Dos conquistas

Arturo Aguilar Hernández


Era como si taladraran mi cabeza desde mis sienes, podía escuchar el ruido de mil colmenas de abejas furiosas que picaban las paredes de mi cerebro, llevaba mis manos a la cara y no pocas ganas tenía de arrancarme el cabello o golpearme en la pared para ver si así cesaba el inmenso dolor de mi quijotera (citando el nad-sat del protagonista de La naranja mecánica) con que amanecí aquella mañana luminosa de sábado.

El recorrido helado que hacía tiritar mi cuerpo, el calor volcánico de mi piel, los estornudos que no eran placenteros como los que dan en sanidad, un cansancio atroz que revelaba un ficticio maratón la víspera, mi secreción nasal recurrente y eterna –de esas que por más que se sonara la nariz imitaba al uróboro y no paraba– y los ecos que hacían los ruidos más insignificantes era un manojo de males. No hacía falta ser un experto en semiótica o un doctor en medicina para darse cuenta que, para mi desgracia, estaba enfermo de gripe.

Mi férrea oposición a visitar al doctor a menos que fuera muy necesario era bien sabido por los míos, y antes de que empezaran con los regaños para hacerme ir y de ahí se diera la escalada hasta las discusiones por no atenderme o, más aún, que quisieran llevarme por la fuerza, decidí “portarme como los hombres”. Como aquella novela de Unamuno, opté por aguantarme la enfermedad como todo un hombre. Me levanté sonriente, puse los zapatos en mis pies luego de que la camisa azul con cuadros negros y mi pantalón azul fuerte de mezclilla estuvieran ya revistiéndome y subí el volumen de las canciones de The Rolling Stones para comenzar el día. ¡Cómo me entró en la cabeza lastimarme de esa forma! Los hombres a veces somos complicados.

No iba al médico por flojo, o parsimonioso, menos por arrancherado, lo hacía tristemente por una lastimera ideología personal de que al doctor se va sólo en las últimas, cuando la fortaleza del cuerpo se dobla y cuando la voluntad ha sido quebrada. Solo hasta medio día me di cuenta de lo vergonzoso de mi derrota, sólo al medio día me di cuenta de que mi familia estaba esperando que les pidiera llevarme. No podía más, me sentía devastado, mi piel estaba pulverizada y mi voluntad y carácter –¿cuál carácter en ese estado?– se habían ido.

En el camino tuve que soportar las memorizadas liturgias de mis acompañantes que como Virgilios me llevaban, tuve que obtener fuerza sobrehumana para soportar la camorra y además ignorar mis terribles males que para ese momento eran ya más grandes que bestias mitológicas. Casi podía imaginar cómo esos monstruosos virus habían entrado con su caballo troyano a mi sistema inmunológico y desde adentro lo había asolado.

Por fortuna el doctor en ese momento estaba atendiendo a una guapa mujer madura cuando llegué, más aún, apenas me desplomé sobre la silla de plástico duro y frío cuando la puerta estaba ya abierta y el médico me exhortaba a pasar. Dentro me hizo la seña para sentarme, tomó su lápiz, alzó unas hojas, se fijó los lentes, arrimó su silla al escritorio, levantó la mirada, me sonrió y con una melosa voz de quien sabe cómo tratar a las personas me preguntó a qué debía mi visita.

Pronto me agradó y como cascadas salieron las palabras de mi boca, que de inmediato pintaron en su imaginación el cuadro que me aquejaba. Hablé tanto que cuando menos cuenta me di pasó un evento freudiano que pude yo mismo escuchar y así deducir cómo y por qué me había enfermado si yo a la fecha me considero un coloso indestructible.

Vino a mi memoria el día anterior a mi caída y cómo en el bello jardín de mi municipio tenía en mis manos sus manos, en mi hombro su cara, en mis labios los suyos y en mi cuerpo sano sus bacterias. Así que pronto entendí que su estornudo no fue esporádico ni aislado y que me había contagiado de gripe. Todo por un beso, uno bastante caro que ciertamente volvería a recibir. Mi corazón y mi salud habían sido conquistados.

© José Pérez, "El medico de la familia".

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Arturo Aguilar Hernández (Zacatecas, 1991). Licenciado en Letras. En 2012 recibió el Premio Municipal de la Juventud, en 2016 fue galardonado con un premio al folclor municipal de calaveritas literarias; en 2017, 2018 y 2019 ganó distintos concursos literarios en el sector empresarial y en 2020 obtuvo el tercer lugar en el concurso “Cuando la poesía nos alcance”, categoría B. Ha escrito cuentos, poemas, ensayos y artículos de opinión; ha colaborado en el periódico online Periómetro, en el antiguo suplemento cultural La Soldadera, en las revistas virtuales Efecto Antabús, El Guardatextos, Collhibri, La Sílaba, El Reborujo Cultural, Palabra Herida, Cósmica Fanzine y Horizonte gris.

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