Cuidado, riego y extracción de Las flores del mal de Charles Baudelaire

Ángel Emiliano


¡Y todavía en la vida! –¡Si la condenación es eterna!
Un hombre que desea mutilarse está condenado, ¿no?
Yo me creo en el infierno, por tanto, estoy allí.
Arthur Rimbaud


A consciencia de un mundo lejano e inasible cuanto más abstracto y conceptual, Charles Baudelaire, poeta francés y hombre docto, escribe Las flores del mal, uno de los más grandes acontecimientos de la poesía moderna. Escrito, en realidad, para una minoría de preocupaciones esencialmente espirituales y adscrita a una esfera de consciencias capaces de reconocer la naturaleza (bien sustancial más que ultraterrena) que impera sobre el hombre, el libro consiguió la desdeñosa recepción de la segunda mitad del siglo XVIII; época que asienta los condicionamientos del individuo, no pudo sino rechazarlo bajo la protesta de una moral establecida que resentiría la amenaza de esta transgresión. Empero, pues a despecho de toda opinión, el libro se publicó en 1857.

Reconquista de un mundo ulterior (si no inverso o análogo), la pluma de Baudelaire libera a las palabras del racionalismo que engulle, ablanda y expulsa la expresión del espíritu, su decir auténtico en tanto su visión extrae el decir del mundo. Esta preocupación por develar la esfera de significados es el resultado de la reverberación del espíritu romántico del poeta en contacto con un mundo hermético e inaprensible que, hasta hacía poco tiempo, los clasistas identificaban bajo el lente del racionalismo: la sustancia de la Realidad, si bien no suprimida, trató de homogeneizarse con la forma que la condensaba (el naturalismo es el resultado de esa abominación). Dictaminar, pues, que Las flores del mal representa la ruptura con este movimiento, implica reconocer que la vastedad de las exigencias espirituales y reconciliatorias entre el ser y el mundo ha llegado a sus últimas consecuencias; el hecho, aunado a una revaloración del símbolo (esto es, la representación análoga del mundo), consiente incurrir en el deseo de unidad que conmueve y desgarra a Charles Baudelaire: un impulso creador que trasciende su poética y que da la espalda al deseo reconciliatorio a la vez que da la cara al spleen sólo para hundirse, orgullosa, furiosamente, en esa vida de hastío, repulsión y náusea. Tal es su convicción.

Pero hablar de un espíritu “romántico” acarrea contradicciones que necesitan ser esclarecidas. En primer término, Baudelaire odia la naturaleza y se confiesa como un ser seducido por lo artificial, lo urbano y lo esencialmente ornamental. Es un dandi. Pero es un dandi francés: es un bohemio. Asumir que la actividad artística de Baudelaire se subordina a este modus vivendi, que se contrapone contra uno de los intereses fundamentales del Romanticismo, es decir, la naturaleza, no es admisible en un sentido que opone los elementos estéticos y las distintas esferas en que fluctúa el intradiscurso del libro a los intereses románticos; lo es cuando se entiende que las consideraciones filosóficas de Baudelaire en torno a la correspondencia del hombre y el mundo no responden a las preocupaciones de cifrarlo y darle un sentido; muy al contrario, renuncian de esta aberración: es artificio, falso cuanto mayor es la brecha entre el influjo de la razón lógica y lo que ésta pretende resignificar: lo inasible. Esto es absurdo. Arthur Rimbaud es más elocuente a este respecto en una carta fechada el 15 de mayo de 1871 y dirigida a Paul Demény:

Digo que es preciso ser vidente.

El Poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura; él busca por sí mismo, agota en él todos los venenos para conservar sólo las quintaesencias […] Pero inspeccionar lo invisible y escuchar lo no oído es diferente a volver a tomar el espíritu de las cosas muertas (Rimbaud, 1979; 109-113).

Ajeno a asirse a una libre interpretación de los símbolos, esto es, la concatenación de los elementos que descifran el espíritu del mundo, sabe o, mejor, asume, que su trabajo se halla en la traducción de éstos. Hago hincapié en un detalle: ya que el ejercicio de la interpretación así como el de la traducción pueden resultar en un pleonasmo debido a la naturaleza de este trabajo, cabe la resolución de entender este ejercicio sin partir de los parámetros a que se sujeta el dinamismo de las lenguas y, al mismo tiempo, el extenso bagaje polifónico del mundo, que podría hacer llamamiento a una multiplicidad de sentidos.

Baudelaire no trata, pues, de mediar o buscar la mejor consumación de la palabra y el símbolo. La palabra pierde la fuerza aprehensiva del concepto y sus luces ya no buscan la nomenclatura de lo que es extraño e irrazonable para el hombre. Se vuelve sentido, quiero decir. Pero el sentido presupone las exigencias del poeta: se recobra el mundo, que nunca fue inaccesible para el espíritu del hombre sino trastocado por él mismo. Tales afirmaciones no hacen más que esclarecer que la interpretación y la traducción son para el poeta ejercicios disímiles y, aún más, irreconciliables.

Esta susceptibilidad respecto a la decodificación del símbolo rebasa las consideraciones románticas y admite la extracción del mal, término aunado a los elementos que confieren unidad al libro. El mal es suscitado como lo único que realmente podemos degustar; es, al mismo tiempo, y regido por el sentimiento de culpabilidad, la vía moral de que se vale el poeta para sublevar su existencia y subrayar la enajenación de su espíritu, que no dejará de contrastar con las recién instauradas exigencias del utilitarismo de la Francia advenediza de la Guerra Industrial.

Así, encuentro prudente la numeración de las causas que rigen las actividades del poeta. La primera supone una falta de compromiso social, reflejada con la moral del dandi (como explicara Enrique López Castellón en su “Estudio preliminar” de Las flores del mal: “[…] representan la encarnación de la protesta contra la rutina y la trivialidad de la vida burguesa acomodada a unas leyes establecidas que regulan unas existencias grises y mediocres”) que emancipaba su condición de artista de las exigencias del Imperio a la vez que la adscribía en contra de ese nuevo orbe de necesidades prácticas y mercantilismo que Víctor Hugo rechazó con el conocido pregón de “el arte por el arte”. La segunda, de índole individual cuanto más cercana a la expiación del sentimiento de culpabilidad, radica, una vez más, en la faceta moralista de Baudelaire. No es ocioso regresar las miras al mal y reconocerlo, de nuevo, como la sublevación de la existencia; en este sentido, el mal es necesario para alcanzar el perdón. A través del marco interpretativo de la teoría reduccionista se devela la ambivalencia que mora en el pecho del poeta: prescindir de la faceta sadomasoquista del autor es inadmisible. Víctima y verdugo, el mal se resignifica como la potencia hacedora y ulterior de Baudelaire; más aún: se vuelve su sustancia y erige el puente de las correspondencias entre él y el mundo. Baudelaire es un poeta maldito, precisamente, porque ha abandonado toda esperanza (¿será ocioso señalar la relación que existe entre la idea del Infierno y el libro, cuyo autor fue tentado a llamar Limbos, y que reconocen tantos estudiosos?, ¿y aunarlo, intertextualmente, quizás, al epitafio con que se encuentran los espíritus condenados que entran en el Infierno de Dante: “abandonad toda esperanza” –como el poeta?).


Triste espíritu, antes amante de la lucha,
la Esperanza –su espuela tu ardor espoleaba–,
¡no quiere ya montarte! Tiéndete sin vergüenza,
jamelgo cuyo paso tropieza en cada estorbo.

Resígnate, alma mía; duerme un sueño de bruto.

¡Vencida alma engañada! Para ti, vieja pícara,
el amor perdió el gusto, igual que la disputa;
¡adiós, cantos de cobre y suspiros de flauta!,
¡Placeres, no tentéis a un corazón asqueado!

¡La hermosa Primavera ha perdido su aroma!

Y el Tiempo me devora minuto por minuto,
como la nieve inmensa vuelve rígido un cuerpo;
y ya no busco en él el calor de una choza.

Avalancha, ¿no quieres arrastrarme a tu caída? (Baudelaire, 2015; 309).

Su visión reconoce en la condición humana una inextirpable necesidad de sublevarse a fin de rebasar la esfera de lo absurdo. Empero, pues Baudelaire se entrega, sin miramientos, a ese desencanto e impotencia que trasmite la lejanía que instaura la desesperanza entre los placeres ulteriores y el hombre. Resignado a una caída vertiginosa que recordara el destierro de Satán luego de su vana transgresión al Santo Trono. Esta analogía es relevante para comprender que llamaran Dios (a razón de los comentarios que Albert Camus hace sobre la filosofía existencialista de Jaspers en El mito de Sísifo) a lo absurdo, y esto explicaría, a manera de antítesis, la inclinación que fundamenta al libro en la valorización del mal como una sustancia sin artificio: procede de la naturaleza. En suma, esta aparente reconciliación con lo fatal e inasible sólo tiene la finalidad (sirva el oxímoron) de naturalizar artificiosamente los enigmas que impregnan lo desconocido. Así, la razón instaura al mundo sobre su inestable superficie y no queda sino el agravio: un paraíso artificial donde los símbolos han perecido y su mensaje ya no puede provocarnos. ¿Y cómo hacerlo si las voces se pierden y confunden en una insondable afonía?

La Creación es un templo de vivientes pilares
que a veces dejan salir confusas palabras;
el hombre la atraviesa entre bosques de símbolos
que le contemplan con miradas familiares. 

Como largos ecos que a lo lejos se mezclan
en una tenebrosa y profunda unidad,
vasta como la luz, como la noche vasta,
se responden sonidos, colores y perfumes (Baudelaire, 2015; 95).

El fragmento anterior del poema “Correspondencias” es un dibujo de las visiones o la realidad interpretada desde la percepción ulterior del yo poético que, a través de las vías de la sinestesia (que interceptan los sentidos superponiéndolos en un núcleo de unidad) incurre en una sensación de armonía: la confusa polifonía del mundo encuentra su depuración en el ejercicio de la poesía. Tal es la convicción del intradiscurso latente del poema; a propósito, considerado por la crítica uno de los más representativos de la producción de Baudelaire (la noción de la analogía universal como epicentro de su pensamiento e intereses estilísticos, muy de acuerdo con los fundamentos de la filosofía romántica alemana. Las partes que, antes lejanas y carentes de unidad (la misma unidad que sufragó las necesidades del poeta), se reconocen en un abrazo que las funde y que Baudelaire toma como la revelación de un mundo análogo.

No retratar ni explicar el silencio: comprenderlo: Las flores del mal parece la victoria subversiva de una misión de alcances apostólicos. Y es que acaso eso significa ser poeta: un apóstol del silencio.





BIBLIOGRAFÍA

BAUDELAIRE, Charles, Las flores del mal, Cátedra, España, 2012.
RIMBAUD, Arthur, Una temporada en el infierno, Premiá, México, 1979.



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Ángel Emiliano (Zacatecas, 1995). Escritor. Formó parte del Taller Literario Alicia. Ha publicado cuentos en revistas, suplementos culturales, fanzines y antologías. Egresado de la Unidad Académica de Letras por la Universidad Autónoma de Zacatecas y estudiante actual de Teoría del Arte de la Facultad de Artes de la misma institución.

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