La memoria es una carretera
Citlaly Aguilar
Pero, ¿por qué pensar en eso cuando la tierra
dorada se extendía delante de nosotros
y estaban acechándonos todo
tipo de acontecimientos
imprevistos para sorprendernos y
hacer que nos alegráramos de
estar vivos y verlos?
Jack Kerouac
Llevo apenas dos años al volante. Pese a que al inicio me producía mucho miedo la sensación de aumentar la velocidad mientras avanzaba a contracorriente al lado de otros vehículos, ahora es algo que disfruto.
Actualmente me he sentido varada en procesos emocionales, en la precariedad laboral y en la incertidumbre del futuro, por lo que conducir mi coche me ofrece, aunque sea en una fantasía, el avance.
Muchas veces, al mediodía, mientras el sol chilla como manteca sobre la carretera, me deslizo en cuatro llantas hacia donde sea; prefiero, ante todo salir de la ciudad, ver árboles y tierra. Algo tiene el verde amarillento de las hojas y el rojo oxidado de la estepa zacatecana que me alegra sobremanera.
He visto cambiar los paisajes de la carretera a través de las ventanas: en primavera como tallos que con timidez apenas se asoman; en verano con arbustos gordos que se pavonean contra el viento; en otoño flores amarillas que tapizan todo lo que alcanza a tocar el ojo humano; y en invierno el polvo y las rocas se adueñan de praderas y cerros. Y así, cada año, el espectáculo se repite, aunque no sea el mismo.
Después de estos recorridos, a solas y con la música a tope, he aprendido que manejar un auto depende mucho de la memoria. En los primeros meses dirigiendo mi carro, memorizar los baches, topes y cruces me ayudaba a ser cada vez más audaz; anticipaba cada semáforo, curva o salida, y eso me daba confianza y lucidez para llegar a mi destino.
Comencé haciendo viajes cortos, de casa de mis padres a la mía, entre las que solo se hacen unos diez minutos y que yo lograba en casi veinticinco. Luego, me aventuré a visitar a amigas o ir a reuniones en lugares públicos. Una vez que tomé más seguridad, me decidí a hacer pequeñas excursiones a pueblos cercanos. Y conforme más avanzaba, mi memoria era forzada a aprender más caminos y a repetirlos en la vuelta.
Conforme pasa el tiempo siento mayor necesidad de alejarme, de llegar más allá. A veces con timidez me decido a avanzar unos cuantos kilómetros. Mi mente registra con intrepidez cada desviación, cada entronque. Cuando vuelvo a intentarlo, sé exactamente hacia donde voy. Y así, ir más allá no solo es un gasto de gasolina y materiales en la ingeniería del carro, sino un ejercicio de memoria para mi cuerpo, pues cada vez reconoce más el exterior y entre más avanza más se expande. Manejar es entonces abrir camino para mi existencia y esta no es posible si no hay un recuerdo que me regrese siempre a ella.
El miedo estaba
Mi familia nunca ha sido viajera. Los pocos viajes que recuerdo fueron en mi infancia y eran hacia la casa de mis abuelos maternos, en Valparaíso. El recorrido lo hice varias veces en camión, donde mi madre siempre se mareaba y, al verla mal, la experiencia de viajar me causaba mucha ansiedad, pues se relacionaba con verla a ella pálida y quejumbrosa, y esto, con la mente de niña, me hacía temer su muerte.
Hubo una vez que, por circunstancias que no recuerdo con precisión, tuvimos que regresar de Valparaíso a nuestra ciudad de noche, rompiendo la costumbre de siempre volver muy temprano. En aquellos tiempos, las carreteras eran inseguras, no por los mismos problemas que ahora y que tienen que ver con el crimen organizado, sino porque eran vías angostas, llenas de baches y con un solo carril para cada sentido, al grado de que, con tener la ventana abierta, casi podías saborear la gasolina de los otros vehículos. En medio de la nada esteparia, solo con la iluminación que ofrecían los demás automóviles, mi familia y yo quedamos atrapados en el camino a causa de una fuerte tormenta. El tráfico prácticamente se detuvo, puesto que, por dichas condiciones, la carretera quedó inundada. Aún puedo sentir la angustia que me causó ver por todas partes agua y más agua que se extendía negrísima hasta el infinito, como una de las formas del mundo que me producen más pánico: el mar. De los árboles se veían apenas algunas ramas que, como brazos alzados, parecían pedir ayuda como gente que se está ahogando.
Así, debido a estas y otras experiencias de mi infancia, durante muchos años tuve miedo de transportarme entre dos puntos distantes. Llegar de un lugar a otro para mí era más seguro caminando o, en todo caso, por medio de transporte menos aparatosos.
A toda velocidad
El motor ruge ruuuuuum y avanzo, aúllo y buaaaaaa, todo tiembla. Manejo por las noches en círculo. Busco llegar a algún lugar que nunca encuentro. No existe el destino. Solo dar vueltas y vueltas rugiendo, como animal a medio morir. Quiero tener un destino. Quizá los caminos no están trazados de manera correcta, quizá hay demasiadas curvas. Quiero manejar en línea recta, atravesar el parque, pasar por encima de árboles, casas, coches. Ir en línea recta siempre hasta llegar. Debe haber una manera. Debo encontrar mi manera de llegar y ya no dar vueltas rugiendo.
Entro en la autopista y en seguida los veo atrás de mí. Vienen a toda velocidad, vienen por mí. Acelero, quiero huir, pero no importa cuánto avance, siguen ahí, como torres negras móviles que se acercan y van a matarme. Un juego de ajedrez sobre la carretera. Los veo como bloques de hierro, como cubos de acero que se vienen encima. No hay manera de escapar de esta persecución. Son largos gusanos con seis pares de ojos encendidos que brillan, brillan, brillan. A veces, se quedan quietos al lado del camino, pero los escucho roncar.
Pasan a mi lado y siento el tambaleo. Soy tan pequeña y ellos tan fuertes. Vienen furiosos a mis espaldas, como bestias de metal descarnadas y yo aprieto los dientes ñaaaaam, crujen mis mandíbulas hasta que logro dejarlos atrás en la pesadillezca oscuridad de ojos de luces de amarillos y rojos abiertos.
Algo se intuye entre el silencio nocturno, que es cuando más eco hacen las llantas y motores, lo noto en las ramas de los árboles que, de pronto, dejan de rasgar el viento. Todo se detiene, pero yo avanzo ruuuuuum. Aparecen los triángulos fosforescentes y las bandas verdes en las gorras y chaquetas de los policías que me piden bajar la velocidad. Y entonces lo veo, como insecto con las patas arriba, un tráiler que ha muerto a lado del camino, donde la mancha y el olor del aceite impregnan la tierra. Me estremece su quietud fría. Y es el aviso de que hay que volver a casa buaaaaaa en línea recta, aunque mi memoria dé vueltas y vueltas…
En el camino
He visto muchas cosas en el camino, que, cual narración de Jack Kerouac, han marcado la manera en que veo ahora el mundo y me abro hacia él; aparte de los preciosos paisajes, la mayoría parece sin importancia, pero siguen en mi memoria girando, como segunderos, una y otra vez.
Un día, mientras iba atrás de una camioneta que, por una extraña ingeniería, estaba unida a la caja de otra camioneta en la que se cargaban diversos muebles, pude ver el momento exacto en el que una de las ocho llantas tronó. El chófer se orilló en cuanto pudo y no hubo mayor consecuencia, pero desde entonces es uno de mis principales miedos, que está unido a otra de mis fobias: perder una o las dos piernas. A veces, mientras estoy sentada con la espalda en un ángulo de noventa grados me es imposible ver más allá de mis rodillas; entonces, muevo los dedos del pie, elevo un poco la pierna, sintiendo la fuerza en la tibia y el peroné, solo para constatar que siguen ahí. Muchas veces, al avanzar sobre el bulevar, me ha tocado escuchar que algo truena y, aunque suele tratarse de botellas o algún plástico que alguien tiró por la vialidad, se abre en mí el miedo, como una flor de carne en el estómago, y quisiera detenerme en seco solo para verificar que no es una de las llantas de mi coche.
Otro día, mientras conducía tranquilamente por una carretera, de repente vi a una multitud correr en las orillas de las vías en sentido contrario. A mi regreso, vi que varios automovilistas se detenían y bajaban para igual correr a auxiliar a quienes sufrieron un grave accidente kilómetros atrás. Es decir, tan solo a poca distancia de mí ocurrió un choque que no percibí sino hasta después y que, en mis más sádicas fantasías, a veces recreo como algo que me sucedió: siento el impacto, la violenta voltereta y el inevitable desenlace. Hace poco volví a ver la película ¡Viven!, de Frank Marshall, que trata sobre los sobrevivientes de un accidente aéreo en Los Andes. Lo que más me impactó fue el caso de una mujer que quedó prensada de la cintura hacia abajo entre dos asientos; sus sollozos y ruegos para cesar el sufrimiento me conmocionaron. Cuando imagino lo que podría ocurrirme, me veo como ella, quien en el filme muere, literalmente, de dolor. Al verme nerviosa antes del despegue, una de mis ex compañeras de maestría, que es hija del piloto de una conocida línea aérea, me dijo una vez que viajamos juntas hacia Estados Unidos, que ocurren más accidentes en carretera que en el aire, lo que en ese momento me calmó, pero que ahora tengo siempre en mente cuando enciendo mi carro.
Finalmente, otras de las cosas que siempre encuentro en la cinta asfáltica son cadáveres de perros. Diversos pelajes, huesos y tonos de sangre quedan atravesados todos los días sobre las vías. Todos los choferes pasan sin rendir tributo, pero yo creo que estas son unas de las muertes más tristes para los animales, pues quedan sus restos ahí, a la vista de medio mundo hasta que se descomponen por completo y desaparecen sin mayor honor de la negra faz. Paul Auster, en Tumbuctú, relata que las carreteras son como un lugar sagrado para los canes, pues cruzarlas lleva al paraíso. Yo siempre que los veo así, los evado, pero en una ocasión me fue inevitable; tuve que pasar encima de aquel cuerpecito de piel amarilla y, aunque los amortiguadores hacen lo suyo, sentí mi peso contra la frágil caja ósea que daba forma a un ser pequeño y noble, como lo son todos los perros. Metros adelante, me puse a llorar y, una vez en mi casa, no podía bajar del carro porque no quería ver la mancha hemática en los neumáticos.
Pese a que a lo largo del camino hay situaciones y momentos que no son agradables, y a que le tengo particular terror a los tráileres, conducir el coche, aunque tiene mucho de burgués, puesto que es un privilegio, me ha permitido encontrar rumbos, salir de mi estancamiento, acercarme a un destino que, creo yo, no se encuentra allá afuera, entre las líneas blancas intermitentes, sino en la experiencia, aunque momentánea y un tanto fantasiosa, de libertad. Curiosamente, es una libertad vigilada y controlada, valga el oxímoron, por la memoria; sin esta me sería imposible seguir avanzando. Y esto me hace pensar en que, si bien mucho de lo que me hace sentir varada en el presente tiene que ver con mi pasado, es al propio pasado, como recuerdo o aprendizaje, al que me debo y a partir del cual puedo atreverme a seguir adelante, aunque con miedo, con una fuerte necesidad de conocer más.
Al volante para recordar
Cuando estaba aprendiendo a manejar los caminos en los que practicaba me parecían largos y peligrosos. Ahora, cuando paso por esas mismas vialidades, a veces me es imposible reconocer quién fui y a los miedos de aquellos días. Pero me he propuesto no olvidarlo. Siempre trato de traer a mi mente los primeros momentos al volante, apenas a 20 o 30 kilómetros por hora y con el sudor en la frente. Hoy esas calles son pequeñas e incluso aburridas, pero si no olvido disfruto más el presente, quien soy ahora y lo que he logrado… Así cobran vida nuevamente todas las vialidades.
El impulso por encontrar una nueva emoción o un nuevo camino me ha llevado a perderme, de vez en cuando, y han sido esas veces las que he encontrado un nuevo, pero temporal, hogar en un Oxxo, bajo el cobijo de sus luces rojas que se extienden infinitamente como la mano de una madre que da la bienvenida al hijo cuando vuelve de viaje.
Por las noches, el mundo desde el carro se escucha con más claridad. Las llantas crujen en el pavimento, el motor palpita en su pecho de metal y la música de la oscuridad cobra sentido. He reconocido mi voz al unísono del humo del escape. Cuento los kilómetros con canciones y, así, mi memoria se vuelve a activar: fotografías sonoras se han quedado pegadas en los vidrios para siempre.
Conduzco el coche para no olvidar, porque cada día me estoy convirtiendo en otra y es imposible prever quién seré. Manejo el carro para quedar grabada en la carretera con impresiones de caucho; para avanzar y saber quién fui. Y sigo sin rumbo, pero avanzando.
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Citlaly Aguilar Sánchez (Valparaíso, Zacatecas, 1985). Es doctora en Estudios del Desarrollo por la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ), maestra en Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara (UdeG) y licenciada en Letras por la UAZ; beneficiaria del Programa de Estímulos a la Creación y el Desarrollo Artístico de Zacatecas (PECDAZ) en las emisiones 2011, 2013 y 2015; ganadora del segundo lugar del premio de ensayo “Beatriz Paredes 2016”, del tercer lugar del premio de ensayo “Zacatecas Artesanal 2018”, ganadora en el Certamen de Ensayo Literario “Erradumbre”, de Mantis Editores en 2021, en honor a Luis Alberto Arellano, y mención honorífica en el Premio Dolores Castro 2021, por el ensayo Dentro del aire de vidrio; autora del libro de investigación La literatura zacatecana en el siglo XXI (IZC, 2014), del libro infantil La fabulosa historia de Anémona y Durazno (IZC, 2021) y del relato autobiográfico Crónica de la habitación (Mona, 2022); además, coordinadora de la antología de ensayo literario El centauro (Policromía, 2016). Desde 2015 he impartido diversos talleres de ensayo autobiográfico en Zacatecas.
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