Aislados o la utopía de Tomás Moro

Israel Álvarez



La mirada del turista requiere estar impregnada de curiosidad. Pareciera que hace falta observar las cosas con un detenimiento superior al habitual, y ablandar un poco la normalizada y sorpresiva rigidez para entrar en ese modo expectativo que se adquiere al andar lentamente en lugares ajenos, los diferentes a lo propio, lo acostumbrado o local; tal es el caso de la sorprendida mirada de Rafael Hitlodeo, personaje central en la obra del ahora santísimo Tomás Moro y que permite adquirir al lector una visión del conmovido viajante, sorprendido por las diferentes posibilidades de la organización social y el acceso a la justicia.

Los habitantes de la isla encontrada en ningún lugar, son “los otros”, que invitan a la inevitable comparativa con lo propio; la novela idealista presenta alternativa a una maloliente realidad que se mueve aletargada, de tal modo que cinco siglos de calendarios desechados después sigue siendo viable maravillarse con las posibilidades creadas en la cabeza de Moro, que, valga la tosquedad, fue reclamada por Enrique VIII, ese déspota peleado con el Vaticano por un berrinche pasional, intolerante a todo lo que contrariase el mantenimiento de su poder, incluida la imaginación del posteriormente san Tomás.

Moro inventó su propio mundo, o al menos su propia isla para no llevarse más de doscientas páginas, en su ejercicio mental logró creer y luego persuadir sobre una realidad perfeccionable, en la que la comunidad es antes que la individualidad, la razón antes que la pasión y la organización preferida al caos, lo que ahora en plena posmodernidad pareciera continuar resultando atractivo, pero según el categórico juicio público: demasiado idealista, sobre todo para los ocupados y mal gobernados ciudadanos de casi cualquier lugar.

Sólo se recurre al nombre de la ficticia república para designar lo imposible, lo bello y socialmente atractivo pero nomás de lejitos, casi, casi, lo contrario a lo real; por lo pronto, Amaurota capital sigue siendo ejemplo sobre cómo hacer bien un país, al menos sobre cómo imaginarlo, porque en los terrenos de la mente las cosas tampoco tienen bordes tan precisos como las fronteras de un mundo con forma de isla, en la que, lamentable para la memoria de su santo patrono, se prefiere riqueza y poder una vez que sobrevivir se ha librado, el mismo lugar en el que al pobretucho ladrón se le ha condenado sin depositar más valor en sus justificaciones que en sus bolsillos; allá dirige lo público, aquí, la propiedad se privatizó junto con el pensamiento de los que la persiguen.

Pobres de los santos porque nunca se enteraron que lo fueron, es el requisito; la iglesia condecoró al escritor de ficción idealista, socialista, humanista o algo así, santo padrino de los que andan actuando en asuntos públicos e ignorando lo que ganó el cielo de los buenos administradores, porque creen, igual que en la isla, que lo que pase en este mundo es algo así como un precopeo del que sigue: del mejor, donde las cosas se pondrán buenas, bonitas y baratas, casi como en Utopía pero menos utópicas, porque aquí hay que lidiar con enfermedades, carencias y todas esas necedades de la mortalidad; allá, bajo el amparo de la postjusticia divina, habrá valido la pena, y se podrá andar lentamente, sin prisas ni cansancio, sin robar ni mendingar porque eso quedó atrás, o más bien, abajo.

El ser humano fue arrojado a una isla, pero cada quien, a la suya, con su bandera y su lengua, con sus costumbres, con su moral, religiones y leyes en turno, tan interpretables como la literatura, porque Tomás Moro quería sentar las bases o tal vez no, porque las interpretaciones sirven para el que las hace, según su isla, su bandera, lengua, costumbres y demás. Los ciudadanos de Utopía no juzgaban a los sacerdotes, se lo dejaban a dios y a sus propias conciencias, suponían espíritus avanzados con el temor suficientemente inculcado sobre el debido actuar, confiaban en su superioridad moral a diferencia de aquí.

Quizás Moro hubiera sido juzgado como el mejor ciudadano de Utopía, de algún modo lo fue: el único, su creador, dios de la isla existente en ningún lugar, rodeada por un río sin agua, cuya capital es ciudad de espejismos; la visitó con mirada de turista y luego regresó ajeno de lo propio. La obra termina abierta, dejando un deseo de segundas partes, en esas que es posible debatir y contraponer propuestas a las utópicas usanzas, porque todo sucede en un discurso como una carta basada en imprecisos recuerdos recuperados.

Tomás Moro le inventó una isla a la mirada extranjera, a la sorprendible, luego le incorporó a un tal viajante que llamó Rafael; la normalizada rigidez de su contexto no lo detuvo para suponer un mundo mejor o al menos uno medio funcional; anduvo lentamente con la observación diferenciando; sin necesidad se justifica alegando que alguien tenía que hacerlo, no dice que para buen o mal ejemplo sino más bien preguntándose: ¿Quién dice que se ha de hacer lo que nadie hace?



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Israel Álvarez (Zacatecas, 1985). Licenciado en Derecho, en Psicología Social y egresado de la Maestría en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ). Un buen tiempo fue fotógrafo y ahora es oficinista. Publica semanalmente en El diario NTR la columna “El sueño de la razón” y actualmente estudia el cuarto año de la Licenciatura en Letras. Le gusta el Huitzila.

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