Un reinicio a años luz

Mauricio Berumen Jiménez



Cuando escuchó que lo llamaban diciéndole: “Capitán… capitán”, despertó de sus pensamientos oníricos que trataban de penetrar a través del cristal de alta presión y así entender los secretos del universo.

—¿Qué pasa?

—Estamos casi listos para marcharnos, capitán. Las fallas se resolvieron y en algunos minutos podremos emprender el viaje de nuevo —dijo el hombre, quien era el mejor amigo del capitán.

—Te divierte decirme, capitán, ¿cierto?

—De ninguna manera, ese es su título, se lo ganó a pulso —expresó con una sonrisa burlona.

En realidad, el nombramiento había sido fortuito, no es que fuera un total experto en la navegación del espacio, pero toda su vida había piloteado naves, y de aquella tripulación era él quien más sabía de la maquinaria en la que estaban a bordo.

Antes de que su amigo llegara para darle la noticia, observaba las estrellas colgadas sobre la oscuridad e imaginaba que iba dentro de un escarabajo galáctico en busca de un hogar, un sitio para establecerse, para continuar con su vida, para poder respirar los vientos de monzón de otro planeta y terminar el resto de sus días en paz, tal vez a orillas de un mar marciano cargado de bestias con morfologías sorprendentes. Esos pensamientos le llenaban el corazón.

—¿Qué harás cuando encontremos el mundo perfecto para vivir?

Su amigo enarcó una ceja.

—¿A qué viene eso?

—Me da curiosidad cómo es que seremos en otro planeta. ¿Crees que nuestra vida sea igual?

—¿Por qué? No es que nos vayamos a transformar en algo diferente. Para mí, por ejemplo, seguirás siendo el capitán —los dos rieron como hacía mucho tiempo no lo hacían, quizás desde antes de la guerra atómica o, como muchos la llamaron, la guerra de los champiñones.

—Bueno, si no le molesta, continuaré con mis labores —y como si se tratara de un cortesano de un imperio olvidado, antes de marcharse, hizo una solemne reverencia.

El capitán sonrió de nuevo. Su amigo tenía razón y, al mirar nuevamente hacia el infinito, se preguntó ¿qué podría ser diferente en otro mundo? Por supuesto ellos dos seguirían siendo mejores amigos. Construirían sus hogares uno al lado del otro. Durante las tardes sentados en sus pórticos contemplarían el ocaso del sol azul o rojo, daba igual. Fumarían en las noches de insomnio mientras los mosquitos veraniegos les comerían la piel. Acompañarían las risas nocturnas de sus esposas con whisky. Criarían a sus hijos juntos y les enseñarían a andar en bicicleta. La vida sería apacible y ya no serían perseguidos, ya no volarían de mar a mar con una carga de explosivos, nunca más volverían a matar a nadie. Eso era lo que más quería.

La nave de repente se sacudió para alcanzar la velocidad de la luz y las imágenes mostradas en la ventana por donde observaba el capitán se deformaron. Pronto alcanzarían a los demás transbordadores, pensó. Luego le dieron nauseas, siempre le daban cuando ocurría ese vertiginoso cambio. Se sentó y en su cabeza seguía rondando las ilusiones futuras. Sí, se dijo así mismo, tiene razón, nada cambiará.

Entonces sus ideas futuras de asistir al cine los sábados, de viajar en la carretera durante los calurosos veranos, de llevar a sus hijos a presenciar los fuegos artificiales de los nuevos días festivos no se cumplirían, porque nada cambiaría en otro planeta. No se transformaría en la persona que nunca fue.

—Al demonio todo —se dijo a sí mismo—, lo que quiero al llegar a mi nuevo hogar no es nada complicado, lo único que quiero es vivir en paz.

En ese momento se juró, asimismo, no pilotear jamás, no volver a ser parte de ninguna guerra y terminar sus días sufriendo los achaques de la vejez. Pero ¿y los demás?, los de las otras naves, ¿no planeaban retomar las cosas donde quedaron?, ¿acaso habrían perdonado?, o ¿no volverían a desear ser dueños de todo?

Después de varios días, la voz de su mejor amigo volvió a despertarlo de uno de sus tantos pensamientos.

—Lo encontramos, capitán —exclamó indicándole con el índice a que se asomara por la ventana.

Una esfera azul, girando sin prisa, se le presentó de pronto. Era muy similar a la Tierra.

Habían llegado a su nueva casa.

Después de mandarse los grupos exploratorios y que se diera la aprobación de la colonización, el enjambre de naves penetró la atmósfera. El capitán pudo contemplar desde el descenso: las montañas que parecían los espinazos de monstruos míticos, los ríos diáfanos que corrían libres y el mar sobre el horizonte murmurando historias antiguas de sal. Allí sobre la inmensidad de aquel nuevo lugar lo comprendió todo, pudo imaginarse atravesando esos mares para acabar con los nativos, si es que los había, o en unos años, con los enemigos que se le presentaran. Sintió el deseo de hacerlo, estaba inscrito en sus venas.

Cuando la nave descendió completamente dio sus primeros pasos en esa tierra ajena. En esencia era un lugar muy parecido a lo que habían destruido, un lugar listo para otro comienzo. La voz de su amigo resonó otra vez en su mente: no es que vayamos a transformarnos en algo diferente.




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Mauricio Berumen Jiménez (Zacatecas, 1992). Estudió Biología en la Universidad Autónoma de Zacatecas y es Maestro en Ciencias en el Posgrado de Innovación en el Manejo de Recursos Naturales. Ha publicado cuentos en distintos medios impresos y virtuales.

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