El día que me vengué

Pilar Pino


Tener al peor buller en casa me hizo inmune a los insultos y me endureció el cuero. Durante mi infancia mi hermano mayor me molestó y me puso apodos crueles, que iban desde Keika la ballena asesina, Pituca Petacas, Zoila Cerda, entre otros. Incluso, hubo ocasiones en que llegaba a la casa con una torta en la mano a medio comer porque le habían dicho en la escuela “come torta con tu hermana la gordota”. Mi sobrepeso era su inspiración para múltiples apodos e insultos.

Lo cierto es que era gorda y no una muy agraciada. Pálida como papel, con unas sombras moradas debajo de los ojos, venas visibles por todo el cuerpo, cabello cobrizo grifo y enmarañado. Solía usar ropa de hombre porque, al igual que en muchas familias, heredaba la que mis dos hermanos mayores dejaban en buen estado. Creo que nunca tuve una chamarra rosa (la verdad, es que ese color nunca me gustó). Mi imagen era muy lejana a los estándares occidentales de belleza ideal.

En cambio, mi hermano era hermoso. Heredero de la genética privilegiada de mi madre. Tenía el cabello rizado y rubio, como el de mis barbies, ojos verdes, mejillas sonrosadas, la nariz respingada de la familia de mi mamá y el metabolismo privilegiado de nuestra abuela paterna, que le permite comer sin engordar. Era tan hermoso que las vecinas le apodaban el muñeco, apodo que con los años evolucionó a Neco. En contraste con su belleza era su capacidad para la travesura. Capacidad que rayaba en maldad.

Cuando iba al catecismo escuchaba las descripciones de Lucifer, imaginaba que debía de lucir igual a mi hermano. Blanco, rubio, ojos de color, un conjunto hermoso y a la vez malvado. Además, era objeto de admiración de las niñas de la colonia, quienes le enviaban cartas y regalos. Había ocasiones en que me pedían entregárselas. Sobra decir que inspeccionaba los regalos para ver si valía la pena quedarse con algo; eso sí, entregaba las cartas sin abrir ni leer. Podía comerme los dulces y quedarme con los regalos, pero jamás meterme en la intimidad de las declaraciones de amor. Supongo que me hacía sentir que no faltaba por completo a mi palabra. Incluso, mas adelante, cuando cursaba la secundaria, haría negocio vendiendo sus fotografías a mis compañeras de clase. Era la forma de financiar mis discos.

Durante las vacaciones teníamos la costumbre de desvelarnos viendo las películas de terror que pasaban por las noches en el canal cinco o escuchando en mi radio el programa “La mano peluda”, en el que la gente llamaba para contar historias de fantasmas y cosas sobrenaturales. Neco esperaba a que me quedara dormida para estirarme los pies en la noche, aventar piedritas a mi ventana o aullar imitando a los nahuales. Todo con el fin de asustarme, en lo que solía ser bastante exitoso.

Neco me lleva seis años, superándome en fuerza y experiencia. Pese a ello, solía encontrar la manera de vengarme. Por ejemplo, haciendo uso de mis dotes histriónicos, fingía que me había pegado, buscaba un lugar para llorar frente a mi papá, con una actuación que cualquier actriz de Hollywood envidiaría. Ese pequeño acto tenía el efecto de encender la ira de mi padre, quien regañaba y castigaba al pequeño Lucifer. Le suspendía el usufructo del Nintendo, dejaba de darle dinero y le negaba permisos.

En una ocasión, utilizando engaños y tretas, mi hermano sopló chile piquín a mis ojos. Recuerdo verlo sentado, haciendo una covacha con las manos, observando muy entretenido. Al acercarme a preguntar qué veía, me preguntó: “¿quieres ver polvo de hadas?” Exaltada y con un brinco le respondí “¡sí!”. Abrió las manos y sopló directo a mis ojos chile piquín. No podía ver, sentía que fuego en lugar de ojos, sólo lloraba, pero pude escuchar a mi papá enojarse como nunca —ni antes ni después se puso así—, tanto que mi hermano salió huyendo de la casa.

Lo persiguió con el cinto en la mano. Aunque no podía ver bien, con una sonrisa observaba desde la ventana cómo mi hermano huía de mi papá en la calle, quien estaba rojo de coraje, con el cinto en la mano corría tras él. De pronto el cinto se transformó en una bandera de la justicia. Esa fue la primera y única vez que mi papá le daría un castigo físico a uno de sus hijxs.

Pese a todo, mi hermano siempre me defendía y trataba de protegerme a su manera. Cuando estaba en primero de primaria había un niño que se la pasaba molestándome y hostigándome. Después de varios consejos para poder defenderme, ya que él se podía meter en problemas por ser de secundaria, me regaló un llavero con una navaja como la de los sacapuntas. Me dijo: “con esta navaja a la otra que te moleste se la vas a acercar al cuello y le dirás que le vas a cortar la yugular si te vuelve a molestar”.

No tardó mucho en volver a molestarme, así que durante un recreo hice lo que me aconsejo el Neco. Recuerdo la cara asustada del niño, y cómo con el brazo bien estirado impedía que me le acercara, jamás me volvió a molestar y todos en la primaria me tuvieron miedo a partir de ese día. Sobra decir que me costó un citatorio a mis padres a la dirección y varias consultas con un viejo psiquiatra amigo de mi tío, cuyo consultorio olía a orines.

Puedo decir que mi vida era feliz, pese a sortear las crueldades y travesuras del Neco, pero cuando mi papá se tuvo que ir a trabajar fuera quedé en la total indefensión, pues ya no estaría quien vengara todas sus fechorías. El pequeño Lucifer, el consentido de mi mamá, por ser quien más se le parece, el querubín de la familia; por ello, tenía toda la ventaja sin mi padre en casa. A partir de ahí las cosas serían difíciles de soportar.

Un día, cansada de sus ataques y de que no quisiera prestarme el Nintendo, decidí vengarme. Durante días estuve buscando ideas, en la televisión, en mis cuentos, con mis amigos de la escuela. Pero fue el día que se metió una araña enorme a la casa cuando observé que en lugar de matarla con un pisotón salió corriendo con gritos despavoridos. No puedo acusarlo de cobardía porque la aracnofobia parece ser algo familiar, aún hoy las arañas me provocan miedo y repulsión.

Entendí que las arañas serías mis mejores aliadas para poder vengarme, le conté a mi mejor amiga Tania, que vivía frente a nuestra casa. Comenzamos a planear el ataque durante unas tres semanas, decidimos que no podríamos usar arañas reales porque ninguna era tan valiente para recolectar decenas. Entonces optamos por hacerlas, intentamos con papel y otros materiales, pero con nuestros ingresos de niñas no podrías comprar el material suficiente. Así que se nos ocurrió usar cáscaras de plátano secas. Juntamos por días las cáscaras de plátano que se consumían en ambos hogares.

Las dejamos secar en mi azotea, hasta llenar la tina del trapeador. El día que estuvo listo el plan Tania tuvo la brillante idea de ponerle pegamento en los zapatos y en el piso para que no pudiera alcanzarme y ponerme una paliza por la travesura. Pero, al no tener suficiente dinero para comprar un bote de litro de Resistol 5000, optamos por fabricar engrudo. Como bono extra, dos días antes en “La mano peluda”, un programa trató sobre el ataque de miles de arañas sobrenaturales que alcancé a grabar con la grabadora de mi papá, donde guardaba sus ideas en unos mini casets.

Con los cambios que no le regresé a mi mamá de los mandados a la tiendita compramos un kilo de harina y yo me robé otra bolsa a la mitad de la cocina. Esperamos que la mamá de Tania saliera a trabajar, encargándonos cuidar a su pequeña hermana. Esa tarde las tres nos transformamos en brujas, riendo a carcajadas echábamos conjuros a la olla del brebaje. Conjuros para que se resbalara y en lugar de perseguirme se rompiera un hueso o se quedara pegado al piso. Invocamos cánticos para tener éxito en nuestra venganza.

Era habitual que hiciéramos pijamadas los fines de semana, por lo que a nadie extrañó que ese viernes pidiera permiso de dormir en casa de mis vecinas. A las ocho de la noche salí con el pijama puesto y mi perro de peluche —sin el que no podía dormir—, dejando cerrado mi cuarto con llave. Nos encontrábamos eufóricas por lo que estábamos a punto de hacer. Nos la pasamos riendo e imaginando miles de escenarios de lo que podría pasar. Incluso la mamá de mis amigas nos hizo callar varias veces. Por nuestra sangre corría mucha adrenalina y confianza en poder vengarnos del Neco, verlo como era: un ángel caído.

Estuvimos despiertas esperando que diera la media noche para cruzar la calle en busca de nuestra misión. Abrí la puerta con cuidado para hacer el menor ruido posible, cuidé que no rechinara y mis pasos no se escucharan. Tania me esperó en la cochera, mientras que yo entraba en la recamara de mis hermanos con la tina de arañas falsas, la olla de engrudo y la grabadora. Abrí la puerta de la recámara con todo el sigilo que pude, sus ronquidos me indicaban que dormía; entonces, arropada por la oscuridad, vertí en silencio el engrudo en sus pantuflas, en el piso y en los tenis nuevos que sus padrinos le habían traído de Estados Unidos. Puse la grabación del programa y esperé a que se despertara para aventar sobre su cama las arañas falsas.

Sobresaltado y gritando como doncella de película de terror de los ochenta, prendió la luz, después de un rato se dio cuenta de la broma. La ira en sus ojos fue la señal para salir corriendo de ahí. Presto para descargar su furia, se levantó de la cama, no me quedé a ver si el engrudo tuvo el efecto deseado (después me enteraría que se resbaló, cayendo de bruces sobre el ropero), sólo alcancé a escuchar algunas maldiciones mientras corría directo a la casa de Tania, quien me esperaba en el portal riendo a carcajadas.

Al día siguiente mi mamá me esperaba enojada, qué digo, enojadísima por la broma y por haber ensuciado el piso. Sin mencionar que le había arruinado unos tenis caros a mi hermano. No recuerdo si se pudieron lavar o no, pero todos los hechizos que pusimos en el engrudo sirvieron para que jugara mejor básquetbol. Nadie sabe para quién trabaja.

Mis días fueron más llevaderos a partir de entonces, las travesuras fueron cada vez con menor regularidad. Aun así, yo no dejaba de sentirme triste por la ausencia de mi papá. Sentía que el orden el universo había cambiado, pese que el cambio es lo único constante, me costó mucho acostumbrarme a su ausencia. Con mi papá siempre me sentí segura, sin importar que afuera se viviera una guerra. Pese a su ausencia, que me dolía en el alma, me obligó a ser valiente y enfrentarme a todas las dificultadas sola.

Ángeles Santos (1911-2013), "Anita y las muñecas".
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Pilar Pino (Zacatecas, 1984). Madre, economista, feminista, activista a favor de los derechos de las infancias y personas con autismo; además, columnista de La Cueva del Lobo y coordinadora editorial de la revista digital Tlali Nantli.

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