La última cena
Adán Echeverría
Caminamos
por la avenida donde la luz mercurial y los espejos de la música espantan el
sueño. Cada dos esquinas el mordisqueo sobre el cuello y labios. Llegué pasadas
las doce a Playa del Carmen. No sabía de la nueva terminal de autobuses, así
que tuve que caminar unas veinte cuadras para llegar al embarcadero y poder
cruzar a Cozumel. Habían transcurrido unos tres años desde mi viaje anterior.
Terminaba mi tesis de maestría sobre genética de pecaríes, y el último criadero
seleccionado de estos tayasuidos, de los que debía obtener muestras sanguíneas,
se encontraba en esa Isla. Lo había visitado sólo una vez, cuando viví allá una
temporada, al acabar mi matrimonio.
Pocas cosas me
asustan, pero deambular de noche en este pueblo me hace estar alerta. Tal vez
mi precaución se deba a su cosmopolitismo. Tantos gabachos, y sudamericanos que
vienen huyendo de la caída económica de su país. Los bares y las licorerías
permanecen abiertos las veinticuatro horas, con el consentimiento del cuerpo de
policía local. Hay que andarse con cuidado.
La labor iba a ser sencilla, planeaba cruzar en el último
ferry que, según yo, zarparía a la 1:30 de la mañana, alquilar una habitación
sencilla en la Cabaña
del Amanecer, en la 10 norte, y esperar que aclarase para ir a casa de los
Coldwell, y muestrear a los animales de su criadero; ahí me esperaría Humberto,
un veterinario que me ayudaría a sujetar los pecaríes para que pueda inyectar
el sedante. Por más que me apuré, al llegar al embarcadero el ferry de las doce
había partido, y el próximo saldría hasta las seis de la mañana. Estaba
encabronado, por lo que decidí tomarme una chela en algún bar. Dejé las maletas
en un casillero que renté en el a-d-o y vagué por la quinta avenida hasta
encontrar un sitio que llamara mi atención.
—Eso de andar copiando en todo a los gringos, “la quinta
avenida”, ¡qué originales! Y aquí me tienes en El Cielo, le había comentado a
Lilia cuando la conocí.
El lugar estaba repleto pero logré colarme hasta la barra y
pedí una cerveza. El hombre a mi derecha dijo: llegas tarde, terminó la barra
libre. Volteé a mirarlo y con desgano indiqué que no importaba.
—Ves esa pelirroja, lleva rato ligando. Buenísima, ¡si no
tuviera ya una piel! Le acabo de mandar una copa. Quédate, si viene decimos que
tú la invitaste.
Al salir de El Cielo, nos separamos de Ernesto, quien me
había ofrecido su departamento para pasar la noche, y fuimos por mis cosas a la
estación de camiones.
Lo que me dijo Ernesto en la barra no me inquietó lo más
mínimo. No podía dudar. En un antro, a merced de desconocidos, hay que fajarse
los huevos y que todo te valga madre. La mujer era todo un íncubo. A pesar de
la penumbra, los ojos almendrados destacaban bajo los párpados ensombrecidos en
gris y plata. Traía el pelo muy corto y desarreglado con esmero, su vestido
color crema, cuyo escote terminaba justo en el inicio de unas nalgas robustas,
le apretaba los muslos; la tela, sedosa, pegada al cuerpo, dejaba entrever el
hilo dental que presumía. Ante la luz del bar creí que su piel era muy blanca,
sólo después, cuando comencé a besarla me di cuenta que era trigueñita.
He intentado dejar de entusiasmarme por los tatuajes. Mi ex
esposa presumía una ranita en el omóplato izquierdo, cuyo recuerdo me es
aborrecible ahora por la falsedad que llegó a representarme. Se han hecho una
moda cualquiera, hasta es interesante ver una piel sin marcas. Lo que me
sorprendió era que la pelirroja tenía dibujada la cola de un alacrán alrededor
de todo el cuello, cuyo cuerpo y tenazas le bajaban por el pecho; a simple
vista, parecía lucir un collar de perlas negras. Definitivamente hermosa, y
para mi fortuna, con los senos diminutos y respingados. Indiqué a Ernesto que
aceptaba. Y ella vino hacia nosotros.
Una vez en el criadero de Cozumel, durante los muestreos,
Humberto capturó los animales con una red de aro y pisándoles el cuello, los
mantuvo inmovilizados para que yo aplicara el sedante, y pudiera sacar las
muestras de sangre. Para experimentar he llegado a probar algunas dosis del
sedante en mí, y pude descubrir que, bien aplicadas, se puede tener un viaje
interesante, que con un poquito más se puede adormecer los músculos, y los
sentidos siguen alerta.
Primero la pantomima y luego las presentaciones: era
Ernesto; la “piel” que lo acompañaba se llamaba Diedry, una negra enorme, que
me hizo pensar que él debía ser buen amante para servirse a semejante hembra.
Lilia, indicó mi pareja cuando nos dirigimos a bailar.
El día de trabajo en el criadero de Cozumel pudo hacerse
largo, pero la capacidad de Humberto para someter a los animales resultó
decisiva. Fue en esas faenas cuando pude ver sobre su pecho el brillo malta de
un enorme escarabajo grabado en la piel aleteando sobre mis recuerdos y
doliendo en mis neuronas.
Ernesto ofreció seguir la fiesta en su departamento frente
a la playa, en la zona norte del poblado. La terminal de camiones queda en la
misma dirección, pero en paralelo, a unas siete u ocho cuadras, y como tenía
que ir por mis cosas, me escribió la dirección en una servilleta y se adelantó
con Diedry.
Cuando llegamos al departamento me percaté que Lilia sí me
había sacado sangre de los labios y de la oreja con sus mordidas, y esperaba
desquitarme. Ernesto y Diedry nos dejaron en la sala. De mi maleta, sin que
Lilia se diera cuenta, saqué un frasquito de ketamina y una jeringa, de las que
uso para anestesiar a los pecaríes.
Me escabullí al baño a curarme la oreja y aproveché para
preparar la dosis y esconder en la manga de mi camisa la jeringa. Regresé y
comencé a besarla recostados sobre el sofá. Cuando Lilia me arrancó la camisa
del pecho, puse la droga detrás de una almohada, recosté su cabeza y continué
besándola. Fue al momento que sus uñas se enterraron en mi espalda, cuando la
penetraba hasta el fondo, que le mordí el cuello, tomé la jeringa y la inserté
en una de sus enormes nalgas. Continúe lamiendo y enterrando suavemente los
dientes, mientras su cuerpo se iba durmiendo entre mis brazos.
Le introduje el miembro en la boca y me daba risa su rostro
descompuesto y el extravío en los ojos por el viaje que daba inicio. Se que no
se dio cuenta cuando le arranqué los pezones. Y mientras mis dedos hurgaban su
entrepierna, a dentelladas fui arrancando y saboreando cada trozo de carne de
su vientre sudado; como pedacitos de coco iba degustando esas piezas que luego
tragaba. Uno tiene que haberse acostumbrado al agridulce sabor de la carne
cruda para disfrutarlo. Lo que me sigue emocionando fue su expresión cuando
pudo darse cuenta que algo pasaba, se percató de mi boca y dientes ensangrentados;
sin lograr inclinarse a ver qué era exactamente. Fue mucho mejor cuando sus
ojos se abrieron al máximo y pudo elevar el grito al verse herida.
Luego de divertirme un rato, fui sobre su cuello para
apagar sus latidos, ¡qué instante tan hermoso!; la sangre corría con lentitud
sobre las tenazas del alacrán. Es tranquilizador dejar que los miedos escapen
de uno y vayan a guardarse al cuerpo de la presa. Es la mejor manera de
sentirse libre.
Al medio día regresé a Playa del Carmen, en el ferry México
III, desde la Isla
de Cozumel. Me despedí afectuosamente de Humberto. Me sentí agradecido por su
ayuda para deshacernos de todo el material que utilizamos, donde, sin que se
diera cuenta, ya se lo contaré cuando lo vuelva a ver, puse las jeringas
utilizadas en aquellos compañeros de El Cielo. Es extraño, pero estoy seguro
que Humberto quiso flirtear conmigo. Quedamos en ir a cenar alguna vez.
Quizá pude seguírmela cogiendo, pero los gemidos de Diedry
y los resoplidos de búfalo que emitía Ernesto desde la habitación, me
desconcentraron. Eso, sumado a la terquedad de la pelirroja por gritar, sus
tenues arañazos, y ese pequeño impulso por levantar la cadera y darme
profundidad, mientras se le escapaba la vida, me hicieron terminar pronto, y
una mujer no me interesa después de eyacular.
Preparé otras dos dosis y me arrastré hasta la cama. Eran
hermosos cogiendo. Debía asegurarme de salir ileso de este incidente. Estaba
satisfecho, así que solamente me comí sus ojos y sus lenguas, cerré el
departamento y los dejé gimiendo a su suerte. Aún conservo la llave.
Camino por la quinta avenida y muchos locales aún se
encuentran cerrados. Miro la quietud del pueblo. Tratándose de un crimen de esa
naturaleza, es obvio que la gente tenga miedo. Comienzan a notarse los policías
y militares por las esquinas. Resulta irrisorio. Voy bajo el gigantesco sol
hacia la terminal de autobuses, en mi nevera llevo las muestras de sangre de
los pecaríes que vine a buscar. Humberto también se ha quedado en la memoria.
Todo el viaje a Mérida pensé en ese tatuaje de escarabajo rojo que le cubría
parte del pecho, cuyos élitros parecían agitarse, cada vez que movía los
brazos. Lo contemplé largamente durante las capturas. Fijé en la memoria la
forma en que se adhería la piel sobre los omóplatos cuando atrapaba a los
animales con la red.
Espero afuera del laboratorio la amplificación del a-d-n de
los pecaríes. Mientras consumo un cigarrillo voy de la piel de Lilia hacia el
pecho de Humberto. Pienso en esos pequeños senos, de pezones respingados, el olor
de sus brazos y el amargo sabor de su sangre, también en el grosor de la
espalda y el movimiento de cintura de Humberto. Conservo la marca de los
dientes de Lilia en mi oreja, hay que saber llevarse. Humberto llegó en la
mañana, me habló por teléfono desde el hotel. Esta noche cenaremos juntos.
Sin derechos. |
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