La herida

Ángel Emiliano



Había llegado tenso y exhausto, esquivando el alumbrado público en un decurso de sombras de roble que se prolongaban sobre la banqueta. Una vez frente a la puerta de mi casa, surcado por el alivio de llegar, suspiré hondamente.

Conciliaba el sueño cuando, de pronto, mi teléfono me sorprendió, irrumpiendo con sordidez y escándalo en la noche, aunque a este hecho no le siguió un brinco de la cama ni la prudente, natural pregunta de quién se querría comunicar conmigo a deshoras. Sin embargo, al cabo de los segundos, y aun después de escuchar la voz de Carlos Delgado, cercano amigo, dejé de discurrir en la extrañeza de la llamada. Lo que me contó, entre voces quebradas y húmedas, me apuró a vestirme.

Cuando llegué a la esquina de la calle Torres, afuera, en torno a la entrada del 215, había un tumulto pálido de hombres con el sombrero de fedora en el pecho y mujeres de ojos brillantes y temblorosos; al acercarme, comprobé que tal efecto se debía a la incidencia de la luz del farol en las lágrimas; “es el farol”, pensé con nostalgia, “que iluminó las fiestas de Lucía y Carlos, sus cumpleaños, sus alegrías. La disposición de los hechos puede hacer de los recuerdos un agravio; quizá con el tiempo Carlos se canse del farol, o lo llene de soledad; quizás está pensando en deshacerse de la casa en este mismo instante; puede que ya ni siquiera se encuentre aquí”.

Me dirigí a una de las mujeres.

Sigue adentro dijo.

Estaba ahí, sentado frente a la mesa de su cocina. Su mirada perdida, el cuello de la camisa desalineado, y su mano sosteniendo la cabeza y echando para atrás algunos cabellos, lo descubrían delante de mi familiarizado ojo como un hombre ya para siempre cambiado y roto.

La mataron le escuché decir con dificultad y cuando nos encontramos solos, al cabo de un largo rato, decurso en el que los vaivenes del nutrido grupo de convalecientes, que entraban a la cocina para rendir incondicional apoyo, no pudieron desgarrarlo de su pasmo.

Le preparé un café. Se desentendió del brebaje y continuó con su diálogo. Hundió sus dedos en la desordenada caballera negra, rascó el cráneo desenfrenadamente y por fin se detuvo quitándose los lentes en un rayo que golpeó la mesa e hizo ondular la negra luna de la taza de café.

Siempre estuvo ahí. Siempre estuvo ahí. ¡Ah!, en principio lo dudaba, pero cuando los descubrí en el hotel, la indiferencia hubiera sido un agravio mayor.

Pregunté, con fingido interés (más para denotar intriga hacia el hecho y menos hacia que Lucía hubiera sido capaz de acometerlo), si les plantó cara. Contestó que no; después explicó las menudas horas que pasó delante del reloj, atormentado y sudando frío en su espera; caminando en los pasillos e intentando desentenderse del mundo bajo el influjo del televisor y un añejado whisky. Las descripciones de su horrible espera se intercalaban con las de su repulsión, prolongándose hasta pasadas las 2:30 del primero de abril, fecha que se grabó en el epitafio esa misma tarde de velación, a la que por supuesto asistí, acompañando a mi amigo no en su dolor sino más bien en una perplejidad enfermiza, que al cabo de los días terminó por hacer de Carlos Delgado un hombre que desconocí de cuerpo y mente.

Allegados suyos, comentó una ocasión que me invitó a comer, habían señalado su imagen deplorable, y algunos sugirieron la terapia para superar el duelo, causa, me dijo, que se adelantaron a asumir como la responsable de su taciturnidad.

El problema no es que esté muerta, ni que la extrañe; ¡te imaginas!, con lo que yo vi. El problema es la policía.

Aquí Carlos se inclinó ligeramente hacia la mesa.

¡Ah!, ¿qué dices?, al Carlos se le ha botado una tuerca, eh. Te equivocas. Yo no pude haberlo hecho, y si las cosas nos llevan a otras, debes testimoniar a mi favor. Siempre fuimos amigos, Lucía, tú y yo, ¿eh? Pero no pensemos en eso. Eso no va a pasar. Tengo pruebas. Mañana revelo el rollo.


Esa conversación me siguió dando vueltas la cabeza por el resto del día. Incluso en la oficina imperó sobre mis labores, suspendiéndolas, la duda inquietante de qué consumaría la revelación del misterioso rollo de Carlos Delgado; ¿su exhortación?, ¿mi lástima? ¿Por qué se mostraba tan férreo en su defensa? ¿Por qué no asumía la consecuencia de los hechos? Por muy duro que fuera el desprestigio y la derrota, el abandonarse, quizá, podría mitigar sus ya constantes arrebatos de locura.

A la mañana siguiente, Carlos me citó en un sucio cafetín del centro para la hora del almuerzo. Arrojó sobre la mesa un folder, invitándome a abrirlo. Pasé la noche imaginando lo que mi amigo me mostraría, y aquí estaba. Eran algunas fotos. Reconocí la calle, el hotel; reconocí a Lucía, de pie frente a la escalera de caracol, a través del amplio ventanal del lobby.

Es ella dijo.

Tomó la carpeta, después buscó entre las demás fotografías. Me enseñó una en particular.

Éste que vez aquí dijo señalando y picando nerviosamente la foto con el índice es quien me la robó, y su asesino.

Lo había retratado en bastantes más, sin embargo, en ninguna se apreciaba el rostro del hombre (era una silueta borroneada por solapantes e ínfimos pixeles), pero fingí que las pruebas me habían dejado boquiabierto.

¿Lo ves?

Sí.

Anoche el jefe de policía fue a interrogarme, ¿te das cuenta? No estoy obsesionado por su pérdida, ¡mi libertad!, ¡mi integridad!, ¡la justicia! Pero bajó la voz, ¿tú me crees, verdad?

Le miré a los ojos. No pude evitar desviar la mirada a las negras ojeras que cargaba y, en un arrebato de sentido común, pensar que detrás de ellas sólo podía existir una maligna obsesión que se transfiguraba en las trasnoches y el hastío. Yo miré a Carlos Delgado desde un lente oscuro que lo difuminó; lo miré y sentí miedo, y la necesidad de huir del cafetín, de él y lo que reflejaba.

¿Me crees? repitió.

Asentí con la cabeza.

No he dicho nada sobre las fotos, temo que no sea suficiente y que la desesperación de salvarme me incrimine.

Despéjate dije; entonces lo invité a pasar la tarde del domingo en un lago que se hallaba a las afueras de la ciudad, que concurría cada tanto con amigos y familia. Luego de una apasionada reivindicación de su cordura, Carlos Delgado aceptó acompañarme, y tres días después manejaba por una autopista escondida y un panorama borrado por la niebla de las cinco de la mañana. Sentados a la orilla del lago, desayunamos juntos para eventualmente ocuparnos en la preparación de las cañas de pesca; a lo lejos, el seno del amanecer se destiló, inflando a la niebla con unas rojizas luces que nos franquearon la espalda y que se quebraron en los dislocados tablones del muelle a causa de nuestra sombra.

Fue la caña de Carlos la primera en picar; del agua, enganchado y coleteando, mi amigo sacó un enorme pescado; después desenvainó un cuchillo, sacando las vísceras a través de un fino tajo que hizo en la parte inferior con cierta maestría. Continuó con su sanguinaria labor, entretenido y olvidándome; poco tiempo después el hilo de mi caña vibró jalándome levemente; reaccioné al instante, me planté con firmeza en el suelo y comencé a luchar con mi presa. Pero los peces no tienen iris, ni cabello, ni absoluta maldad en los ojos, aunque sí esa misma retardada manera de ver las cosas y causar repulsión y vacío. Cuando Carlos Delgado arrojó las sobras a ese malicioso semblante (que, valga el oxímoron, parecía cincelado en un silencioso grito que juzgué producto de un inaguantable dolor) este rostro se volvió a hundir, y poco a poco la oscuridad del lago fue aminorando su resolución. Debo decir que por un momento sentí que todas mis luces se apagaban, como si mi mente se dislocara o me abandonara fugazmente.

¿Lo has visto?

¿Qué?

¿Hablas en serio? Algo me miraba desde la orilla del lago, ¡algo me miraba! Se alejó cuando le tiraste en la cara las tripas; se hundió y se ha llevado el anzuelo clavado en los labios.

¿Y qué tan grande era?, ¿será comestible?

—¿Te burlas? —cuestioné ofendido, todavía perturbado.

—Me sorprende que creas que estoy para bromas. Están tragándote los nervios ¿eh? ¿Qué te pasa?

—No es nada.

—Por supuesto que no lo es. Tú no vas directo al matadero. Me tiene tan cansado este asunto ¿sabes? Oye, además, ¿si lo hubiera hecho no crees que habría actuado a favor de la dignidad y la justicia a las que tengo derecho como persona? Eh, no pienses mal. Digo que las cosas no son buenas ni malas, sólo justas.

De nuevo, Carlos sacó otro pescado, uno de menor tamaño al anterior. El proceso fue el mismo. Su cuchillo entraba y removía las entrañas, luego arrojaba las sobras al lago y el pescado en la hielera. ¿Carlos habría sido capaz de matarla? Y, si no era la culpa, ¿qué lo empujaba al total deterioro de sí mismo? Él había salido esa noche y la siguió hasta un hotel del centro; Sta. Rita se llama, si no me falla la memoria. Después fue testigo del encuentro, tomó la fotografía y decidió esperarla en su casa de la calle Torres. Esto dice Carlos Delgado y es verdad. Sin embargo, el haber salido el día y la hora en que Lucía, más el testimonio de vecinos que comprobaron lo primero y que agregaron verlo ir en la misma dirección que su mujer, es lo que estaba hundiéndolo, y comprendí que tenerlo cerca me contagiaba de temor haciéndome tener espantosas visiones, como si previera mi propia muerte a través de Carlos y de lo que me transmitía Carlos. Le dije que iría por más carnada, pretexto que me permitiría restablecer sosiego en el auto. Bebí café de mi termo, sintonicé una estación en la radio. Afuera, la neblina desaparecía, y ahora era el lago una inmensa gota coagular.

Nuestro lago susurré, al tiempo que sacaba una foto de mi cartera.

“El volver aquí me trae recuerdos; y ahora que las cosas ya no volverán a ser, la imagen lúgubre de la Fatalidad me atormenta con su terrible heraldo”, pensé, queriendo descifrar la aparición. De izquierda a derecha, Carlos, Lucía y yo. Dos años atrás. Querer comparar al Carlos de la foto con el de ahora me hizo girar hacia la ventana y buscarlo en su embelesamiento de pescador. No lo hallé, y el cuadro del solitario lago rojo a principios de una mañana aún gris y espesa sólo intensificó mi desazón y nostalgia. Luego me pidieron la fotografía; la cedí pensando que era Carlos, pero sólo cuando sentí el tacto gélido y húmedo de sus dedos, me di cuenta de que ofrecía la foto a esa criatura blanca, sin párpados, de enormes ojos, que intentaba gesticular y en cuya dificultad de hacerlo entreví que era un ser estúpido y malicioso (rarísima infusión) que sólo imitaba, con mucha carencia, los gestos de un ser humano, hecho que me llevó a tener en cuenta una distancia todavía más prodigiosa entre la naturaleza de ese esbirro y la mía. Yo por supuesto quedé atónito, embargado abruptamente de sinsentido y aceleradas pulsaciones de mi corazón, y fue más mi pánico cuando este ser se aclaró la garganta y repartió el nombre de mi amigo en sílabas.

Carl… os…

En ese momento mi visión se nubló; tras un mareo instantáneo, caí golpeado en el volante: sólo así me libré de la fábula.

Al despertar, el olor a antibióticos y la letrina incómoda en la que parecía había dormido, revelaron que me encontraba en un hospital. Carlos leía una novela. Era una vieja edición del Washington Square de Henry James.

El insulso intento de incorporarme hizo que cerrara el libro para cederme su atención.

No hagas ningún esfuerzo. Eh, que te golpeaste la cabeza; nada grave, pero lo de desmayarse es nuevo.

Salió de la habitación. Quien regresó no fue Carlos, sino el doctor, que se sentó a un lado de mí para elogiar mi estado de salud como sólo los doctores saben hacerlo. Pregunté si podía irme a casa. Dijo que sí y, sin dejarlo que agregara nada más, exigí, quizá muy groseramente, la interrupción del suero y la omisión de su diagnóstico, lejanísimo de aprehender, estaba seguro, las causas de mis oníricas visiones.

Me encontraba listo para salir cuando, de pronto, escuché muy cerca del oído, en un rumor, la palabra “Ayúdame”, que me pareció entonces un favor repudiable, pues esa voz no tentaba de ninguna manera mis ánimos, y aun pude sentir su aliento en aquella obligada división silábica que me había estremecido antes. Al girarme sólo encontré la habitación vacía y, rebotando en sus paredes (o en las mías), el eco desgastado de una súplica.

La naturaleza extraña de las eventualidades del día hizo que mi mente elaborara supuestos en torno a ella; al final, la certidumbre de que ésta se podía explicar a través de mi cansancio (no había dormido bien desde la noche en que Carlos me llamó) y de la fatiga de soportar, sin referirla siquiera indirectamente, la demencia de mi amigo (que, debo añadir, no me era tan repulsiva como lastimosa), me pareció lo más racional.

—¿Vas a estar bien?

—Sí, anda sin cuidado; te he quitado el día entero.

El jefe de policía ha estado llamando. Ha insistido toda la tarde, y ahora aún más. Debo irme.

Al retirarse me invadió un profundo desconsuelo. Hay un proverbio de Oriente que dice que con frecuencia el sendero que escogemos para evadir el destino es el mismo que nos lleva a él. ¿Lo vendría a encontrar mi amigo en su apego a las convicciones? No lo sabía, pero si sabía o por lo menos sospechaba algo sobre aquel sendero, era que su superficie, apoyada en cimientos tan arcaicos (la esperanza o la justicia que vocea mi amigo), a la sazón de esto era inestable como la locura.

“Los hombres que se sostienen de un báculo inasible tienen por seguro el suelo”, pensé, mirando desde mi ventana a Carlos, que abordaba un taxi.

Fui a la cocina por un vaso de agua para buscar una aspirina. Volví a la sala y pasé un rato viendo nada realmente en la televisión, más contemplativo que absorto. Pudieron haber pasado horas, o minutos, pero mi perspicacia para con el tiempo se encontraba ausente, y no sería ocioso relatar que, por un momento, creí fluctuar en oscuros anacronismos que sólo confundían mi registro de los hechos entre los vaivenes de un minutero que no terminaba su labor de desorientarme. Entonces se sucedieron las suaves sílabas en un susurro, y sólo cuando todo enmudeció, comprendí mi persecución. Supongo que fue parte de su juego el haberme dejado llegar hasta la puerta de mi habitación, porque antes de cruzarla se mostró, allí parado en la boca del pasillo, alucinante y sombrío pero no por eso menos concreto; dubitativo en su manera de verme, y es su mirada un estigma incoloro, dos llagas profundas como la noche. Pasé el cerrojo y en esta acción fui sorprendido por un golpe que embistió la puerta y me hizo retroceder. Caminé hacia atrás, sin dejar de prestar atención a los sucesivos golpes. Al verme en esta encrucijada, con un deje de resignación, me senté en el piso y abracé mis rodillas, hundiendo la cabeza en ellas. Sólo cuando escuché que la puerta cedió, levanté el rostro (acción que nada debe a la valentía, sino más bien a una morbosa curiosidad hacia lo irreparable y adverso). Mi atención escrutó un bulto que hasta entonces había pasado inadvertido; de él, pude darme cuenta, provenían toda clase de siseos y lamentaciones quedas. Abrazaba, al igual que yo, sus lánguidas rodillas, comprimiendo como un feto su escuálida y pobre figura. Confieso que no cerré los ojos sino hasta después de la piadosa intersección de la navaja, que silenció a la criatura con mi grito.


Imagen by Pixabay.

Ángel Emiliano (Zacatecas, 1995). Egresado de Letras y narrador. Ha publicado cuentos y ensayos en diferentes medios impresos y digitales.

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