Un día necesario
Adán Echeverría
Ya no recorrerá la casa con esa lúgubre
silueta por ser introvertida.
El hospital y sus olores característicos le
dan tranquilidad. Saca del bolsillo derecho de su bata clínica el bilé. Se
remarca los labios. Con ese gesto se siente protegida y poderosa. Ahora sabe
que todo lo puede.
Será cuestión de acostumbrarse a esta calma.
Se dispone a pasar el tiempo, paladeándolo. Lo tendrá de sobra en esa casa que
será solo suya, o de quien quiera compartir con ella, quizá Enrique, quizá, o algún otro que aún no despliega
su rostro en el cerebro. La han dejado en paz y el futuro es un camino
allanado.
Desde la infancia supo que era diferente a la
igualdad física que le mostraba el rostro de su hermana, y quiso mantener, a
toda costa, la sensación de ser única. Elsa nació unos minutos después que ella,
y cuando tuvo conciencia supo que les habían dividido el alma. La odió en
silencio.
A su mente llega la estampa de esos tres
rostros que la han ido cercando año tras año. Los mira desleídos detrás de los
cristales que no dejan escapar sus gritos. La futura psiquiatra pudo descubrir
a tiempo los signos de la enfermedad: la mancha del silencio marcada en la
silueta de su gemela, que se cubre la cabeza con las sábanas del hospital. Los
gestos de su madre, arrastrada por la angustia; los ojos como gotas de aceite
en un charco. La mirada silente de Raúl, cargada de espejismos. Teresa se
detiene para abrocharse los tacones, ¿tiene dudas? No. Se ha librado de ellas y
de él.
Su madre no pudo entender las diferencias
entre sus hijas. Estaba convencida que el juego genético del gemelismo le
permitiría sentirse más madre que las demás, y tendría razón en quererlas
idénticas. Todo se complicó cuando la pubertad entregó aromas y estilos: Elsa
con el halago de los que la rodeaban, Teresa con el mundo en tonalidades
grises.
Camina despacio por el corredor del hospital.
Disfruta la superioridad que ostenta al reconocer la locura de los otros. Al
final del pasillo la espera Enrique. El cigarro en los labios. Con el humo que
exhala se elevan sus gestos medidos.
–¿Todo listo?
–Sí, todo de acuerdo al plan.
A los doce años vino la enfermedad de Elsa. El
silencio paseaba de puntitas por la casa, tocando el hombro de los personajes
que convivían en ella. Podían ver en los ojos de su hermana la sensación que
dejaba el roce de la muerte en cada uno de sus músculos. Teresa miraba su propio rostro en el de su gemela, ese
cuerpo hirviente de la chica que perdía kilos. La madre ardía en oraciones,
burbujeos de plegarias por la hija, unos minutos menor.
–Lo eres todo, resiste hija mía, tú lo eres
todo para mí –dijo la madre y al hacerlo alejó los pasos de Teresa hacia el
pasillo, del pasillo al cuarto, del cuarto hacia el interior de sí misma, hasta
sentir la soledad meterse en sus huesos. La muerte comenzó a reírse, con esos
dientes de muerte pura. Estridentes carcajadas en el espejo la perseguían, y
¿quién escuchará su desesperación si parece invisible en casa? Tuvo que apretar
la almohada contra el rostro, rezar las fórmulas que le enseñaron en el
catecismo para que las voces cedieran. Pero regresaban constantes, crecían con Teresa,
y tuvo que acostumbrarse a escucharlas todo el tiempo. Elsa no murió, pero en
Teresa la mirada se guardó seca.
Después apareció Raúl con sus gestos de niño
consentido para meter sus anhelos entre las paredes de la casa femenina,
persiguiendo con sus miradas las formas similares de las gemelas, sin decidirse
por ninguna.
De pie junto a su carro, Teresa se quita la
bata clínica y la tira a la parte trasera del vehículo. Frente a ella el
hospital siquiátrico la observa. Se pasa de nuevo el bilé en los labios,
mirándose en el espejo de mano, se hace una coleta en el cabello, se polvea la
nariz, y guarda todo en el bolso. Desde temprana edad todo lo juzgaba a través
de los rostros que de ella misma se había inventado; discutió noches enteras la
posibilidad de abrir el muro y permitir la entrada de Raúl a su vida: ¡Estás
loca! ¿Si nos descubre? ¿Quieres que sepa de nosotras y nos eche de tu lado? ¿Te
hemos hartado, Teresa?, Estamos contigo porque nos necesitas. ¡Queremos
apoyarte!
–No es que no las quiera, pero debo encontrar
alguien más.
–¿Para qué, te aburrimos?
–No es eso –y la razón pudo más. Las voces
pudieron más, clausuró sus pensamientos.
Ha atravesado el estacionamiento con Enrique
siguiéndole los pasos, el futuro brilla en la pintura roja de su automóvil.
Hacia el frente la luz, atrás queda la oscuridad de una vida absurda de la que
ahora se deshace.
Raúl no pudo romper las barreras que Teresa
había puesto. Ella lo escuchaba con desgano, con fastidio, escondiéndole su mundo,
fuera de él y de todos.
–¡Déjalo, es un tonto! –le decían las voces
una y otra vez.
Enrique la toma de la mano, le ayuda a subir al
carro y cierra la portezuela. Va hacia el lado del copiloto y toma asiento
cuando el motor se pone en marcha. Tere sigue pensando en su madre con los ojos
encendidos por el horror. ¡Nunca olvidará esos ojos!
–Deja que el tiempo lo arregle todo –dijo
Enrique, y Teresa recorrió con la vista su cuerpo adelgazado. Lo miró al
acomodar el espejo retrovisor y tragó silencio. ¿Para qué verter nuevas
palabras si ya todo está dicho? Mirará el futuro como una pluma que se eleva.
Enrique paseará con ella. Al fondo de la memoria quedará esa familia con la que
creció por veinticuatro años.
Fueron años de sentirse perseguida por el
grillete social que su madre quería imponerle. No te conoce como cree; sé
fuerte y piensa. Todo es un juego de ciegos, se guían unos a otros por
intricados laberintos, le dijo Enrique minutos después que había llegado a su
vida. Y era cierto.
Teresa persiguió la inteligencia como un ave
de presa. Las lecturas le han devuelto la esperanza. De niña su refugio era la
biblioteca cercana a la casa. Cuando joven necesitaba de los encierros en el
baño, por la madrugada, para descubrirse en las historias que le parasitaban el
cerebro. Muchas veces detuvo sus charlas, con esas voces que decían entenderla,
justo cuando Elsa o su madre entraban a su recámara.
–¿Por qué te encierras? –Tere sonríe. Nunca
sabrán qué se siente estar inundada de pensamientos.
Elsa sospechaba algo turbio creciendo en el
interior de su hermana. Sentía que la soledad de Teresa la consumía. Se
resistió a aceptarlo y quería que su hermana escapara de esa agonía. Pero no
supo cómo acercarse a ella. La barrera que Teresa había puesto entre ellas,
luego de la enfermedad que casi le cuesta la vida, era infranqueable. ¿Cómo
hablar con alguien que siempre está a la defensiva?
–Tere, dime por favor qué pasa.
–Averigua qué pasa contigo.
–Cada día estás más rara.
–Lo mismo digo.
–No sales, y este cuarto tiene un olor a...
–Nadie te pidió que entraras.
–Debes salir con alguien...
–No necesito lo mismo que tú, entiéndelo de
una buena vez.
Y un día se dio cuenta. Su madre, su hermana
y Raúl eran presas de alguna de las enfermedades que sus libros señalaban.
Enrique se lo había intentado hacer notar pero ella no quería creerlo. Ahora se
ha convencido. Tiene que hallar la forma de ayudarlas.
Su cuarto era territorio sagrado. Ahí tenía
lo que necesitaba: libros, revistas de ciencia y, desde hace unos meses, a
Enrique.
–Habla tanto de él y no quiere que lo
conozcamos. ¿Algún maestro? –discutían Elsa y su madre. Tere cerraba la puerta
rápido para que no se dieran cuenta que las oía.
Enrique apareció el último semestre de la especialización
en psiquiatría clínica. Fue mutuo el reconocimiento. El silencio puntiagudo
hizo un hoyo profundo en su cerebro y por ahí logró colarse. Todo fue un
continuo pasearse por los jardines del campus hasta convertirse en la burla de
los estudiantes. Enrique gozaba de unos hermosos labios apretados y las
palabras justas que Teresa requería (o quería) escuchar.
–¿Percibes como yo que somos iguales?
–Odio eso, es justo de lo que he huido
siempre.
–No como tu gemela. Somos iguales sin
comparaciones a la ligera.
No fue casualidad que Teresa escogiera la
especialidad en psiquiatría. Ha logrado darse cuenta a tiempo de los males que
aquejan a su familia y a Raúl. La locura primigenia puede ser tratada con
tiempo y vigilancia diaria. Deben tomarse las medidas necesarias de inmediato,
para que logren la recuperación. Lo ha dicho el mismo director del hospital.
Como su ayudante, Teresa ha mostrado avances por su dedicación con los enfermos.
Se ha ganado el reconocimiento y la confianza del médico.
–Nunca he platicado tanto con alguien –le
dijo Enrique en la cama. Se contaron frustraciones mutuas, y Teresa se
descubrió intoxicada.
–¿Y Raúl? ¿Qué harás con él?
–Qué puede importar ese estúpido.
–¡Cállate, que te gustaba Raúl!
–Claro que no. Nunca nos gustó de verdad.
–Tú que sabes.
–No me interrumpas. Tere, diles que no me
interrumpan.
–Dirás que no nos interrumpan.
–No las escuches.
–No hagas caso Tere, ninguna sabe lo que
dice.
–¡A callar! –gritó Teresa mesándose los
cabellos. Y desde entonces sólo fue Enrique.
Ha sido fácil diagnosticar a los que la
persiguen. En sus gestos y ademanes se palpa la posibilidad del trastorno de los
sueños: amor al poder, a sobresalir, a destacar. Ansiedad que causa frustración.
Fallas anatómicas producto del mestizaje. Los continuos fracasos amorosos de su
hermanita. El desencanto, la lujuria, la búsqueda del sexo fácil. Esa paz
efímera a través del arrepentimiento y la penitencia religiosa. ¡Tantos años
lleva su madre disculpándose por todo! ¡Temiendo castigos después de la muerte!
Mientras las observa detrás del vidrio, las mira rascar el suelo y las paredes.
Se han vuelto conejillos de indias en los apuntes de Teresa. Ella y el orden
establecido que le ha enseñado Enrique: tomar notas y ofrecer hipótesis. Sólo
falta la comprobación de sus ideas.
Mientras hace el amor con Enrique frente a
los espejos que ha dispuesto en la sala, reconoce la lujuria y la decadencia como
aros del mismo grillete. Le queda disfrutar el miembro que en este momento la
penetra. Quisiera sentirse como el pobre Raúl ansioso siempre por la piel
desnuda de cualquier mujer.
Elsa no alcanzó a decir palabra, los gemidos
del orgasmo quedaron atrapados por la mordaza y las cuerdas que unieron su
espalda y nuca al pecho y abdomen de Raúl. Teresa siempre supo que la
engañaban. Las miradas cavilosas de Enrique resbalan por las paredes a la hora
de enfrentarse a ellos. Junto con Teresa los han sorprendido teniendo sexo.
Luego el martillante juicio de ¿por qué lo haces? Somníferos y despertar en el
siquiátrico.
La madre llegó histérica al hospital. Teresa
la recibió en la oficina del director. Todo estaba preparado; el doctor ha
confiado en su alumna, y sucedió tal como Teresa había dicho: habrá que
dormirla de prisa.
–Has hecho bien en internarlos. Hacen falta
muchachas como tú, que tomen en serio la profesión –dice el director dejándola
a cargo.
Enrique y Teresa los cuidarán hasta que ella
acabe el posgrado, ahora arquea las espaldas cuando le llegan al fondo. Aprieta
las piernas sobre el torso de Enrique: yo te cuidaré, ha sido la promesa. Teresa
se mira en el espejo. Se siente como si fuera Elsa con su mismo corte de
cabello. No alcanza a ver el vibrador pero lo siente completo en su interior.
Con una mano continúa masajeando los pechos, su abdomen, sus labios y se
humedece los dedos con la lengua, con la otra mano se encarga de hacer entrar y
salir el dildo. Sonríe y se mira lúcida y completamente sola, contorsionándose
frente a la mujer del espejo. La voz de Enrique le dice cuánto la necesita y
ella baja la otra mano a su vagina.
–Acá estoy. Toda para ti –se contesta
poniendo los ojos en blanco.
“Retrato de película (Incisión) III / Film Portrait (Incision) III”,
collage, 2005 © John Stezaker
|
Comentarios
Publicar un comentario