Los autores que más nos gustan dicen mucho de nosotros mismos. Una pregunta y tres poemas de Ibán de León
Alberto
Avendaño, colaborador de El Guardatextos, platicó con el poeta oaxaqueño Ibán de Léon, ganador
de la emisión más reciente del Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde
2018 y que recientemente visitó la ciudad de Zacatecas. De entre su
conversación, sólo esta pregunta se retoma.
Alberto Avendaño:
¿Tienes algún poema que te haya marcado?
Ibán de León:
Quisiera hablar del primero que recuerdo, tal vez el más importante. Se llama “El
adiós” y su autor es Ramón López Velarde. En realidad fueron sólo tres versos
de ese poema. Ésta es la anécdota: tenía siete años y cursaba el segundo grado
de primaria. Una mañana antes de la escuela, mi hermano mayor, que tenía nueve
e iba en cuarto, me dijo: “Escribí una poesía, ¿quieres escucharla?” Respondí
que sí. “Me duele ser cruel/ y quitar de tus labios/ la última gota de la vieja
miel.” Mi hermano era la persona más inteligente que yo conocía, un alumno de notas
impecables. En casa todos lo respetábamos. Aun así, me pareció que lo que había
escrito estaba más allá de sus posibilidades, era asombrosamente bello; él, mi
hermano, tenía que ser alguien muy especial. Los versos se quedaron en mi
cabeza, resonaban constantemente, sobre todo en las noches. Pasado el tiempo
los olvidé. Pero la admiración que le profesaba a mi hermano se hizo más grande:
no volví a verlo igual desde entonces. No sé dónde habrá leído el texto. Nunca
le he preguntado y seguramente él ya no recuerda ni los versos ni la anécdota.
Trece años después yo estaba en una
biblioteca. A mis veinte escribía “poemas” sin haber leído prácticamente nada. Cuando
le pedí al encargado un libro de poesía, amablemente puso frente a mí un
volumen de López Velarde. Alguien afirma (no recuerdo quién) que los autores
que más nos gustan dicen mucho de nosotros mismos. Eso me pasó con el jerezano.
Y tengo que reconocer que aunque lo he leído con emoción a lo largo de casi dos
décadas, me siento incapacitado para afirmar cualquier cosa sobre su obra. Algo
que sí tengo claro es que me provoca lo que generalmente me provocan los
autores a los que más quiero: la certidumbre del hogar, no de cualquier hogar
sino uno muy propio, conectado directamente con la niñez: una especie de
ensoñación que me hace experimentar la calidez y la certeza de los lazos
familiares, ese sitio en el que reconocemos la belleza del instante, algo ya
roto por el paso del tiempo, irrecuperable y añorado, nuestro edén subvertido que se calla.
Lo más sorprendente fue hallar los versos
de mi hermano en el poema “El adiós”, en el apartado de Primeras poesías. Cuando lo leí tuve la impresión de estar en el
patio de la casa materna. Las sensaciones del poema me devolvieron mis propias
sensaciones, ocultas en algún sitio de la memoria: percibí de nuevo los aromas
del pan y del café, de la leña encendida; escuché las voces de mi madre y de
mis hermanos, el ladrido de alguno de los varios perros que vivían con nosotros;
admiré la luz de un fogón en una noche lluviosa de septiembre, los relámpagos
que entraban por el hueco de la puerta. Todo eso se había guardado en los
versos que escuché durante una mañana de hace 32 años. Ramón López Velarde es
el poeta al que regreso por una necesidad de recorrer los sitios amados de mis
primeras experiencias en este mundo. El niño que fui aún reside en esos
espacios, como en un sueño.
Anfibios[1]
Qué fuimos si no, si acaso
éramos, qué:
esa imagen
del pozo que olvidaron
cerrar, donde ahogado
el hijo de aquí junto, el
menor. Muerto.
Más limpia la piel después
del agua. Nunca tan limpio el niño.
En julio. Debió ir. Los
sapos y la lluvia.
Los sapos no se cazan, no
sirven, no se comen,
pero él lo hacía por
olvidar un rato la miseria,
por crueldad, quizá. Y cómo
vine a enterarme se murió
el hijo de aquí junto con
sus ojos y sus manos y su boca se murió presa de angustia
y de un lenguaje aprendido,
recién, bajo las aguas.
La casa que dejaron hace
mucho,
el baldío inundado donde un
pozo que no tiene brocal abre su enorme hocico.
Y no se ve, no se
distingue. Caminas por ahí,
un paso y encuentras que la
tierra se ha vuelto más profunda.
El niño muerto de aquí
junto, cazador de sapos en verano.
A
piedrazos los vencía, grandes,
pequeños sapos con una
sangre extraña brotando de sus ojos.
Apestaban después, se iban
secando y luego ya eran polvo,
como ese niño con el que
alguna vez jugamos a robarnos el pan,
a escondernos los dientes
entre puños.
Y la cajita blanca, el
cuerpo adentro y mi mamá que dice ven,
vamos a despedirnos de tu
amigo el niño de aquí junto.
Música triste cuando el
cortejo sale.
Arriba el ataúd en unos
hombros avanza, avanza hasta la esquina.
Gente que va despacio y se
pierde al fondo de la calle.
Donde nada ese niño no hay
miseria, no hay sapos, tal vez un pozo sí
que taparon con tierra y se
olvidó
cuando se fue la época de
lluvias.
Tierra prometida
Me regaló los panes ázimos,
la levadura del domingo, el
sol
que anochecía en sus
tacones.
Yo caminaba sin saber, iba
por esa calle
pensando en la humildad de
sus fachadas,
los hoteles baratos, la
ceniza
de una luz encendida bajo
un poste.
La miré desde lejos no
mirándola.
Me dijo que el amor dormía
adentro,
en un cuarto pequeño
de paredes manchadas con
sus sábanas rotas.
Había un costo, añadió,
para acceder al lecho de sus miedos.
Su nombre era un carruaje
entre dos siglos:
se llamaba Fuensanta, tal
vez Águeda, y su voz daba el cauce
de gorriones sembrados en
la lluvia.
Sonreí como el niño que a
escondidas
se detuvo a escribir sobre
una banca
la inocencia, sus horas de
recreo.
Rebusqué en mis bolsillos
las monedas pequeñas de la
sangre.
No pude pagarle, soy tan
pobre.
Y sonreí de nuevo,
sonreímos. Y sin hablar buscamos el sendero
para ocultarnos, jóvenes,
del vacío que vimos en el otro.
Su aposento fue el horno de
los ázimos,
ritual de los desiertos
con sus tribus que vagan
sin descanso;
las preguntas de siempre,
la pregunta.
Yavé perdonará mi
sacrilegio,
pues no hay celebración con
más pureza
que el amor de los tristes.
Improvisación de la
tarde
Un olor a humedad debajo de
los pinos,
el aire de hace años
detenido en la sombra,
sus pájaros oscuros
habitando la niebla
y helechos afilados desde
el sueño.
Guayabas confundidas
pudriendo su ropaje
en la estela del musgo,
estos pasos sin nombre que
se alejan
hasta volverse brizna
encima de los árboles,
los ladridos del perro en
la distancia,
allá abajo, en el pueblo;
el niño que se observa en
los pliegues del agua
—del arroyo al costado del
sendero—
sabiendo que el instante
nunca será un recuerdo;
la tierra con sus brotes
donde insectos brillantes
que recorren el mundo
son los dueños perpetuos de
la savia y el humus;
la violeta extrañada de sí
misma,
madurando su cielo como una
mariposa
detrás de alguna huella;
la liebre por el tajo de la
hierba, asustadiza,
verdad del extranjero que
desanda
sin conocer su historia.
El regreso al hogar cuando
la noche vence,
las luces que se encienden
poco a poco
al frente de las casas.
Otra sed del verano como un
millar de grillos
y el perro que se acerca
mientras mueve la cola.
La puerta abre su voz
hacia el adentro mudo de
los libros:
una mesa, una silla,
la estufa bostezando
su resina de bosque
derruido,
el aroma a café que agobia
las paredes,
esa taza que humea al lado
de los panes
y te invita a sentarte.
Calla ahora la música,
el ensueño que viaja por
sus crines
es un piano, es un piano
arrumbado en el patio de una
casa
a la que nuca has ido.
Ibán de León (Oaxaca, 1980). Estudió Letras Hispánicas en la
Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Ha colaborado en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica,
Casa del Tiempo, Tierra Adentro, Periódico de
Poesía, entre otras. Ha ganado, entre otros, el Premio Nacional de Poesía
Sonora Bartolomé Delgado León (2011), Premio Nacional de Poesía Amado Nervo
(2014), Premio Nacional de Poesía Rodulfo Figueroa (2018) y el Premio Nacional
de Poesía Ramón López Velarde (2018).
[1]
Estos poemas forman parte del
libro Calles del cuerpo anochecido, Premio Nacional de Poesía Rodulfo
Figueroa 2018.
Me gustó mucho su poesía. Felicidades.
ResponderBorrarMuchas gracias, Carlos. Le mando un abrazo.
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