El vampiro, poeta de las perversiones
Luis Mendoza Vega
Triste espíritu,
otro tiempo amante de la lucha,
la esperanza, que
antaño excitaba tu ardor,
¡no quiero ya
cabalgar contigo! Acuéstate sin pudor,
viejo caballo,
cuyo pie tropieza con cada obstáculo.
Resígnate, corazón
mío; duerme tu sueño pesado.
Charles Baudelaire,
“El gusto a la nada”
El poeta es perverso, abyecto contra todo
pudor, debe ser desterrado de la polis.
Para Platón la criatura que observa y medita ante el abismo de los placeres,
quien, además, palpa las entrañas de los vicios humanos debe estar fuera de la
República. El poeta es un provocador, causante de lo irracional; del amor, de
la cólera y de todos esos movimientos del alma, dolorosos y placenteros.
¿Cuántos no hemos caído bajo la ensoñación de un poeta? ¿A cuántos nos ha
perturbado al estar a solas? No obstante, persiste aquí la paradoja del deseo y
el infortunio; por frenesí, tendemos hacia la demencia a manos de estos
desterrados: ora los poetas, ora los vampiros.
Es conocida la génesis de
obras, piedras angulares de la literatura de terror. Lord Byron, emblema del
Romanticismo inglés, en una noche de 1816, acompañado de Percy B. Shelley, Mary
Godwin, Claire Clairmont y John William Polidori, su médico personal,
comenzaron a contar historias sobre fantasmas, reunidos en Villa Diodati, cerca
del lago de Ginebra. La propuesta de Lord Byron para escribir sobre
“aparecidos” resultó punto de partida para ciertas obras; por un lado, Frankenstein o el Prometeo moderno (1818)
de Mary Godwin Shelley; asimismo, el cuento “El vampiro” (1819) de John William
Polidori. Este último sería el arranque de la mitificación de los upiros en la narrativa occidental.
Es significativo
mencionar los antecedentes del tema vampírico en la obra del poeta inglés, en
su poema “El Giaour” (1813) hace uso de la figura del reviniente, con una clara
fascinación y sensibilidad a lo macabro: “Pero primero sobre la tierra, como
vampiro enviado / tu cadáver de su tumba será arrancado; / entonces atrozmente
rondarás el lugar natal / y chuparás la sangre de tu raza”. Dado el interés por
el tópico, le será adjudicado por un tiempo la autoría del relato a Lord Byron.
Asimismo, su médico quien, a su sombra, tenía gusto por la escritura, era poco reconocido
y menospreciado por el poeta. Ambos mantenían una relación arisca que se
manifestaba a través de burlas e ironías. Por encima de ello, Polidori debía
realizar bitácoras de todas las actividades del autor, mediante lo cual, conocería
sobre sus aventuras y debilidades.
Respecto a aquella noche en la villa Diodati,
Lord Byron comenzaría una novela inspirada en su viaje a Grecia, la cual dudó
retomar. En cambio, fue su médico quien, haciendo quizá un retrato irónico,
construyó la imagen de un libertino Lord-vampiro a partir de la idea del viaje.
Por lo cual, y pese a los años de su concepción, resulta una estética vampírica
que persiste.
A razón de lo anterior,
dicho cuento nos presenta a Lord Ruthven. Un hombre deseado, fundado en el
arquetipo de Don Juan; con una mirada penetrante suscitando, en las profundidades
de su víctima, las más extrañas sensaciones de asombro y gozo por lo extraño:
un efecto sublime de vastedad y poder. Pues si bien, sentirnos observados es ya
sentirnos poseídos, de lo peculiar surge aquello peligroso del personaje. Vale
la pena mencionar que Lord Ruthven conserva, amén de táctica, “la fama de
lengua lisonjera”: arte de conquistar por la palabra. De esta manera, el
vampiro es un ser maligno que produce admiración; su figura seduce, se desea y
allí subsiste lo fatídico.
Por otra parte, está su
compañero de viaje, un joven caballero llamado Aubrey, quien, dominado por un
pensamiento romántico, aguza su curiosidad por aquella criatura. Un mancebo
sumiso a la imaginación, a los sueños de los poetas donde contempla al vástago
de su fantasía. Aubrey se encuentra a merced de su objeto de deseo, de quimeras
desestabilizadoras; que conducen, inevitablemente, al destino de toda pulsión
humana: la locura o la muerte.
Según Edmund Burke, lo
sublime amenaza la estabilidad racional, y no hay mayor excitación que la idea
de muerte. Las víctimas de Lord Ruthven son condenadas, todos quienes le admiran
habitan la miseria, el averno de la infamia y la degradación. El vampiro es
perverso: placer y dolor habitan en su mirada. Así, Aubrey está sentenciado; el
viaje a Grecia es su descenso a aquella mazmorra fétida del destino: la
demencia.
Situado en Atenas, el
joven caballero conocerá a una campesina quien le relatará historias sobre espectros,
los cuales se manifiestan en el bosque, donde Aubrey se hallará perdido entre
las sombras. Allí la curiosidad lo hará testigo del crimen, de la muerte de la
campesina a manos del monstruo. Suceso que lo conducirá al delirio y al
reencuentro con Lord Ruthven: una suerte de conciliación, muerte y deseo. Pues
tan pronto se goza adviene la tragedia, así somos testigos del deceso del Lord.
Ante lo cual, antecediendo a su desaparición, Aubrey es sujeto a una promesa frente
al desahuciado, quien le obliga callar todo acerca del viaje.
Pero así como los poetas
se elevan a otras existencias y las asumen, los vampiros persisten más allá de
la conciencia de la víctima: poetas y vampiros andan tras las máscaras después
de la muerte ficticia. Ellos son el ojo maligno que siempre sueña despierto.
Así comienza la demencia de Aubrey tras su retorno a casa, donde es sorprendido
por el repentino casamiento de su hermana. Su locura se acrecienta tras
enterarse de quien es el futuro esposo: Lord Ruthven bajo el nombre del conde
de Marsden. Sin embargo, la promesa dictada en el lecho, le prohíbe hablar. Lo
anterior lo conduce, como se ha dicho, a la muerte que subyace en los placeres:
muerte sin fin del yo racional que
deviene la muerte orgánica. La consumación del placer es la supresión del sujeto.
Lord Ruthven sacia su deseo en el sacrificio humano, vemos cerrado el ciclo:
¿Quién podría resistirse a su poder? Su lengua lisonjera estaba llena de peligros y artificios, podría hablar de sí mismo como un individuo que no sentía simpatía por ningún ser en la populosa tierra, excepto por aquella a quien se dirigía; podría decirle cómo, desde que la conociera, su existencia había empezado a parecerle digna de ser conservada, aunque sólo fuera para poder oír sus suaves acentos; en suma, tan bien sabía emplear su arte de serpiente o, si no, tal era la voluntad del destino, que pudo conquistar su amor.
Existen en la figura mítica del vampiro
ciertas pautas que nos hacen intuir su naturaleza de poeta: perversidad, visión
de un mundo onírico, su palabra que embelesa. Si bien Lord Byron no funge como
autor del relato, lo vemos claramente como incitación a un fenómeno mediático que,
hasta hoy día, se deja ver en el personaje cruento que sobrevive.
En suma, el poeta tiende a
lo vampírico, pues lo vemos merodearnos, despertar en nosotros las anomalías
del espíritu y disfrutar de la sordidez humana. Es un confinado de la
República, Platón lo ha dicho: el poeta es nocivo para la razón, debe estar
fuera de la urbis. El poeta tiene sed
de gozar, que es sed de vida, que es a su vez sed de muerte. Así henos bajo el
hechizo de su mirada, con el ansia que provoca su figura, somos presas de la
vileza inhumana. Bienaventurados nosotros, víctimas de tales entidades
perversas: vampiros y poetas.
Luis Mendoza Vega (Otatitlán, 1999).
Estudiante de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas de la
Universidad Veracruzana. Ha participado en talleres de creación literaria y en
diversas presentaciones de jóvenes escritores. Actualmente es miembro de la Revista
Literaria Tintero Blanco.
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