Calaveras y diablos

Salvador Jared Herrera Martínez


―¡Antonio ha muerto!
Y entonces, comienza una epidemia de llanto inconsolable, que sacude uno a uno los cuerpos de una sala que se encontraba ya en un silencio sepulcral. Una bomba de llanto contenido que estalla hacia todas partes.
A mi madre la toman, la sostienen unos brazos, los brazos de mi padrino. Ella llora y sus lágrimas caen sobre las cuentas del rosario entre sus manos. Es increíble lo que puede llegar a parecer ese desencadenamiento de reacciones. El dolor ante la muerte.
Mi tía Anastasia fue quien dio la noticia. No terminó de pronunciar la frase cuando su voz se quebró abruptamente en un llanto y cayó de sus manos el teléfono. Mi tía Eugenia colapsó, se puso histérica: No, Dios… ¡No puede ser, no es posible! Aullando, gritos frenéticos y alarmantes. Luego, está mi tío Luis que se convierte en ese: ¡Cálmate, por favor, Eugenia! ¡Tranquilízate! ¡No te pongas así! Tomándola por los hombros y mirándola firmemente a los ojos.
Está quien apenas llora. Mi tío Pedro con la cabeza baja y los ojos acuosos sobre el suelo. En silencio, estaba yo, que, hasta entonces, no sabía que mi padre había muerto.

Funeraria en G. Las personas comentan que la causa de muerte de Tony fue la asfixia.
Isaac, frente a un féretro observa un cuerpo inmóvil, vacío, como un muñeco. No llora, sin embargo, lo mira perdido, como mirando hacia la nada. Sus tías y su madre lloran alrededor. Está ese rumor de llanto y de lamentaciones que le llega desde lejos. Algún familiar le toma del hombro y le dice, quedo: Todo estará bien. Isaac sale y se escabulle en un callejón a la vuelta. Toma del bolsillo interior de su saco un botecito de plástico y lo vierte sobre su palma, luego se lo lleva de golpe a la boca y traga. Lo guarda y saca una cajetilla de cigarros. En la penumbra de la calle se enciende una pequeña llama que tiembla. La tensión de su cuerpo, el cansancio, los chillidos y lloriqueos salen con una bocanada de humo que suelta el escalofrío que sacude su cuerpo. Fuma dos o tres veces más, luego arroja una chispa rojiza que rebota en el suelo y se apaga.
De regreso, en la puerta, se encuentra a su tía.
―Mijo, ¿dónde has estado? Ten ―le extiende un vaso de unicel con un líquido negro―. Te traje esto, ten cuidado, está caliente. En la mesa hay galletas.

Café y galletas, una fiesta de té. Familiares, conocidos y personas que jamás había visto, iban y venían con café caliente, palabras, llanto y galletas. De cuando en cuando alguien venía a abrazarlo, se acercaban a preguntarle cómo estaba, qué había pasado, y él tenía que recurrir de nuevo a las mismas palabras, a la misma historia. Algunos otros, rostros desconocidos, le clavaban los ojos compadeciéndolo mientras alguien, de junto, les cuchicheaba: Es el hijo de Tony.
Se preguntó, entonces, cuándo acabaría esa noche. Pasaban de las doce y había más gente que antes. Gente que se iba enterando de la tragedia: Oh, Lucrecia, no creerás lo que pasó. ¿Recuerdas a Antonio, el hijo de Griselda? Falleció. Que Dios lo tenga en su santa gloria.

¿Qué me ocurre? Es tan sólo que la muerte es tan parecida a la vida. No la siento, no sé por qué esto es muerte. Así la nombran, así se viste: de negro y de mujeres en llanto y hombres con caras pálidas y tristes. Pero es tan débil, tan frágil. ¿Dónde está papá? No está. Papá está en el féretro. Entonces supongo, la muerte.


Salvador Jared Herrera Martínez (Guadalajara, Jalisco, 1997). Estudiante de Filosofía en la Universidad de Guadalajara.


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