Andrea
Miriam Bañuelos
El viento frío
del invierno se presentaba puntual en el pueblo, y como cada año la gente
regresaba para celebrar las fiestas patronales de la región. Mario volvía al
lugar, después de pasarse meses lejos, entre el café de la mañana y la rutina
de todo el día. Regresó con el anhelo de tomarse unos días tranquilos disfrutando
de su soledad, sin embargo el invierno traía consigo una sorpresa para él. Se
llamaba Andrea y tenía dieciocho años, cabello negro y largo, un aire elevado
de misterio y tranquilidad, la mirada profunda que inmediatamente le invitó a
Mario a sonreírle. Bastó con que ella marcara sus labios rojos en su mejilla para
que él dejase caer su ser en la aventura.
Mario
estaba anonadado, para él los encuentros con ella le hacían trasportarse a una
etapa no muy lejana de su vida, en la que solía ser joven e imparable, el estar
con Andrea en definitiva era poder revivir todo lo que su juventud le había
hecho sentir, la dicha de volver a tener diecisiete años, dejarse llevar por su
mirada, besarle la sonrisa entre los juegos mecánicos y las luces multicolor,
disfrutar con ella el paisaje que les proporcionaban las ferias decembrinas,
seguirla entre la gente cuando explotaba, contarle besos en secreto para que
ella se calmara.
Para
Mario los días pasaban lentos hasta volver a saber de Andrea, siempre esperando
su llamada en el teléfono, pasar por ella al anochecer para terminar
acariciando su piel morena bajo la luz de la luna y reflejándose en sus grandes
ojos negros. Se sentía fuera de sí, tan radiante y contento frente a sus
amigos, disfrutando el frenesí que le imponía aquella mujer. Las noches más
largas de su vida, tomando su cuerpo sobre innumerables superficies vírgenes en
las que dejaban plasmada la huella de sus cuerpos y el aroma a whisky que se
mezclaba con el perfume de sus pieles. Le parecía maravilloso poder profanar
con ella lugares improfanables, pasarse la noche en sofás viejos de casas
abandonadas y despertar sonriendo en las mañanas con el embriagante aroma de su
cabello entre sus manos después de haberla poseído en secreto afuera de su casa.
Pero
como cada Andrea ésta también se fue, se la llevó el viento un día por la
mañana, sin dejar para él una ligera despedida. Inconsciente de la fuerza con
la que sostenía al pobre hombre, abandonó el pueblo y dejó sus manos vacías. Tomó
el primer vuelo con el que se alejó para siempre de su vida, sin pensar en el
doloroso vacío que dejaría en el corazón de Mario; sin un adiós, ni una
sonrisa, sólo se fue.
Sin derechos. |
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