Mi recuerdo más triste
Ezequiel
Carlos Campos
A la edad de ocho años, un día como
cualquier otro, en la escuela primaria, la maestra dejó de tarea un poema escrito
por nosotros, y otro escrito por un poeta. Iba a ser una actividad donde el que
hiciera el mejor poema, y el que haya declamado con claridad se ganaría
obsequios por la maestra; el que escribiera el mejor poema se ganaría un
diploma improvisado, y el que leyera de excelente manera su poema investigado,
se ganaría un libro de poesía, libro de poca extensión, cuyo autor no recuerdo.
Sabía que tenía que
escribir el poema ganador, sabía que, poniéndome a trabajar, haría bien las
cosas; ni mi madre, ni mi padre, ni mi hermana mayor sabían cómo hacer un
poema; tomé de ejemplo uno que la maestra nos puso. Era un soneto. En ese
tiempo tenía una musa, una mujer que no conocía, a la que no le temía como a
las demás mujeres, alguien que jamás conocería, pero sabía que vivía en mí, la
de cabellos oscuros, que caían lentamente por su espalda, con su piel nívea,
casi transparente, con ojos azules como el mar y cuerpo incondicional. Escribí esas
palabras. Escribí mi primer soneto. Estaba listo para mostrarlo, para que
vieran a esa mujer que me traía loco, la cual amaba sin conocer.
Llegué ese día
preparado para recitar un poema de Octavio Paz; lo había estudiado bien, lo leí
en el cuarto, mientras caminaba, en la cocina, mientras comía, en mis sueños,
mientras dormía… así cada momento, sin interrupción. Y estaba ahí en el salón
de clase, viendo a mis compañeros que mostraban sus creaciones; éramos pequeños
poetas sin talento, pero con gran entusiasmo de haber escrito el primer poema de
muchos, quizá de pocos, quizá el único en toda nuestra vida.
Tocó mi turno para leer
mis versos, y lo hice, leí cada palabra; mis palabras eran cortadas, iba de
sílaba en sílaba, repetía una palabra y pasaba a la siguiente: e-eres-s-mi-mi-mu-sa…
Reían ellos, se burlaban, por qué lo harán, me preguntaba, observé a la maestra
y ella lloraba de risa, no se podía contener. Terminé, me senté con rapidez en
mi asiento.
Y de nuevo me paro al
frente para recitar el poema de Paz que había aprendido: qui-qui-so-o-can-tar… Quería
cantar como lo hacían los artistas, con voces exquisitas, angelicales, pero yo
no podía: can-tar-pa-pa-ra-olvi-vi-dar-r; necesitaba olvidar que yo estaba
parado frente al grupo, hablando: su-su-vi-da-ve-verdadera-de-de-men-ti-ti-ras.
No era mentira que se burlaban de cómo hablaba, de cómo leía, de cómo declamaba
un poema, daba mi máximo esfuerzo para que las palabras fueran claras, fuertes,
pero no podía: y-re-re-cor-dar-su-me-menti-ro-sa-vi-vi-da-da-de-verda-des. Era
verdad que se burlaban, y yo quería llorar.
Al final no pude ganar
el libro por mejor declamación del poema; gané el diploma de mejor poema
escrito en la clase (no por haberlo leído de excelente manera), y me pongo a
pensar si en verdad fue ese poema el mejor, si valió la pena describir a ese
amor lejano, a esa musa que hacía de mis poemas un poema, o si sólo lo hizo
porque salí corriendo al baño cuando terminé de decir el poema de Paz, y lloré
con las manos en la cara.
Y tus diarios? Algún día vas a publicar aunque sea fragmentos??
ResponderBorrarPuede ser que algún día se publiquen palabras que tengo escritos en esos tantos cuadernos.
BorrarEsperaré con ansias, sólo no hagas esperar mucho a tus lectores.
ResponderBorrarSí. Espero cumplir pronto tus peticiones. Muchas gracias por leer el blog.
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