profunda entraña del cielo, quisiera poder ahogarme en ese gigantesco cofre de secretos, de misterios imposibles. Regreso a casa y rompo en llanto, lágrimas sin voz que burlan a mis pestañas y saltan todas al vacío, nacen y mueren ahogadas en su propio cuerpo. Muchos días he dormido sin sueño, he soñado sin dormir. Sueño que huyo, con un salto desde el borde del fin del mundo, caigo en un pozo negro lleno de botones sin pétalos que se queman por mil siglos; veo un mar en silencio, inmóvil, donde nado junto a mi sombra, desnudo, sin piel, ni carne ni fibras, solamente mi esencia del color de una luz brillante que no tiene nombre y nunca ha sido vista.

Sueño y veo jardines donde habitan todas las quimeras que no caben dentro de la imaginación mortal. Observo todo y soy tan libre como la eternidad del universo y todos los universos que hubo, hay y habrá, los retengo en mis manos y me los bebo, los vomito y se vuelven sombras que lloran. Abro puertas y converso con enigmas nunca pensados, me dicen hermano, hermano libre. Cierro puertas, soy un albergue de perros sin ojos, de perros y ladridos ahogados. Me alojo en la última esperanza del hombre, añoro el día de mi nacimiento, cuando no sabía sentir y estar consciente de ello, apenas un pedazo de sangre coagulada, indiferente ante la inmensidad dolorosa que habitaría un día. Me precipito al piso sólido en el intento de hacer un hueco secreto, ya no quiero ser descubierto ni por las gotas del sol, ni por la penumbra compañera.

Ya no busco direcciones, es lo mismo ir lejos, no importa cuán lejos, sigo siendo el mismo sin importancia, lejano. Me desnudo, me envuelvo en el clima del rincón aquel, presto atención a los ecos de mis años remotos, me doy cuenta de que soy uno de ellos, con menos fuerza, más herido. Abro los ojos, una cama, tantos libros, ventanas, paredes, sonidos, el mundo. Lloro, lloro, lloro. Soy sólo un niño asustado.

Dio un sorbo a su bebida, vomitó algo del desayuno de horas tempranas junto a rastros de sangre, se paró de la banca y siguió su camino hasta que las flores del parque lo perdieron de vista.


Josa Gaytán García, Naufragio en la vorágine del hastío,
México, Texere, 2023, 164p.

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Josa Gaytán García (Zacatecas, 1996). Autor del libro de cuento Naufragio en la vorágine del hastío, así como de los álbumes de rap Sepulcro de horas muertas y Poemas para enterrar a mi perro.

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