Retratos

Antonio Toledo

 



Cecilia apagó nueve de las diez velas del pastel y sus padres no la miraron hacerlo. No cerró los ojos para soplar ni tuvo la intención de pedir un deseo. La tarde bañaba de luz el comedor y la sala, estrellándose en la alfombra donde dormía Bigotes, el pequeño schnauzer que su padre le había regalado en el cumpleaños anterior.

 

Su madre tenía más de cinco minutos encerrada en el baño, y su padre, en la cocina, se había fumado media cajetilla de cigarros y seguía encendiendo uno tras otro con los restos del anterior. La niña miraba la última vela encendida y recordaba los insultos que sus padres se acababan de gritar. Semanas atrás, los reclamos y las peleas se habían vuelto fáciles entre los dos.

 

Cecilia miró desde ahí a su padre recargado contra la mesa, con un cigarro en la boca, secando un plato en dónde nadie se había servido pastel. Él también la miró y no dijo nada. Terminó de secarlo y lo puso en el fregadero bajo el chorro de agua. Fue a la sala, miró de nuevo a su hija y, mientras lo hacía, apagó la vela con los dedos. Luego fue al baño, abrió la puerta forzando la perilla hasta romperla y subió el interruptor de luz. Miró adentro. Después a Cecilia, y ella, esta vez, también lo miró. Regresó a la cocina. Alcanzó a cerrar el grifo del lavabo, tomó de nuevo el plato y salió de la casa.

 

Cecilia fue al baño y pudo ver a su madre: la cabeza recargada el respaldo de mármol de la tina; un brazo extendido casi rozando el piso; la muñeca arañada goteando sangre. El agua roja le cubría el cuerpo desnudo hasta la cintura dejando los senos al descubierto.

 

Después, Cecilia también salió de la casa y miró el plato roto sobre el suelo. Acompañada por Bigotes, eligió la dirección opuesta a la que había tomado su padre.

 


Durmió el resto de esa tarde y gran parte de la mañana siguiente hasta que él entró al cuarto.

 

–Tu madre ya está lista. Levántate porque debemos ir a enterrarla –dijo de pie frente a ella. Cecilia, aferrada a su oso de peluche, bostezó. Él negó con la cabeza.

 

–Te dejé un vestido en la sala. No debes tener sueño. Date prisa para que nos vayamos –dijo y salió del cuarto sin cerrar la puerta. 

 

Bigotes entró dando pequeños brincos, saltó a la cama y se acostó a su lado.

 

Salió del cuarto y miró, mientras entornaba los ojos debido a la oscuridad, un vestido negro doblado sobre el sillón. El pastel con las diez velas apagadas seguía allí. Intacto. Las cortinas estaban cerradas y, aunque afuera brillaba el sol que todo lo volvía blanco, adentro estaba oscuro. Miró por la ventana y su padre estaba en el patio con el rostro volteado al cielo. Tomó el vestido y comenzó a plancharlo.

 

La poca luz que penetraba en la casa le permitió acabar antes de que anocheciera por completo. Cuando Cecilia pasó a un lado de la ventana, de nuevo miró a su padre, quien esta vez apuntaba al cielo con un arma que tenía entre las manos. Se había acostumbrado a la oscuridad, tuvo miedo y apretó el vestido contra su pecho. Anduvo luego por el pasillo que terminaba en la entrada de su habitación y entonces oyó el primer disparo. El vestido le tembló entre las manos como si tuviera vida propia. Un calambre se le vino al pecho. Luego, un sonido agudo. Sabía que eso era el miedo. Dejó caer el vestido, y quiso llegar hasta la puerta de su habitación, pero el paso torpe la hizo caer contra el buró y tirar la fotografía que estaba encima. Había sido el último regalo que su madre le hizo a su padre antes de cortarse las venas. Comenzó a recoger a prisa los pedazos de cristal cuando su padre entró a la casa. Ambos permanecieron inmóviles, tratando de descifrar sus siluetas, hasta que su padre encendió la luz, y Cecilia miró a Bigotes recostado en el suelo. El dedo anular comenzó a sangrarle y pensó en si era la misma sangre que vio escurrirse por las manos de su madre. Él reparó en las gotas que se estrellaban sobre el rostro de su esposa y luego en Bigotes, quien comenzó a ladrarle.

 

–Saca a ese perro de aquí –dijo arrastrando las sílabas.

 

Cecilia no pudo moverse de inmediato.

 

–Saca a ese maldito perro –repitió entre dientes.

 

Sólo hasta que Bigotes dejó de ladrar, Cecilia lo agarró y lo llevó al patio. Al volver, escondió la herida detrás de su espalda.

 

Su padre seguía ahí, rojo de ira, erguido.

 

–¿Te vas a lavar las manos? –le preguntó manteniendo la compostura.

 

Sin atreverse a mirarlo, recogió del suelo la fotografía y trató de limpiarla, pero una mancha escarlata se extendió sobre el papel y cubrió la mayor parte de la cara de su madre, haciendo desaparecer su sonrisa. Su padre extendió el brazo, evitó la mirada de Cecilia y ella le entregó el retrato. Se miró de cuerpo entero en la fotografía, abrazado a su esposa ya sin rostro. Era la única muestra de que alguna vez estuvieron juntos. Sintió vergüenza de su propio silencio. Arrugó la fotografía y se marchó sin agregar nada más. Ella se quedó sola, mirando su propia sangre estampada en el piso.

 

 

Cuando volvieron del cementerio, Cecilia miró con asombro el lugar en donde hasta esa mañana estuvo la fotografía de sus padres con la eterna sonrisa. Ahora, en su lugar se hallaba otra foto: la de Bigotes y ella en la orilla del mar. La miró como si no se reconociera, sin atreverse a tocarla. Parecía feliz en el retrato abrazada a su perro y no recordaba cómo se sentía, en esos momentos, la felicidad.

 

Cuando llegó la noche, Cecilia tuvo que subir las escaleras sola para ir a su habitación. Siempre lo había hecho acompañada de su madre. Subió un par de escalones y se detuvo horrorizada al darse cuenta que por más que sus gritos se oyeran, si seguía caminando, nadie vendría a rescatarla de la oscuridad.

 

Al asomarse por la ventana de la sala, luego de escuchar el disparo en el patio trasero, vio la silueta de su padre con el brazo extendido. Esta vez no miraba al cielo. El cuerpo muerto de Bigotes, con la cabeza destrozada, se hallaba sobre el jardín. Un charco de sangre se extendía como si fuera infinito, y pensó, esta vez con certeza, que esa sangre no era en nada parecida a la de ella y de su madre. Luego, su padre se acercó a la ventana y la miró.

 

–¿Ya te lavaste las manos?

 

 

 

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Antonio Toledo (Cd. Acuña, Coahuila, 1991) realizó estudios de cine en la ciudad de México, así como de historia del arte y dramaturgia. Ha compuesto música para cortometrajes en los que ha participado como asistente de producción. Ha publicado el libro de cuentos El derramado infierno. Actualmente cursa el diplomado en creación literaria de la escuela de escritores de la Sociedad General de Escritores Mexicanos (SOGEM).

 

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