Deshacer el mundo

Arturo Aguilar


¿Cómo es que, siendo tan inteligentes los niños,
sean tan estúpidos la mayor parte de los hombres?
Debe ser fruto de la educación.
Alexandre Dumas


Recuerdo que hace años comía con unos amigos y mientras hablábamos de cosas triviales que nos probaban cómo el paso del tiempo iba dejando recuerdos donde antes solo había acciones, uno de ellos ya entrado en copas hizo uso de la voz para exponer su pensamiento luego del comentario de otro. Me cuesta rescatar literalmente sus palabras, pero sí recuerdo nítidamente las ideas. Para él no existía logro más grande en la vida que tener dinero, no había mayor placer que tener propiedades, no había nada más excitante que tener vehículos, para él el fin de la existencia era tener benjamines en la cartera. Quien no contaba con estos elementos era un fracaso rotundo.

Su discurso era seguro, a veces parecía (aunque no locuaz) el mismísimo Jordan Belfort de El lobo de Wall Street (2016) o algún otro magnate de esos que concentran la riqueza. Si ellos se expresaran así no me sorprendería, más aún sería raro que no lo hicieran. Las líneas del personaje de Leonardo DiCaprio en esa película de Scorsese cuando pronuncia un discurso para inspirar a vender a sus subordinados son reveladoras: “¡No hay nobleza en la pobreza! […] ¡Si alguien piensa que soy superficial o materialista que se vaya a trabajar preparando hamburguesas, porque es donde pertenece!”

Escueta y marxistamente podemos decir que una persona con capital –un capitalista– es aquel que posee capital y controla los medios de producción. Esos son el uno por ciento acaudalado, de ahí para abajo en la pirámide social se llega a nosotros, a los trabajadores, a los que vivimos al día, a donde entra mi conocido. En uno de mis tantos trabajos tuve un compañero que se comportaba como director general de algún gran emporio y no se limitaba en cuanto a ser mirrey. El retrato perfecto de un digno hijo del capitalismo, la oligarquía, del despotismo, del imperio financiero, a pesar de no serlo.

Escuchando a tantas personas así suelo recordar mi niñez, por el único hecho de cómo ellos viven en un castillo de arena, de cómo viven en su sueño a pesar de no vivirlo. La niñez o cómo los sueños eran tangibles, las ilusiones eran firmes, cuando los deseos nos dominaban y me acuerdo también de la novela El principito de Antoine de Saint-Exupéry por las grandes revelaciones que nos hace del carácter humano, por la comprensión infinita del mundo y por no ser un relato infantil, sino un tratado filosófico de conocimiento del ser humano. La historia de un niño que dibuja una cosa, pero los mayores ven otra, la historia de un hombre que abandona sus sueños para embonar en el mundo, de un piloto que se encuentra en un desierto y ahí conoce a una maravillosa personita que le devuelve algo.

Esta novela resulta encajar perfectamente en la realidad. Todos sus personajes son una persona concreta. Muchas veces cometemos el error de ignorar la historia, de ignorar las letras, de tildarlas de inútiles porque no producen, sin embargo, ayudan a darnos panorama, ayudan a ubicarnos y saber a dónde vamos porque quien no conoce su pasado está condenado a repetirlo. La escritura diferencia a la prehistoria de la historia y ayuda al hombre a materializar lo abstracto. El principito se convierte en un espejo de la realidad. En un duro espejo que nos revela las distintas formas de personalidad de los hombres. El protagonista nos cuenta sobre una de sus memorias, una donde logra percibir el abismo que hay entre el pensamiento de los niños y el de los adultos. Dibuja una boa que devoró a un elefante y lo muestra:

Mostré mi obra maestra a las personas mayores y les pregunté si mi dibujo les asustaba. Me contestaron: “¿Por qué habría de asustar un sombrero?” Mi dibujo no representaba un sombrero, sino una serpiente boa que digería un elefante. Dibujé entonces el interior de la serpiente boa a fin de que las personas mayores pudieran comprender. Siempre necesitan explicaciones (Saint-Exupéry, 2019: 8)

El protagonista recalca la falta de entendimiento que los adultos tenemos hacia sus cosas. A veces recuerda la cita de Nietzsche: “la madurez del hombre consiste en juzgar con la serenidad con que lo hacía cuando era niño”. Una vez vi un meme que rezaba así: “madurar es darte cuenta de que ya no serás astronauta”. Me resultó bastante triste, más aún viniendo de una página de astronomía, ¿entonces madurar significa renunciar a nuestros sueños? La niñez conforme crece se va encontrando con un andamiaje que forma al mundo. Un sistema que rara vez lo deja ser o desenvolverse tal cual es, para encajar comienza a repetir patrones de conducta y cuando menos se da cuenta se convierte en un engrane más del mundo.

Así se construye el mundo. Así es el mundo. Los niños son grandes filósofos porque no paran de preguntar, y no entienden sus interrogaciones como sinónimos de poca presteza mental, ¡todo lo contrario! Al preguntar son inteligentes: al interrogar, al cuestionar, al inquirir, al disentir deconstruyen el mundo. Siendo así, ¿qué pasaría si el mundo, sus ideas, como las conocemos fueran cuestionadas, fueran puestas en el patíbulo del interrogatorio? Eso es sumamente difícil. Ya lo explicaba Ernesto Sábato: “La llamada opinión pública es la suma de lo que se le ocurre a quienes, en esos minutos, pasan ocasionalmente por la esquina elegida, y conforman el mínimo universo de una encuesta que, sin embargo, saldrá a grandes titulares en los diarios y los programas de televisión” (Sábato, 2000: 59). Ernesto Sábato y El principito nos hablan de la peligrosidad de camuflarse con el medio por coacción de la opinión pública.

La opinión pública controla las masas, disecciona, encuadra. “Las personas mayores me aconsejaron que dejara a un lado los dibujos de serpientes boas abiertas o cerradas y que me interesara un poco más en la geografía, la historia, el cálculo y la gramática. […] abandoné una magnífica carrera de pintor” (Saint-Exupéry, 2019: 8-9). Ya Karl Marx nos decía que para entender las maneras de pensar de las personas había que fijarnos en los medios de producción. Los sistemas económicos tienen cada uno su propia lógica. “El modo de producción en la vida material determina el carácter general de los procesos sociales, políticos y espirituales de la vida. No es la conciencia del hombre lo que determina su existencia, sino lo contrario, su existencia social lo que determina la conciencia” (Huberman, 2013: 272).

Cuando al protagonista de El principito lo hicieron renegar de su amor por la pintura lograron que se adecuara al sistema porque ese andamiaje de ideas tiene esa función. Y su encuadre funcionó para dirigirse en el futuro con los otros: “entonces no le hablaba ni de serpientes boas, ni de selvas vírgenes, ni de estrellas. Me colocaba a su alcance. Le hablaba de bridge, de golf, de política y de corbatas. Y la persona mayor quedaba muy satisfecha de haber conocido a un hombre tan razonable” (Saint-Exupéry, 2019: 9). Las ideas que los sistemas implementan para mantenerse en el poder no siempre son teorías complejas difíciles de entender, suelen trasladarse al vulgo. La opinión pública.

El sistema económico que ha logrado poner sus tentáculos en lo político y social tiene un único fin: la ganancia. El beneficio económico a cualquier costo: “otro valor perdido es la vergüenza” (Sábato, 2000: 28). Hoy en día no podemos hablar de una pérdida de valores, pero sí podemos hacerlo de un reemplazo de valores. Los valores de hoy, proyectados por la obtención económica a cualquier costo, giran en torno al utilitarismo. En esto la televisión tiene un papel predominante: “la vida de los hombres se centraba en valores espirituales hoy casi en desuso, como la dignidad, el desinterés, el estoicismo del ser humano frente a la adversidad. Estos grandes valores, como la honestidad, el honor, el gusto por las cosas bien hechas, el respeto por lo demás, no eran algo excepcional, se los hallaba en la mayoría de las personas” (Sábato, 2000: 26). El sistema económico logró hacer que lentamente nosotros tragáramos sus valores. Y nos creímos sus ideas de competencia, de libertad, de individualismo, de egoísmo, de “rásquese cada quien con sus uñas” y comenzamos a refugiarnos en lo material. Quiero ser preciso en esto: este texto para nada desea convertirse en un desplegado contra la justa adquisición de bienes.

Cuando se opina distinto de la opinión pública, cuando se tienen metas distintas y, peor aún, cuando se aleja del acumulamiento de bienes se incurre en una herejía y las fuerzas del sistema saltan inmediatamente a su defensa y la mayoría de las veces gana el duelo ideológico: “no es por mi culpa. Las personas mayores me desalentaron de mi carrera de pintor cuando tenía seis años y solo había aprendido a dibujar las boas cerradas y las boas abiertas” (Saint-Exupéry, 2019: 10). Lo que el sistema quiere de nosotros es que desechemos todo tipo de pensamiento que no sea tener casas, autos, propiedades, cuentas bancarias, ropa cara; lujos y más cosas sin las que sí se puede vivir. Cuando nos rehusamos resultamos tontos, niños, inocentes, perdedores, fracasados. Esto gracias a técnicas desplegadas como por ejemplo (y citando solo una) la llamada meritocracia que si pudiera definirse sencillamente sería con la conocidísima frase “los pobres son pobres porque quieren”.

El implacable sistema es feliz cuando todo nuestro ser se resume en lo que tenemos, en lo que poseemos. Nuestro sistema es feliz cuando los gurús financieros hacen espléndidamente su trabajo. ¿Quiénes son esos gurús financieros? ¿Qué hacen? Son los magnates “trabajadores y exitosos”, son todos los millonarios que nos cuentan (adoctrinan es más apropiado) cómo con “esfuerzo y sacrificio” se hacen ricos, que nos platican cómo “todo se lo deben a su talento” y cómo su “inteligencia los llevó lejos”, pero no nos cuentan sobre las condiciones estructurales para lograr o no eso.

No, eso no deben contarlo. Ese no es su trabajo. Su trabajo es otro. Su trabajo, como gurús de éxito, como emisarios del triunfo, como heraldos de la riqueza, como mensajeros de la superación consiste en crear mitos. Los mitos primigenios fueron creados por el hombre para explicarse las cosas que no podían explicarse, con ellos le dieron orden y sentido a la existencia, con ellos fundaron su visión del mundo. Hoy tenemos nuevos mitos difundidos por personajes que tienen una amplia proyección con ayuda de la televisión que los alza y los encumbra mostrándonos lo que quieren que veamos. Ellos tienen un particular trabajo: erigir al dinero como dios. “¿Qué ha puesto el hombre en lugar de Dios? No se ha liberado de cultos y altares. El altar permanece, pero ya no es el lugar del sacrificio y la abnegación, sino del bienestar, del culto a sí mismo, de la reverencia a los grandes dioses de la pantalla” (Sábato, 2000: 35).

La globalización representa la conquista de unos mitos por otros, representa la conquista del valor monetario sobre los demás. Los mitos de enriquecerse, de que los gurús sean nuestra aspiración, de copiar el estilo de vida de ellos, de romantizar la pobreza son los mitos que forjan nuestra visión de vida hoy. Mitos fundadores de nuestro tiempo creados por profetas del dinero. Y quien no tiene dinero, quien carece de propiedades, quien no tiene auto, quien no tiene enormes cuentas bancarias es para los gurús financieros, y para quienes son seguidores de éstos, unos perdedores. “Nuestra ‘avanzada’ sociedad deja de lado a quienes no producen” (Sábato, 2000: 42). Quizás el mito más exitoso que ha manipulado mentes y moldeado actitudes es el que reza “los pobres son pobres porque quieren”. “El mito, al igual que el arte, expresa un tipo de realidad del único modo en que puede ser expresada” (Sábato, 2000: 33).

Imaginemos a dos personas: una tiene padres altos burócratas con fácil acceso a la cultura y a la educación. La otra tiene a un papá albañil, y su madre, ama de casa, para ayudar a pagar estudios universitarios, lava ajeno. Ambas personas se gradúan y tienen intereses por lo empresarial. Al graduarse la primera persona recibe un enorme financiamiento de sus padres y logra armar un surtido negocio de detergentes, la otra se inclina por la venta de comida, pero no tiene capital para poner su negocio, pide un préstamo a un banco a alguna institución gubernamental. Las condiciones favorecen mucho más a la primera persona, mientras que a la segunda no le va fácil nada. Si esta persona fracasa para el mundo es una perdedora sin importar que, desde el principio, desde antes de nacer, estuviera en desventaja frente a la primera persona. Ese es el logro más grande de este mito del que es pobre lo es por deseo propio: borrar condiciones, ver a los obstáculos financieros “como oportunidades para ganar”, ignorar que millones de mexicanos están en la pobreza y por ende en desventaja.

Tener bienes no debe ser satanizado, esta no es la intención de este texto, lo que sí criticamos es la miopía en estos temas, el sentimiento de grandeza sobre otra persona por tener uno o dos bienes, lo que sí criticamos es que el hombre se asemeje tanto a algunos de los personajes que Antoine de Saint-Exupéry pintó quizá para evitar ser como ellos. El principito en un viaje se encuentra con singulares personas que habitan cada uno un pequeño planeta. El primero es un monarca prepotente que en cuanto presencia al principito lo vuelve sirviente: “¡Ah! He aquí un súbdito” (Saint-Exupéry, 2019: 41). “El principito no sabía que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los hombres son sus súbditos” (Saint-Exupéry, 2019: 41). Era un personaje autoritario, mandón, se sentía poderoso. “El rey exigía esencialmente que su autoridad fuera respetada. Y no toleraba la desobediencia. Era un monarca absoluto” (Saint-Exupéry, 2019: 42). Resulta simbólico que una persona como él esté en un planeta deshabitado y pequeño. “El principito se sorprendió. El planeta era minúsculo. ¿Sobre qué podía reinar?” (Saint-Exupéry, 2000: 42).

En su siguiente visita se encuentra con un vanidoso. Y sobre ello hay poco que decir y al mismo tiempo resulta mucho. Apenas vio al principito dijo “¡Ah! ¡Ah! ¡He aquí la visita de un admirador!” (Saint-Exupéry, 2019: 47). No es de sorprender su petulante actitud, “pues, para los vanidosos, los otros son admiradores” (Saint-Exupéry, 2019: 47). El principito le pregunta qué es admirar y él se pinta de cuerpo entero: “admirar significa reconocer que soy el hombre más hermoso, mejor vestido, más rico y más inteligente del planeta” (Saint-Exupéry, 2000: 48). Pronto se aburre también de él y se marcha hacia su siguiente destino. Se encuentra con un enajenado del trabajo. Lo encuentra ávido y ansioso haciendo cuentas, el principito pregunta sobre quinientos qué y él tajantemente responde “¡Eh! ¿Estás siempre ahí? Quinientos millones de... Ya no sé… ¡Tengo tanto trabajo! Yo soy serio, no me divierto con tonterías” (Saint-Exupéry, 2000: 52). Probablemente este personaje es el más cercano al ideal humano del modelo económico que impera en el mundo real.

Para nuestro sistema económico resulta reprobable el ocio, la no producción, no hacer dinero. “Ahora la humanidad carece de ocios, en buena parte porque nos hemos acostumbrado a medir el tiempo de modo utilitario, en términos de producción” (Sábato, 2000: 26). El trabajador enajenado de El principito expone perfectamente el desdén hacia actividades no productivas económicamente: “¡Que no! Cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Pero yo soy serio! No tengo tiempo para desvariar” (Saint-Exupéry, 2019: 54). Y ante la pregunta que le hace el principito sobre por qué poseer las estrellas el trabajador le responde “me sirve para ser rico” (Saint-Exupéry, 2019: 54). En seguida conoce a la persona que tiene el trabajo más horrible del mundo. Uno que solo apaga y prende un farol porque esa es la consigna que parece la continuación de su predecesor. Y ante la consigna no se debe comprender nada, solo obedecer. Un claro ejemplo de automatismo y rutina. “Tengo un oficio terrible. Antes era razonable. Apagaba por la mañana y encendía por la noche. Tenía el resto del día para descansar, y el resto de la noche para dormir” (Saint-Exupéry, 2019: 59). Después llega a un lugar que representa muchas veces la condición del trabajador asalariado en las grandes factorías (y también la continuación del personaje anterior): “¡Qué planeta tan raro! […] Es árido, puntiagudo y salado. Y los hombres no tienen imaginación. Repiten lo que se les dice” (Saint-Exupéry, 2019: 74).

Cuando conoce a un zorro éste también hace varios apuntes interesantes, por ejemplo: “los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes” (Saint-Exupéry, 2019: 81). ¿A alguien más le recuerda esa línea las prisas con las que vive el hombre? Esta novela se vuelve memorable no solo por la maestría con la que está escrita, o por el amor humanitario que nos hace levantar el principito, sino porque se vuelve recordatorio de disfrutar la vida y de cómo hay elementos que no permiten esto pues ponen la ganancia monetaria por encima de todo. Ya nos advertía Erich Fromm sobre la predominancia de valores mercantiles sobre valores humanos:

…el capital domina el trabajo; las cosas acumuladas, lo que está muerto, tienen más valor que el trabajo, los poderes humanos, lo que está vivo […]. Un número cada vez mayor de individuos deja de ser independiente y comienza a depender de quienes dirigen los grandes imperios económicos […] Empresas sumamente centralizadas con una división radical del trabajo conducen a una organización donde el trabajador pierde su individualidad, en la que se convierte en un engranaje no indispensable de la máquina (Fromm, 2015: 114-115).

Esa máquina resulta ser el mundo con las ideas de los gurús como gasolina que la echa a andar y la opinión pública como aceite que afina sus mecanismos. De ahí la importancia de no dar por sentado el mundo, de no resignarnos a que las cosas son así y ya no se puede hacer nada, de ahí la peligrosidad de que todos creamos los nuevos mitos, de ahí el riesgo de ya no preguntar. Cuando nos llenamos de riqueza sin alimentar el espíritu corremos el riesgo de volvernos petulantes, egocéntricos, vacíos, corremos el riesgo de quitarnos la dignidad como personas (y esto lo comprobó el psicólogo Paul Piff con su experimento del juego Monopoly) y resumir todo lo que somos a lo que tenemos y menospreciar a los que tienen menos. Esta situación es preocupante en México, un país donde está probado que sus jóvenes viven en pobreza, que sus universitarios no tienen trabajo y que profesores y médicos ganan poco. Hace bastante tiempo veía un comentario del futbolista mexicano apodado el “Chicharito” donde decíase sorprendido por ganar más que un médico. Es también sabido que un YouTuber gana más que un profesionista. ¡Ni hablar de eso, es ir contra los grandes gurús financieros! Las condiciones estructurales son invisibilizadas por sus mitos.

Ciertamente El principito nos devuelve las ganas de interrogar el mundo, las ganas de preguntarle por qué es como es, y lo mejor: de hacernos sabedores de que el mundo no es así, si no que así algunos cuantos lo crearon y se benefician de su creación en perjuicio de millones de almas. ¡Y ni hablar de su relación directa con el coronavirus que hoy azota al mundo por la depredación ecológica! Esa es la poderosa diferencia entre un niño y un adulto. El niño sueña, el adulto no. El niño pregunta, el adulto ya no. El niño aún no está dominado por mitos que el adulto ya asimiló. El niño, asemejado al soñador, al idealista, al romántico desea que un día logremos todos decir: “Debemos exigir que los gobiernos vuelquen todas las energías para que el poder adquiera la forma de la solidaridad, que promueva y estimule los actos libres, poniéndose al servicio del bien común, que no se entiende como la suma de los egoísmos individuales, sino que es el bien supremo de una comunidad” (Sábato, 2000: 58). Esa es la excelencia de El principito, que nos exhorta a no enajenarnos. Nos llama a –como la canción de Héroes del Silencio– Deshacer el mundo.

De aquí mismo la tristeza de que en México exista maltrato infantil a los niveles alarmantes que hay. Más tristeza aún es el tamaño de la injusticia que es tal padecimiento a seres que salen en galerías de imágenes demostrando su grandeza con gestos como limpiar lágrimas a un personaje que llora a través de una televisión, ayudar con la cruz al protagonista de Jesús en algún viacrucis, dar de comer a perros callejeros y más muestras de que conviene que no olvidemos la importancia de la niñez. La niñez como un Edén de inocencia donde la corrupción adulta aún no llega.

El principito nos enseña a preguntar, a ser niños otra vez, a soñar con un mundo mejor, a no permitir que nuestros sueños se vean frustrados solo porque el sistema no lo aprueba, a luchar por valores y por los hombres. A no hacer caso de lo contrario, a entender que “solo los niños saben lo que buscan –dijo el principito” (Saint-Exupéry, 2000: 87). El Nobel de Literatura, Rabindranaz Tagore, en su hermoso poema “El astrónomo”, nos dice todas estas ideas en unos cuantos versos:

Yo sólo le dije: “Cuando al anochecer la luna redonda y llena se/ enreda entre las ramas de ese kadam, ¿nadie podría cogerla?”/ Pero dada se rio y me dijo: “Niño, eres el chico más tonto que/ nunca he conocido. La luna está allí, lejísimos, ¿cómo podría/ cogerla nadie?”/ […] yo dije: “Dada, qué cosas tan absurdas te enseñan en la escuela./ Cuando madre se inclina para besarnos, ¿te parece muy grande su cara?”/ Pero dada volvió a decir: “¡Qué tonto eres!” (Tagore, 2010: 57).




Bibliografía

Saint-Exupéry, Antoine. 2019. El principito. México: Axial
Sábato, Ernesto. 2000. La resistencia. Argentina: Planeta
Huberman, Leo. 2013. Los bienes terrenales del hombre. Colombia: Panamericana Editorial
Fromm, Erich. 2015. El arte de amar. España: Paidós
Tagore, Rabindranaz. 2010. La luna nueva. El cartero del rey. Colección Premios Nobel.



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Arturo Aguilar (Zacatecas, 1991). Licenciado en Letras por la Universidad Autónoma de Zacatecas. En 2012 recibió el Premio Municipal de la Juventud, en 2016 fue galardonado con un premio al folclor municipal de calaveritas literarias; en 2017, 2018 y 2019 ganó distintos concursos literarios en el sector empresarial, en 2020 obtuvo el tercer lugar en el concurso “Cuando la poesía nos alcance” categoría B. Ha escrito cuentos, poemas, ensayos y artículos de opinión política y social; ha colaborado en el periódico online Periómetro, en La Soldadera suplemento cultural de El Sol de Zacatecas, en Efecto Antabús, en el proyecto independiente FA Cartonera y en las revistas literarias virtuales El Guardatextos, Collhibri y Revista La Sílaba.

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