Carlitos
Sarahí Arias
Nunca me gustó ir a la escuela, iba obligada por mi abuela que en ocasiones me tenía que llevar hasta el salón de clases; una vez ahí y ya con la mirada de mis compañeros no tenía otra opción más que recomponerme y aceptar mi derrota, sentarme y escuchar a la maestra balbucear un montón de tonterías, un poco histérica y atolondrada.
Recuerdo ese día que me senté al lado de Carlitos, un niño bajito, lleno de pecas, más parecido a un comino que a un ser humano, con los dientes chuecos y amarillos. Toda la mañana se la pasó molestándome, jalando mi cabello y picando mis costillas, pero lo más aterrador fue cuando me miró directamente poniendo cara de diablo y advirtiendo que a la hora de la salida me iba a perseguir. Cuando me lo dijo sentí que la sangre se me bajaba, comencé a sudar frío, mis manos estaban temblorosas y me faltaba el aire.
Pedí permiso para ir al baño, me lavé la cara y me miré al espejo, estaba pálida con los labios morados por el susto. Debía pensar en algo pronto; decirle a la maestra era una opción, así que me armé de valor, regresé al salón, pero cuando me paré frente a ella me quedé sin palabras, ella me miró desconcertada y me pidió regresar a mi butaca, había perdido esa oportunidad y debía pensar rápidamente en otra. Decidí platicarles a algunos de mis compañeros, pero ya era demasiado tarde, ese escuincle lleno de odio ya les había dicho, y ellos, serenos, me aconsejaron que le dijera a la maestra. Pero ellos no lo entendían, ya no podía hacerlo, ya había dejado pasar esa ocasión, no podía pararme otra vez frente a ella con mi cara de tonta y pedirle ayuda, a fin de cuentas ¿qué podía hacer ella? ¿Pedirle a ese demonio que no me persiguiera? Él hubiera dicho que no era verdad y entonces yo hubiera quedado como mentirosa y cobarde.
Recuerdo que sonó el timbre anunciando la hora de recreo, salí sigilosamente, corrí a la cooperativa, me compré unos cacahuates y busqué un lugar para refugiarme. Me encontraba sentada en la banqueta afuera de un salón viejo, observaba a los niños jugar todos tan tranquilos sin nadie que les atormentara su existencia. Y de repente veo a ese vil niño que me estaba torturando, jugando tan despreocupado sin peso alguno en su consciencia. Me paré antes de que lo notara, pero al irme el muy igualado me habló por mi nombre, con una sonrisa volvió a amenazarme. Traté de no vomitar en ese momento, me dirigí al baño y aventé toda la bilis que por la mañana se me había acumulado.
El recreo había terminado, todas mis posibilidades se esfumaban. Los niños aún estaban agitados después del corto receso y ese malévolo estaba sudado, comiendo chocolate, embarrándose la cara y la ropa como un bebé. La hora de salir se acercaba, ya no tenía tiempo, debía idear un plan sin ayuda de nadie. No tenía más opciones: debía correr.
El timbre de salida se escuchó, todos gritaron eufóricos. Yo estaba aún asustada, pero en el fondo había un poco de valentía y un ímpetu que no era mío, levanté mi silla, me acomodé la mochila, me quité un mechón de la cara que me estorbaba, lo miré de reojo y él al percatarse volvió a decirme en voz muy baja, casi susurrándome, que me perseguiría. Tomé todo el aire que pude, me preparé como si estuviera compitiendo en carreras y cuando abrieron la puerta salí velozmente. Mis pies eran tan ligeros como un correcaminos, esquivaba todas las piedras que se me cruzaban para no tropezar, con un salto olímpico pasé el riachuelo que tenía poco tiempo de haberse formado, sentía la adrenalina en mi respiración. Me di unos segundos para descansar y aproveché para mirar atrás y ver dónde venía ese Lucifer, me sorprendió no verlo enseguida, enfoqué mi visión para buscarlo y a lo lejos vi a un pobre niñito que no podía correr porque su mochila era más grande que él, empecé a reír a carcajadas; el muy torpe no podía ni cruzar el riachuelo, y los pantalones se le caían de tan grandes que eran. Sentí pena por él y sentí pena por mí. Cómo era posible que ese pedacito de carne, esa miniatura llena de pecas, ese botoncillo mal hecho, me hubiera hecho sentir miedo. Acomodé mi cabello, limpié el sudor de mi frente, volví a respirar y seguí mi camino tranquilamente.
Recuerdo llegar a mi casa satisfecha por aquel logro, sin miedo y sintiéndome infinita. Mi corazón aún estaba agitado, dejé la mochila en el perchero de la entrada y me dirigí a mi habitación para descansar. No puedo decir que ese día fue normal, algo dentro de mí seguía lleno de euforia, ni siquiera pude comer en todo el día. Estaba enojada, estaba exhausta, estaba excitada. Al día siguiente me levanté como de costumbre, pero con la sensación de querer ir a la escuela, quería vengarme de ese niño zopenco. No sabía cómo, ni de qué manera, ni en dónde, pero sabía que lo haría. Fui la primera en llegar, me senté hasta atrás para cazar mejor a mi presa. Saqué mi cuaderno y escribí Ahora es mi turno, guardé la nota en el bolsillo de mi chamarra, planeaba hacerlo sufrir como él lo hizo conmigo, pero lo mío sería peor. El tiempo pasaba, la maestra no aparecía y ese malnacido tampoco, me comenzaba a inquietar cuando repentinamente entró. Estaba casi transparente, sus labios temblaban, sus ojos estaban rojos: Carlitos había muerto.
Se había resbalado cuando intentaba cruzar el riachuelo, no cayó fuerte, pero se pegó en la cabeza, murió al instante, eso había dicho la maestra. Pensé en lo ridículo que era incluso hasta en la muerte, pensé que yo era la culpable de aquel accidente tan vergonzoso, pensé en que pude haber sido yo. Los días a partir de ese hecho no fueron los mismos para mí, la escuela tenía un olor diferente, olía a chocolate amargo, a madera podrida, a agua estancada. Todos parecían seguir con sus vidas, pronto se dejó de hablar de ese suceso. A los quince días quitaron la foto de Carlitos que habían colocado en la capillita de la escuela, a los quince días ya nadie pronunciaba su nombre, a los quince días todos lo habían olvidado, todos excepto yo. Han pasado algunos años, aún conservo la nota que le escribí, Ahora es mi turno, aunque nunca lo fue.
"El país escuela" (1871), Winslow Homer (1836-1910). |
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Sarahí Arias (Fresnillo, Zacatecas, 1996). Actualmente estudia Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara. Descubrió el mundo literario a una edad temprana, pero por diversas situaciones esa afición se fue postergando y dejando de lado. El gusto por escribir sucedió hace no mucho tiempo, fue por influencia de un taller impartido por la poeta jalisciense Laura Nicté Sólorzano Pérez. En ese taller comenzó a incursionar en el ámbito de la narrativa.
Hermoso me encantó 💖
ResponderBorrarUna historia conmovedora con un fuerte mensaje
ResponderBorrarMuy padre ojalá y se siga desarrollando está vena literaria
ResponderBorrarUna historia linda pero a la vez impactante.
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