Una de tantas veces

Eli Compeán

 

 


Negro. Frío. La oscuridad y la ausencia de calor se mezclaban hasta entumecerle los sentidos, los pocos que le quedaban, hasta consumir la realidad y abandonar por completo la existencia con una última exhalación.

 

De nada servía cerrar los ojos, puesto que las tinieblas se los había cegado desde hace minutos, luego de que la sangre saliera a borbotones de su abdomen, y con ella, todo rastro de calidez de su cuerpo. Allí había quedado, tirado en un callejón, sin poder llegar a casa, preocupando a su madre, quien lloraría al ver la hora y, de seguro, su cuerpo en una foto grotesca del periódico a la mañana siguiente. Sus estudios, su perro, sus amigos, había dejado todo. No, a su padre no lo extrañaría, no al viejo abandona familias.

 

Algo comenzó a brillar más adelante, ¿sería esa la luz al final del túnel que siempre describían? Se sentía atraído como niño a tienda de dulces, acercándose de alguna manera hacia su nuevo destino. No sabía que eso sería la realidad en más de un sentido.

 

Tuvo que apartar la vista de lo que era la fuente de la luz, un candelabro enorme y suspendido en el aire, bajo un techo abovedado de mármol blanco que alcanzaba una altura sorprendente. Un piso reluciente le devolvió su reflejo… o más bien, reflejos. Vio su rostro antes del asalto que se iba cambiando a otro más grande, con arrugas y cabello canoso, para después transformarse en el de una joven afroamericana delgada y bajita. Más veces siguió cambiando, de formas y nacionalidades distintas.

 

—Ya estás aquí.

 

Una voz hizo que alzara la cabeza. Frente suyo, estaba un muchacho de no más de dieciséis años, pelirrojo y con ojos claros, mirándole con solemnidad. Bajó la vista hacia los reflejos, señalando uno de cabello castaño oscuro y ojos grises.

 

—Ése es el que más recuerdo, nunca pude olvidar cuando te miré así —volteó hacia el alma recién llegada—. Me hubiera gustado que tardaras un poco más. No disfrutaste mucho esa última vida, ¿no es así?

 

—Tú… ¿quién eres?

 

—Digamos que nos conocemos desde hace mucho, pero pocas veces nos hemos hallado frente a frente. Sólo cuando estamos aquí podemos corroborarlo, pero esta última vez no supe quién eras.

 

—… ¿Hace mucho que nos conocemos?

 

—Bastante —asintió el pelirrojo—. Y podemos conocernos después, si lo deseas.

 

—Sí. No entiendo nada, y pareces saber mucho más que yo.

 

El jovencillo alzó ambas cejas y, con una sonrisa divertida, comenzó a caminar hacia una puerta enorme de madera clara.

 

—Si es que quieres saber todo… sígueme. Te aseguro que esta vez nos vamos a encontrar.

 

Puede que apenas acabara de llegar allí, pero no hizo más que alzar la comisura de sus labios y seguirlo. Tal parece que, esta vez, sí le gustaría su forma de renacer.




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Eli Compeán (Tamaulipas, México, 1993), Licenciada en Idiomas. Asiste al taller “Alquimia de palabras”. Participó en la antología de cuentos y relatos Alquimia de palabras y Cuentos cortos para noches largas. Ha colaborado en blogs y revistas digitales como Juggernaut y revista digital Elipsis, con algunos de sus cuentos.

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