El día más caluroso del año

Antonio Rojas Silverio


María se movió a mi lado, la miré con atención: cabello castaño, piel desnuda, sin brillo; una sombra. No estaba mal, pero a mí no me gustaba en absoluto. Me reproché seguir haciendo lo mismo. “No puedo creer que ya es abril, lo rápido que avanza el tiempo y lo fugaz que se vuelve todo”. La sonrisa de Valentina, junto con su voz, se alzaba como una humareda dentro de mi memoria.

—¿No puedes dormir? —abrazó mi pecho desnudo.

Perdía mi tiempo en esa cama; con esa mujer, en esa vida. Mi camisa apestaba a ella, la nostalgia por el olor de Valentina se apoderó de mí, me levanté. Sin limpiarme, me puse los pantalones. Antes de cerrar la puerta gimió.

—Quédate —su tono era infantil, una niña pidiendo un capricho.

Eran las seis de la mañana, el sol avanzaba en la distancia iluminado todo. Desde lo alto, volví la mirada hacia sus rumbos, la sonrisa de Valentina se repetía cuadro por cuadro en mi cabeza. “¿Se habrá levantado ya?” El cielo parecía arder a lo lejos. “No puedo creer que ya es abril...”.

Así que recuerdo entrar al primer lugar que se tropezó conmigo. Mi inquietud se convertía en un deseo imparable por comida. Quería borrar de mi boca el sabor de María.

—¿Qué le ofrezco? —la mujer tendría unos cuarenta años, yo no sabía qué pedir: era la primera vez que estaba solo en un lugar así.

—¿Qué me recomiendas? —cuando la miré a los ojos, se sonrojó. La voz de Valentina fue un golpe: “¿Siempre tienes que coquetearle a las meseras?” Mi sonrisa se apagó y comí en silencio.

En aquel año los días se volvían más largos y calurosos con cada semana, la tierra agonizaba en una lenta fiebre. Seguía siendo abril, cinco de abril: ese día cumpliríamos cinco años de novios y uno de casados. “Tienes que cuidar de ti”, la voz de Valentina volvía a mí desde ese lejano día de playa; de ese día, solo quedaba el recuerdo. El tiempo había llenado de arena mi memoria y no lograba sacar a la luz qué hice mal ese día.

No estaba seguro, quizá lo estaba reprimiendo, el caso es que entonces ella terminó llorando. Yo la hacía llorar en esos últimos años, creo la hacía infeliz. Llegué a preguntarme si acaso el calor insoportable de aquel día de playa había influido en la despedida de Valentina, nadie sabe cuándo será la última vez.

Mientras estaba en cama, cada gota de sudor me restaba cordura. Llamaron a mi puerta. Era Carlos, su camisa se le humedecía contra el cuerpo rollizo. Traía consigo dos grandes latas de cerveza, detrás de él refulgía su camioneta roja. Me saludó con aquella sonrisa muy característica suya, recordé cómo Valentina, de manera constante, me pedía replicar esa sonrisa. No tenía ganas de hablar con él, ni de salir, sin embargo, el remordimiento en mí comenzó a abrumarme y me fue imposible no aceptar.

—María me dijo que le pareció verte —me sobresalté, al advertirlo Carlos soltó una risa—, no te preocupes, no te estamos vigilando.

—Hace mucho que no te veía —la cerveza helada apaciguó el sofoco del mundo.

—Sí, escuché hace tiempo que regresaste —cauteloso, me miraba. Sin percatarme, nos habíamos puesto en marcha y cruzábamos la ciudad— ,pero nunca te encuentro en casa, casi parece que me evitas.

—¿Por qué haría eso? —mi tono era desértico, pero el corazón me ardía, “Lo sabe”. El auto ascendió por el puente rumbo a los muelles.

—Sé que ha sido difícil, que quieres estar solo —balbuceó—,es decir, la pérdida; sé que no murió, pero… que ya no esté —me miró de soslayo con preocupación, escuché gaviotas.

—Ya no pienso tanto en ello —vacié amargamente la lata de cerveza.

Un silencio pesado se extendió por el vehículo. Mis ojos se perdieron: el mar azul se extendía interminable a la distancia, trataba de recordar la risa de Valentina, comenzaba a desvanecerse, me aferraba a nuestros vestigios. Carlos seguía mirándome como esperando un veredicto.

—Sé que es duro cuando te dejan de amar —su voz se ensombreció. Una brisa marina precedió un calor que asfixiaba el auto.

—¿Tú cómo sabes eso? —la rabia me envolvió, deseaba arder con el mundo—. Eres felizmente casado —finalicé con tono sarcástico al recordar a María.

—Mi esposa se acuesta con otro —levantó la voz, como si acabara de confesarlo para él mismo.

Por un momento no lo reconocí, había dejado de ser “Carlos el de la sonrisa”; ahora veía frente a mí un hombre roto, como yo. Las olas rugieron de repente, nos desviamos de la carretera a la playa. Aquella confesión se había convertido para mí en un alarido que cimbró cada parte de mi cuerpo, yo era el responsable del dolor de aquel hombre.

—Ni siquiera tengo idea de cómo decirle que lo sé —paró la camioneta, estábamos en la playa y comenzaba a atardecer—.Tengo que soportar el olor a sexo que despide cada viernes después de ir al “gimnasio” —rompió en llanto, un llanto profundo y doloroso que se ahogaba con el sonido de las olas de mar—, tengo que soportar ver su ropa interior manchada de esperma en el canasto de la ropa sucia.

No había palabras en mí, llorábamos juntos. Pasaron los minutos y nuestros ojos estaban hinchados, como un cadáver que se ha sumergido por mucho en el mar. El sol se ahogaba frente a nosotros, le extendí la mano sobre el hombro; me miró, los ojos quebrados. Entonces reconocí la playa, era la de aquella vez, la última vez.

—Esta es la despedida, amigo —apoyó su mano en mi hombro—, baja de la camioneta, a donde voy, no es tu destino.

Antes de verlo partir me pregunté qué hacer, no quería dejarlo ir. ¿Y si moríamos los dos? No quería que mi amigo sufriera, pero me quedé inmóvil, sin la fuerza para poder detenerlo, nadie puede salvar a nadie. Me miró desde detrás del volante, la arena en mis pies flameaba.

—Ninguna mujer vale tanto sufrimiento, ni siquiera Valentina —sentí que algo me había sido arrebatado—. Somos una generación de hombres criados por mujeres, me pregunto si lo que necesitamos realmente es otra.

No volví a ver a Carlos. El sol descendía más a las profundidades, aun así, me pareció que el calor no cesaba. Ahora en el cielo se arremolinaban humos extraños. “Ya van dos que se despiden de mí en esta playa”.

Me acerqué a la orilla del mar. Aquella inmensidad se extendía frente a mí. El vapor seguía subiendo; el mar era una olla a punto de hervir. Me quedé pasmado observando el naranja que destrozaba el cielo. Luego de internarme, me perdí en el oleaje y el golpeteo de las olas en mi pecho se sentía como si me cocinara.

Rompí en llanto, pensé que ahí, en medio de tanta agua, me encontraba rodeado de lágrimas; que, de alguna forma, cada una de las lágrimas de hombres como yo o Carlos iban a parar ahí. Un ardor se elevó desde la tierra y el mar burbujeó, el aire quemaba. “Todas las lágrimas mueren en el mar”, tenía razón Valentina. El mar golpeaba en la orilla, como un caballo; encabritado, blanco, de espuma que galopa, las olas eran sus patas de salvaje cabalgadura, el atardecer: su crin, una llamarada humeante que llenaba el cielo de abril.

"La destrucción de Tyre", John Martin, 1840.

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Antonio Rojas Silverio (Ciudad de México, 2000). Estudiante de la Licenciatura en Diseño y Comunicación Visual, FES Cuautitlán. Miembro del Taller de Creación Literaria del FARO Indios Verdes, ha publicado en revistas como Neotraba, Grafógrafxs y Paladín.

Comentarios

  1. Excelente 👌 historia!!! Bien llevado. Acaso hubiera sido necesario abundar un poquito en ambos amigos.

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