Cantar a solas en el infierno. Fragmento

Eduardo S. Rocha



En la oscuridad Orfeo escucha a Virgilio.

—¿Sigues sin poder dormir?
—No, ahora duermo a deshoras
—¿Cuándo deberías estar despierta?

Virgilio se oye distante, le acompaña la voz de una mujer.

—Duermo siempre que me entretengo en algo mecánico.
—¿Te paralizas y caes dormida?
—Sueño de pie, camino a ciegas y de pronto despierto.
—¿Qué miras mientras sueñas?
—La sombra de mi vida despierta.
—¿Persiste la pesadilla?
—Porque la vida no acaba.
—Duerme pero sin aferrarte al delirio. No hay mal que dure la vida entera.
—Sólo la vida misma.
—Cuando se vive un día a la vez, uno lo olvida.

Orfeo dormita en la sala de Virgilio, tras las paredes oye que está en terapia, a medias es parte de la charla. En estado duermevela los sonidos de pronto cobran una materialidad fantasmal: como voces que dan contra su cara y al mismo tiempo está tras las paredes, golpes y pasos le circundan mientras permanece recostado. Escucha fragmentos de una conversación que va hilado intermitente entre ensoñaciones.

—Dime qué sueñas.
—Ya te lo dije.
—Intenta describirlo más.
—Es lo mismo que veo despierta, pero ahí está ella, donde no hay nadie.
 —¿La ve?
—No, la siento.
—¿Su cuerpo? ¿Su voz?
—No. Es la ausencia. El silencio. No parece que se haya ido. Abro la puerta y aún espero encontrarla.
—Siempre es difícil perder a alguien.
—No entiendo cómo todo cambió tan pronto.

Orfeo no duerme bien, se ha sentido cansado desde que volvió a ver a Ana, le es extraño estar en la casa de su hermano, la inmensidad de un hogar vacío, pensado para albergar a una esposa y a un hijo; vuelto ahora un consultorio pleno de nada, siempre abierto con el paso de un aire frío y de ecos. Echa en falta tener un espacio propio, le es extraño ser tal como es cuando sabe que Virgilio está cerca.
Tras las paredes, aún escucha las voces.

—¿No me has dicho cómo la perdiste?
—No creo poder.
—Las palabras curan.
—¿Y si me quiebro?
—Sólo te queda aprender a romperte.

Orfeo recuerda a Eurídice en su hogar, también a la exesposa de Virgilio; imagina las habitaciones yermas, y escucha a la mujer detrás de las paredes y las tres personas se agolpan y condensan en una sola. En una historia difusa, sólo sabe que la mujer llora, que Eurídice llora y la ex esposa llora por su hijo no nacido.

—¿Cómo pasó todo?

Virgilio pregunta por los hechos. El silencio es prolongado, Orfeo percibe cómo la otra voz de la mujer musita antes de permitirse decir algo, balbuceos se interrumpen con su respiración y suspira resignada por no poder evadirse más. Orfeo se pierde en la penumbra silenciosa, en el sueño intranquilo donde una mujer, oculta tras los muros, le confiesa sus males.

—Gateo hasta la escalera y se cayó.
—¿Y qué hizo?
—La cargué porque no dejaba de llorar y no movía los pies
—Y entonces supo que estaba mal.
—Lloraba mucho, yo no sabía que moverla sólo le haría más daño. Pero no había modo de que dejara de llorar. Era de noche y estábamos solas en casa. La cargué con cuidado y se aferró a mi regazó, sentí como se orinó encima. No sabía a quién llamar. Su padre estaba lejos. Me dijo que estaba en camino, así que llamé a una ambulancia. No sé cuánto tardaron pero apenas soporté la espera. No debí moverla, pero no sabía qué tan mal estaba y tampoco quería dejarla en el piso.
—¿Qué pasó después?
—Estuvo en observación tres días.
—¿Le dijeron se pondría bien?
—Me dijeron que harían lo posible. Creo que entonces empecé a hacerme a la idea.
—¿Cuándo murió?
—Al tercer día, le dio un paro respiratorio… Sufrió mucho.

Orfeo escucha los hechos, los revive como una experiencia propia, tras el velo oscuro de su sueño, una mujer le habla al oído entre sollozos, sus palabras fluyen tortuosas como un eco de sus lágrimas y el flujo nasal.

—Lo siento tanto –repuso Virgilio.
—No he visto a mi esposo desde entonces.

Una nueva pausa se prolongó como una sordera vertiginosa, Orfeo dormía devorado en un sosegado abismo. Sudor frío le corre sobre la frente, descansa intranquilo y se siente caer dentro de sí mismo, en un vacío al interior de su cuerpo, que le consume en silencio. Entre el silencio emerge una frecuencia, casi imperceptible: piensa en estática, luego en una lluvia que percute sobre los techos, en una frecuencia de dos tiempos, caídas, seguidas de silencio.
La mujer tras las paredes ya no está. Orfeo abre los ojos, aún en medio de su sueño lúcido y, tras la ventana, el sol brilla, pero en algún lado, cree escuchar la lluvia que cae. En la cocina una tetera hierve, el vapor sale agolpado. El agua borbotea en una frecuencia de dos tiempos, y se precipita el vapor en un nebulosidad que llena el espacio. Orfeo está en la cocina, por una taza de té.
Mira por la ventana, ve salir a la mujer de la consulta, quiere verla a la cara pero se pierde en la muchedumbre y se desvanece.

—No he visto a mi esposa desde entonces —dice Virgilio.
—No soy terapeuta.
—No importa, eres mi hermano.
—No sé qué decirte.
—No hace falta, yo hablo.
—No quiero lidiar con tu dolor.
—No quieres lidiar con el tuyo.
—No hablo de estas cosas contigo.
—No hablas conmigo.
—No sé cómo animarte.
—No hablas conmigo.
—No entiendo que quieres.
—No soy tu hermano.
—No somos niños, para que me digas esto.
—No soy tu hermano. No estás aquí conmigo.
—No eres real.
—No del todo.
—No estoy despierto.
—No del todo.
—No hablas con sentido.
—No pretendas entenderlo
—Eres sólo un eco de lo que pienso.
—Eres lúcido en este momento.
—¿Eres a quien debo seguir?
—Eres libre, puedes seguir sin mí.
—Eres Virgilio, no el real; pero debes guiarme.
—Eres Orfeo, y sólo cargas espejismos.
—Eres quien me sacará del abismo.
—Eres incorregible.
—Eres un charlatán, no puedes sanar a otros.
—¿Eres consciente de lo que dices?
—Eres lo que digo.
—Eres lo que ves en mí.

Orfeo abre los ojos, se ve reclinado sobre un sofá, escucha la lluvia afuera, tras las paredes se escucha a la mujer: se despide de Virgilio, rechina la puerta al abrirse, sale de terapia y  tras de sí cierra la entrada. Desde la ventana Orfeo la ve partir, recuerda su voz y permanece a la expectativa para verle la cara, pero ella camina cubierta por un paraguas,  camina en línea recta, siempre dando la espalda al consultorio mientras se desvanece a lo lejos.

Eduardo S. Rocha, Cantar a solas en el infierno,
IZC/Taberna Libraria, México, 2020.

Eduardo S. Rocha (Tlaltenango, Zacatecas, 1991). Escritor, licenciado en letras por la Universidad Autónoma de Zacatecas y maestro por la MIHE-UAZ. Ha sido becario del PECDAZ en dos emisiones, dentro el ramo de literatura. Ha publicado textos ensayísticos y narrativos en publicaciones locales como Barca de palabras, Tachas, La Gualdra. También ha publicado en las revistas Punto de partida de la UNAM y en Confluencia de la University of Northern Colorado. En 2018 publicó su primer libro de cuentos Apocryphus con el apoyo del PECDAZ. En marzo de 2019 ganó el estímulo dado por el fondo editorial del Instituto Zacatecano de Cultura con su novela gráfica, Cantar a solas en el infierno.

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