El ermitaño

J. R. Spinoza



Allá arriba, junto al camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de bruces y el muchacho estaba sentado a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los leones marinos.

—Siempre hace falta leer un buen libro después de uno malo.

Abrazó la primera edición de El viejo y el mar, acarició la portada en tapa dura con letras grabadas, subió los escalones y la colocó en el estante que tenía dedicado a grandes clásicos de la literatura.

Bajó los escalones. Caminó hasta el escritorio. Tomó asiento. Abrió su libreta de reseñas y escribió.

“El regreso de los dioses” es un fanfic que fracasa al intentar mezclar las diferentes mitologías del mundo. Con personajes planos e inverosímiles. El lenguaje es pobre, como si de un niño de ocho años se tratase. El autor debió dedicarse a otra cosa.

Rio al mirar la fotografía de la contraportada. Nadie leería su opinión, el autor, como el resto de las personas en el mundo, llevaba más de diez semanas desaparecido. Escribía las reseñas por gusto, para sí.

En tiempos pasados la gente se molestaba con sus críticas. Nunca tuvo una columna en el periódico, pero desde que comenzara el siglo veintiuno dejó de importarle, una nueva puerta se abriría para él. Aprendió el uso de las tecnologías e hizo un blog, donde religiosamente publicaba a la semana. Primero fueron las lectoras de Crepúsculo, que llegó al español en 2006; estaban tan enojadas de que dijese que estaba mal escrito y que era un panfleto de adoctrinamiento mormón. Fanáticas de la localidad, tuvieron el atrevimiento de ir a molestarlo a su casa. No les abrió, ellas, ante la negativa de sangre, decidieron lanzar huevos a su puerta. Eso no lo detuvo, reseñó cada una de las nefastas novelas de la saga. Y otros títulos igual de infames (Cazadores de sombras, La selección y La reina roja, por mencionar algunos). Pensaba que si se había tomado la molestia de comprar y leer un libro, tenía el derecho a decir lo que le placiera de él.

Se levantó. Fue hasta la cocina. Abrió la alacena y tomó una lata de atún y otra de elote. Las vació en un plato hondo junto con una cucharada sopera de mayonesa y revolvió.

Nunca le gustó el olor del atún, pero era un pequeño precio que pagar por estar solo. Por fin tenía tiempo de dedicarse a leer.

—En occidente siempre se habla de la libertad, ¡qué gracioso!, la mayoría de las personas suelen odiar su trabajo.

Motivado por su amor a la lectura, Hernando estudió la carrera en letras. Después de graduarse y tras cinco años de búsqueda lo mejor que pudo conseguir fue el puesto de encargado de la biblioteca municipal. Tenía sus encantos. Podía estar a solas con sus amados libros, siempre que no hubiese algún evento programado.

La gente no le gustaba. Hubo un tiempo en que tenía amigos. Fue aquel verano de 1958, cuando al grupo de doceañeros se les ocurrió ir a la casa de la vieja Strega. Una mujer blanca y huesuda que leía las cartas del tarot. Era cumpleaños de Letizia y Rigo fue porque ella quería. Hernando fue por Rigo, a quien nunca le confesó sus sentimientos. Luis y Gabriel no tenían otra razón que la amistad.

Strega barajeaba las cartas color cobre. Colocó el mazo entero sobre su palma y les pidió que tocaran la primera carta. Todos lo hicieron, y según ella, a todos les tocó una carta diferente. Le dio a Luis una carta de un esqueleto con una guadaña, a Gabriel una carta con un hombre vestido de forma chistosa en la que se leía “El Mago”. La de Rigo era una rueda con un mono, un perro y un conejo dando vueltas en ella. La de Lety era una mujer con corona, sentada en un trono. Por último, la de Hernando representaba a un anciano encorvado que sostenía un bastón en una mano y una linterna en la otra.

—En verdad me parezco al hombre de la carta.

Si las cartas del tarot marcaron su destino o sólo lo anunciaron era una duda que no tendría respuesta para Hernando. Pero de algo estaba seguro. Strega había acertado en cinco de cinco.

La mañana después del cumpleaños de Lety su madre se acercó a darle la mala noticia. Luis había muerto. Tuvo la mala fortuna de tomar un cable pelado con la mano. A sus doce años, y con la introspección limitada por la edad, pudo hacer la conexión con las cartas del tarot. Dos meses después Gabriel desapareció. En el vecindario corrían todo tipo de rumores, que su padre lo había asesinado y escondió el cuerpo; que fue secuestrado por una secta satánica; la que Hernando más disfrutaba era la versión en la que había huido con el circo. Pero ninguna de las teorías se pudo comprobar, era, como si se lo hubiese tragado la tierra.

—Quizá él fue el primero. Ahora sólo quedo yo.

El recuerdo de Rigo lo atormentaría más de la mitad de su vida. Lloró cuando se fue a Texas. Lloró cuando se casó con Juana Torres. Y volvió a llorar cuando Rigo murió en 2005. Esa mañana se vistió para ir a su funeral, pero no tuvo el valor de salir de casa.

—Me quedé escuchando su música. Siempre fue tan exitoso.

Su carta era la rueda de la fortuna. Desde ese momento supo que sólo faltaban dos. Pero aún no podía imaginar cómo se cumplirían sus destinos. La emperatriz y el ermitaño.

Asistió a la boda de su amiga en el 98. Para entonces Hernando ya sabía que se cambiaba la edad. Tenían 52 años, él empezaba a lucir como un anciano y ella se veía como una universitaria; ése día, al leer las edades de los contrayentes, el juez mencionó que ella sólo tenía veintiséis.

—Siempre pensé que esa noche había vuelto con Strega y habían hecho otro tipo de trato.

El caso es que su matrimonio no duró mucho. Dos años después estaría saliendo con el heredero a la corona de España. Vaya que fue un revuelo. Estaba en todos los medios la historia de la mexicana que sería princesa. Una mañana de 2014 la coronaron.

—Entonces supe que era mi turno.

La biblioteca contaba con una bóveda donde se guardaban los ejemplares más antiguos y valiosos. El papel de aquellos libros era tan frágil que se desmoronaba al contacto de los dedos. Hernando se encargaba de darles mantenimiento una vez cada diez días. Estaba absorto en su labor. Nunca supo si estuvo abajo por tres o cuatro horas. Cuando se dio cuenta que el reloj se había detenido revisó su celular. No funcionaba. Ningún aparato electrónico lo hacía. La biblioteca estaba desierta, pero esa no era una novedad. Fue hasta la noche, que debía irse a su casa cuando se dio cuenta que no había nadie.

Se abrió paso entre el mar de autos abandonados en la más completa oscuridad. Comenzó a escuchar ladridos. Los perros, los gatos, las aves, todos los seres vivos permanecieron. Sólo los humanos se habían ido. Como pudo regresó a la biblioteca. Pasó su primera noche en completa oscuridad. Sería la única. Al día siguiente se dedicó a ir por comida, agua, velas y demás a los centros comerciales. La biblioteca sería su centro de operaciones.

Colocó tres pizarrones blancos donde anotaba las obras leídas y por leer. Palomeó El Regreso de los dioses y fue por el siguiente libro de la lista. Ulises de James Joyce.

Pesaba bastante. La cubierta mostraba la silueta de un hombre con sombrero. Suspiró. Dedicaría el resto de su vida a leer, sin ser molestado. Sin trabajar. Sin el bullicio.



______________
J. R. Spinoza (Matamoros, Tamaulipas, 1990). Escritor y profesor mexicano. Becario del PECDA (emisión 23), en la categoría de Jóvenes Creadores por novela. Asiste al Taller de Apreciación y Creación Literaria del Instituto Regional de Bellas Artes de Matamoros. Asiste al Ateneo Literario José Arrese de Matamoros. Libros Publicados: El regreso de los dioses, la batalla de Folkvangr (Caligrama, 2019) y El demiurgo y otros cuentos fantásticos (Kaus, 2020).

Comentarios

¿SE TE PASÓ ALGUNA PUBLICACIÓN? ¡AQUÍ PUEDES VERLAS!