De cuando Teseo se enfrentó de cara a las polillas

Walter Palacios


En un principio no había nada; la muerte lo envolvía todo.

Marquito se solidifica. Es un átomo estático, firme e indivisible de sí mismo. Es la distancia que disfraza el camino entre su mirada y la del ojo que adorna los imposibles matices de lo (des)creado. Es cuerpo y, como tal, le sientan bien los ritos matinales: estirar las piernas, los brazos, separar las vértebras y hacer crujir los músculos del cuello hasta que la vista se le disuelva en el falso irisar de un desmayo simulado. Bosteza. Entonces se sabe singular, hijo heredero brahmánico de pupilas negras y cabello enmarañado. Sentado al borde de la cama es puesta y ocaso; un hombre despierto. Bebe agua hasta la transformación: es espuma certera que ondula poliédrico en el flujo del nacer-crecer, sufrir-morir- junto a deidades pentaméricas, teñidas de multi color saturado que adornan las cortinas de su departamento en la Roma. Alea iacta est. Fuma en lenguaje de volutas. Orina en dialectos de todos los placeres. Es vertido, disuelto en giros a la derecha. El mundo se mueve con él; luego vira a la izquierda, hacia arriba, hacia abajo y así hasta rozar lo divino. Hecho vórtice, aterriza tibio sobre la porcelana umbilical que, tarde o temprano, lo ha de conectar al mar.

Endorfinas nacidas del tono vesical reinstaurado.

Y una vez frente a la máquina de escribir, Marquito invoca ese mantra íntimo que aprendió durante una de sus tantas visitas al parque japonés que tiene cerca. Allí, suspendido y liviano, flotando entre pagodas y puentes de importación transpacífica, aprendió a repetirse lo mismo hasta adoptar la huérfana convicción de creer: azul eléctrico para mis madres, para los seres, para los que me dañan y para el vacío. Azul eléctrico hasta alcanzar la perfección. Azul-madre, azul-ser, azul-daño, azul perfección.

Marquito eléctrico. Así no, saquen el pecho y estiren la espalda. Respiren. Deben imaginar un hilo invisible que les sujeta la cabeza; alguien tira de él, les estira el cuerpo, los acerca al momento, a dejar pasar de largo esa espina envenenada que nos hiere de nacimiento, y seguir. Ser uno. Recuerden sacar el pecho, estirar la espalda, sentir el hilo y respirar hasta llegar a veintiuno.

Se detiene a la segunda repetición. Arruga la hoja. Se siente trillado, invadido. ¡Eso ya está escrito! Y Marquito sabe que el único pecado de Dios es el autoplagio. Pero a Marquito nadie lo lleva a cuestas en peregrinaje a ningún santuario, tampoco se quema incienso en su nombre ni se purifican las almas en los ríos que brotan de la herida infligida por la espada que Marquito mismo empuñaba cuando hirió, eones atrás, antes de los dinosaurios y los protozoos, a la tierra mientras él la entregaba al sueño de un sueño de su sueño. Entonces: ¿De dónde va a sacar él una estrella? Y supongamos que la tiene. Bueno. ¿No sería ese, otro avatar de la falta de ideas? Aunque también hace de orfebre del mito. Con un despliegue de falángicas postales, condena al universo a la petrificación:

Sale de sí. Repta. Urga. Lame y profana un cilindro hecho de nebulosas. La fuerza y el impulso le arrancan la piel. Lleva encima una tela hecha de huesos y nervios que al poco tiempo, una vez desnudos y erectos, será más liviana que la atmósfera del planeta más joven nunca visto. Desde su reino —de otro mundo—abrirá los ojos. Medusa nacida del último huevo eclosionado bajo el último árbol. Transmuta en espejo con forma de Omega. Es el frío que alguna vez fue y del que nadie ha de buscar abrigo.

Pero Marquito nunca estuvo ahí. Él se detuvo desde el autoplagio, cuando la hoja cayó en el cubo de basura. Por eso respira, porque el veintiuno sigue lejos. Pecho, espalda, hilo, azul eléctrico, madre, seres, dolor y perfección. Recién estaba en el siete.

Un amigo suyo —a propósito de los días de la semana— le habló de un hindú que conocía a un alemán que odiaba a un vienés inmune al látigo y que, al igual que él, era aficionado al perico, al llavazo, al rayoneo, a la coca. El límite de Marquitos es a posteriori. Dos gramos y veremos que sucede. Dos nada más. Porque dos son las respiraciones que le faltan para llegar a veintiuno, también son dos sus testículos, dos las únicas novias que ha tenido e incluso son dos los padres que jamás tendrá y a los que dedica, a cada uno, una línea. Primero una. Mira al techo y tensa el cuello. Luego la otra. Dos son las veces que reescribió el único cuento que se puede decir era decente. Dos las comidas que hace al día, dos los litros de vino. Dos meses lleva escribiendo la misma historia y dos horas tuvieron que caer en desuso antes de darse cuenta de lo efímeras, rebuscadas y comunes que son, incluso para él, las historias de adictos.

Pero eso fue hace una semana, cuando vio a ese amigo suyo que leyó uno de sus relatos y al final se puso una sotana para bautizarlo en la pila, siempre llena, del agua bendita del cliché: tu historia está bien, pero tiene muchos lugares comunes.

Ay, Marquito. La mera imagen de verse estándar es para él una combustión irremediable, pavesa y leña. Regresó al mundo, envuelto en llamas. Alcanzó la taza de café que tanto odia y de un golpe hizo brotar de ella galaxias enteras hechas de cerámica. Las observó indiferente. Su creación se expandía sobre las ondulaciones de una alfombra húmeda y deformada. Quería más. El irisar de su cuerpo llegaba al techo. De la ventana, luz. De las cortinas, ofensa. Y de la ofensa le brotó una herida de la cual salían nadando pececillos japoneses que le recordaban la última de las cuatro nobles verdades. Pero él no quería cesar, no. Que cedan ellos, los tornillos y el yeso que sujeta a esa tela (mal)hecha, seguramente, en alguna maquila clandestina. Ellos son los que deben caer y no Marquito, que a duras penas ha descansado en no sabe cuantas semanas, y que preferiría seguir recostando antes que levantarse para tratar de escribir otra de esas historias rebuscadas que hablan de la trata de blancas en la frontera sur mientras él, con un péndulo en la quijada y los dedos trabados, sigue cortando la coca que compró de su amigo el que le habló de Brahma y Maya y de cómo ambas representan la forma última de limitación humana, porque la creación es irreal y a últimas se configura muy adentro en las fauces de la muerte y por eso la conciencia es nada más que una de las infinitas rutas en las que el cadáver de la originalidad transita, para luego morir a su manera.

Eso sí lo escribe. Se alegra de haber llegado al veintiuno y además hacerlo entero y azul, con el pecho erguido, la espalda recta y la cabeza firme. Sin romper nada.

Y lo hizo él solo.

Es mediodía y el café sigue caliente. Es su taza favorita, es térmica y cambia de colores. Le gusta porque un día combina con la máquina de escribir y al otro con las cortinas. Mira que escribir sobre un mal escritor caótico. Pero así es Marquito; quizá mañana se compre una vajilla que haga juego con el techo con tal de no desentonar. Le gusta la cocina, el orden, el día lluvioso y el cigarro después de orinar. Cobrar en cheque, salir de fin de semana a un pueblo cercano, emborracharse con sus amigos, hablar de su ex, llorar e intentar escribir los más sublimes versos. Eso le gusta.

Después de todo, lo único original en Marquito es saberse inundado por el capricho de una molécula de lluvia que se evapora. Marquito sabe fluir con todo y enlaces rotos. Por la tarde se sabe piedra quebrada y, antes de dormir, se disuelve junto la promesa de ser muerte, porque él ya tiene la certeza de no ser.

(Metro de la CDMX, 23 de enero de 2024)


"Man Drinking", Francis Bacon, 1955.

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Walter Ulises Palacios (Ciudad de México, 1992). Estudiante de la Licenciatura en Medicina en la UAM Xochimilco y editor aficionado. Miembro del programa de clubes de lectura del Fondo de Cultura Económica. Ha contribuido en la creación de antologías de cuento y poesía en diferentes círculos independientes. También fue publicado en el suplemento cultural “El mechero”.

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