Mil pedazos

E. Rétegui.
A Andrea Trejo.


I
‒¿Será justo?
‒Es justo y necesario.
Una risita, estruendosa, resonó entre las paredes desnudas. Un eco, como un susurro, le respondió enseguida.
‒Tonto.
‒Doblemente tonta. ¿Quieres más?
‒Eres como una mina de oro, pero de cristales. Una mina de minas… ‒dijo con una risa distorsionada‒, ¿qué sería de mí sin ti?
Esa pregunta le sorprendió; en su mente había adquirido dimensiones ultrajantes. Sabía que no tenía que responder. La seguridad con que la pregunta le sugería el estado permanente de las cosas le sorprendió aún más cuando cayó en cuenta de ello.
‒¿Qué es justo ‒preguntó, casi sobre su oído–, que se persiga a la gente? Entiendo lo que dicen, que las drogas no son buenas para la salud, pero, ¿qué es bueno, las medicinas? Las medicinas también son una droga, finalmente; son una droga las medicinas… Y ¿quiénes son culpables? ¿Los productores, los consumidores, el mercado, el estigma? ¿Cuál es el margen que divide lo ilegal de lo injusto? ¿Cuántas cosas legales no son dañinas? Entonces me pregunto si será justo que hagamos lo que hacemos, tú, yo, encerrados de esta manera como perseguidos, como culpables, con esto y aquello, ignorando si vivir así es justo. ¿Será justo?
‒Toma –dijo él, resignado a su silencio.
‒Tú estás muy en tu pedo, ¿verdad?
‒No, te escucho…
Las dos noches siguientes transcurrieron del mismo modo. Ninguno de los dos durmió mientras estuvieron juntos. Comieron poco.
La tarde en que se vieron, cuando fue a recoger su porción, empezaba ya a sospecharlo. Esas conjeturas fortuitas lo motivaron a invitarla a ese par de noches de destrucción en aquella, su esquina escondida del mundo, un refugio donde únicamente él y ella se ocultaban y donde ambos vedaban toda relación directa que guardaban con el mundo. En aquella ocasión, uno de sus últimos encuentros, él la buscó porque encontraba en ella, mujer parlanchina y risueña, la ausencia del idealista. No quería recordar el rostro asustado de sus colegas, nerviosos, horrorizados por cuestiones que poco importaban ahora dada su irrevocable fatalidad, ni quería recordar tampoco las calles, manchadas de futura sangre.
Se dedicaría a extrañarla, a sus largas peroratas en donde ella discurría incansablemente y donde él era colmado de silencio, a extrañar también ese cuerpo lascivo pero contradictoriamente virginal, a esas risas espontáneas… en fin. Era indudable que ambos se sentían un cariño vertiginosamente amable, pese a la pueril frialdad en que ella empeñaba su relación como algo efímero, que lo exacerbaba. Y en esas noches furtivas la miraba llanamente, como renunciando a verla una última vez. Suponía que no tenía mucho tiempo para…
‒¿Qué harás cuando salga el sol?
‒No lo sé, querida, no lo sé.
‒¡Abuelito!… Te me afiguras a mi abuelito cuando dices “querida”. Así él le decía a mi abuelita. “Querida”… Hace años, caray. Me dice mi abuelita que toda su vida fue perseguido por la bebida. Aunque no era violento; era más bien de los borrachitos que se ponen a llorar. Sabe qué cosas tuvo en la cabeza que no lo dejaban en paz. Y ahora los gusanos… Chale.
‒Nadie escapa de sí mismo.

II
Cuando se enteró de su muerte, una serie de recuerdos bombardearon su cabeza.
‒Eres como una obra abstracta ‒le dijo alguna vez. Era una observación acotada de cariño, aunque el tono y la figura, no menos confusa, provocaron en él (su única audiencia) cierto desdén. No sería sino hasta aquel momento, muerto ya aquél, que entendió lo que quiso decir en aquella ocasión, quizá por la sobriedad que acompañó la noticia, o por las ansias que sentía de revivirlo, de recordarlo. El tiempo parecía impasible entonces. Ella, desesperanzada. Hubiera querido llorar en ese momento.
Era inevitable recordar el día, dos semanas antes, en que tuvieron su desencuentro definitivo. ¿Qué la llevó, se preguntó, a dejarse de él? Mejor dicho, ¿qué la llevó a estar con él, en primer lugar? ¿Una suerte de lástima, de empatía, de civilidad, de presión? No sabía. Y si lo supiera, no le habría puesto palabras: le parecían grotescas.
¿Que si lo amaba? ¿Lo amaba?
‒No mames, no.
Al saber que confluían en una misma vida, aunque aparte uno del otro, le causaba seguridad. Tras su muerte, perdió ella esa sensación. Desesperada buscaba, y buscó tanto que en algún momento todo le pareció perdido. Entonces se volvió ansiosa, y en esa ansia lo buscaba en otra gente, en las cosas, y en las palabras, finalmente.
Negar que ella tuviera el mínimo presentimiento de la muerte de él sería absurdo. La concatenación es evidente, en cualquier caso. Lo que ella no esperó fue las dimensiones abismales en que la pérdida –tan violenta y tan inmediata– de un joven bajo esas circunstancias afecta a tan pocos, justo porque la sucesión de hechos traen consigo un resultado lógico, nada sorprendente, que, por lo demás, pretende ser natural justamente por ser lógico. Lo agarraron en plenas andadas, y eso significaba oscilar en un limbo, ya ni acá ni allá. Pensar en esto la entristecía y para hacerle justicia, más a la imagen que de él tenía que a la propia muerte, hablaba de eso con frecuencia. Era su forma de redimirlo, aunque no redimía a nadie sino a sí misma. Lo sabía.

III
Desde que se fue, hacía tiempo, no se había vuelto a ver al espejo.
“Yonki yonke yunque. Desahusiadísima trinidad: andador de andadas, deshuesadero de ilusiones, centro elíptico. Tríptico. Tres es el reflejo de uno: Padre Hijo Espíritu Santo. Tres que pese a ser tres no es ni uno solo. Solo. Solo frente a frente. ¿Frente a mí o frente a otro? El otro. ¿Quién? Yo mismo. Cualquiera. ¿Cualquiera yo aquel de enfrente? Da igual, somos lo mismo pese al infranqueable abismo. Nacemos envejecemos morimos. Naturalísima trinidad. Me pregunto, ¿la muerte tendrá tus ojos? Ojos de sombra, viciados, cínicos. Ahora me pregunto si esos ojos son de alguien realmente. De alguien que no yo. Mirar a través de ellos. Me miro, me miras ¿en qué consiste nuestra mirada? ¿Es una complicidad o un accidente? Somos cómplices de una misma suerte –muerte muerte muerte–. ¿Seré culpable? ¿Seré víctima? Así, culpable o no. Víctima, sin duda, de mis propias culpas. Victimario de mí mismo. Muerto, tarde o temprano. Y por fin libre.
”¿Huyes? ¿Escapas? Ahora estás lejos, muy lejos, pero ¿cuán lejos?
”Algo me ha permitido llegar hasta aquí, y puedo estar frente a otro, si es que hay otro que no es otro sino yo. Yo, yo, únicamente yo”.
El espejo estaba roto.
“Nadie escapa de sí mismo.”
Roto en mil pedazos.


Sin derechos. 



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