Luz y diferencia

Liliana Reynoso Díaz


Andar en el tráfico me pone al nivel de todas las personas. Es como la muerte: no importa que tengas un carro fino, o una carcachita de quién sabe qué año, aquí todos se aguantan a ver lo que mande el semáforo y a esperar su turno. Claro que hay algunos que tratan de meterse por cualquier huequito, pero nomás la riegan, porque retrasan a los demás carros y ellos quedan casi igual.
Aunque el semáforo te empareja con toda la gente, existen todavía otros niveles de conductores más debajo del resto, son como las cañerías: los camioneros y los taxistas como yo. Bueno, creo que los camioneros están más abajo, porque ellos siguen una ruta y aguantan a un montón de gente por horas, mientras yo tengo chance de andar casi por donde quiera, y si me pongo mis moños puedo cobrar lo que guste. Pero de todas formas no me siento dueño de mi vida. Lo pienso mucho, porque qué tal si mañana me quitan mi permiso, o  me asaltan otra vez y ahora sí me corren. Entonces no podré hacer nada. No soy como algunas personas a las que llego a transportar; gente con dinero que parecen tener el mundo en sus manos y son libres. Ellos no se preocupan por nada, mientras yo trabajo doce horas y no levanto a nadie en mucho rato, para después llegar a mi casa toda sin pintar, nomás enjarrada por fuera. Y encontrarme al Choco sentado en la banqueta, un morrillo que me lava el carro por unos pesos.
Aquí yo le echo un trapazo.
Ándale pues, ahí te lo encargo.
Pobrecito, tan chico y ya está refundido en las drogas. Siento feo verlo todo tilico y flaco, más porque sé que el dinero que le doy se lo gasta en el vicio, pero uno no puede resolver los problemas del mundo.
Adentro de mi casa me espera un gato que hace días se metió por la ventana y ya no quiso irse. A lo mejor se queda conmigo y le pongo nombre. Lo veo echado en mi cama, todo hecho bolas, metiendo sus patitas debajo de su cuerpo, y me doy cuenta de que mi casa es como una caja de zapatos a la que le llegó agua de la lluvia y la dejó oliendo a humedad. Y por adentro es como una ratonera, chiquita, oscura, no dan ganas de meterse en ella, es nomás para esconderse y refugiarse. El gato se deja acariciar cerrando los ojos. Quién lo viera, él bien a gusto, yo bien cansado y el Choco a fuera con la cabeza en otro mundo y el cuerpo en la miseria. Ahora que lo pienso, yo también vivo en la miseria, este gato callejero igual. Entonces ¿qué nos hace diferentes? A la mera y los tres somos animales, pero éste se siente contento y ronronea, del Choco no sé, ese vato es un misterio. Y de mí, no quiero pensarlo… la verdad es que tampoco lo sé.
No pude dormir bien en la noche, los vecinos de enfrente se la pachanguearon todo el rato, incluido el Choco, porque cuando salí por la mañana me lo encontré tirado hasta las chanclas, rodeado por los otros fiesteros en las mismas condiciones.
El trabajo estuvo más o menos, tuve que llevar señoras a surtir al mercado, y otras al seguro para que visitaran a sus enfermos. A esas sí les cobro lo justo, porque estamos igual y si me excedo luego me echo la sal yo solito. Platicando con ellas me doy cuenta de que no soy el único que sufre, todos le batallamos para tener algo qué comer. En esos ratos siento que ser dueño de mí mismo es tener algo qué llevarme a la boca, y que afortunadamente no me duele ni una parte del cuerpo.
Cuando llegué a mi cuadra se me hizo raro ver a un montón de gente a fuera de la casa de mis vecinos. Me bajé del taxi para ver el chisme y con lo que me voy encontrando…
Tan chiquito que estaba.
Sí, pero se juntaba con pura gente de mala calaña.
Ay, sí. Pero Dios ya se lo llevó para que no siguiera sufriendo con la vida que tenía.
Él no era mal muchacho, ni lata daba.
Todo eso dijeron mis vecinas, tratando de lamentarse.
El Choco no era nada mío, y aun así le lloré, le lloré como si yo le hiciera falta a él, o él a mí. Y es que todos los muertos ocupan que les lloren. El gato me miraba con desprecio acostado en la cama tiesa, mientras desde la ventana entraban las luces de una patrulla. Me sorbía la nariz y el animal comenzó a maullar quejumbrosamente, ¿acaso este gato me necesitaba para algo? ¿Lloraría si un día no llego? Cuál, ni que fuera perro. Él podía salir a buscarse su propia comida, o no faltara quien le diera algo, así como le hice con el Choco. “Entonces ¿en qué somos diferentes tú y yo, Tonchi? ¿En qué era diferente de ti el Choco y en qué soy diferente yo de él?”, pensé mientras le rascaba la cabeza al animal, mi chilladera no podía detenerse.
Mis ojos se cansaron de tanto llorar, entonces pude dormir bien. Cuando me subí al taxi la mañana siguiente vi que donde estaba el Choco habían puesto unas veladoras. Eso da más miedo, porque sabes que en un lugar específico hubo un muerto.
En la mañana y en la tardecita casi no levanté a nadie, y ya oscureciendo mejor me acerqué a una plaza. Unas muchachas me pidieron la parada, se subieron sin siquiera decirme “Buenas tardes”.
A los Arcos, por favor fue lo único que me dijeron.
Luego luego sacaron sus celulares y a ratos platicaban entre ellas. Hasta parecía que el mundo no existía para esas dos muchachas, ¿de qué se van a preocupar si papi las mantiene? Se la pasan viendo fotos de sus amigos que son iguales a ellas.
No mames, qué asco dijo una de las muchachas cuando un niño se acercó a querer lavar el vidrio del carro.
Ahorita no, carnalito. Gracias —le contesté al niño, que alcanzó a oír lo que dijeron las muchachas, las vio feo cuando paso junto a la ventana.
Las únicas mugrosas aquí son ustedes, pensé. Comenzaba a enojarme con ellas dentro de mí. Estaba anocheciendo ya, las dos empezaron a chismearse cosas, me estresaba el sonido de su voz, el tráfico enfrente de mí, la oscuridad igual a la de ayer, en que vi al Choco muerto. Las luces de los carros, como veladoras de difunto, los limpiaparabrisas y los vendedores que parecían menos personas y más animales que el gato que se coló a mi casa, sólo les faltaba maullar por dinero. El corazón me latía muy rápido, retumbaba en mi pecho, los cláxones pitaban porque el semáforo se puso en verde, los escuchaba como si estuvieran detrás de mis orejas, pero los carros no avanzaban. Pitidos, latidos, gritos. Me palpitaban los costados de la cabeza. Cerré los ojos deseando irme a donde sea que los muertos se van, no quería ser gato ni persona. Entonces sentí un empujón y escuché la luz zumbando. ¿Así te sentiste tú, Choco?
Algo me apretaba el pecho, me sentía encerrado. Abrí los ojos esperando ver a Dios, y lo que vi fue un parabrisas roto. Me bajé del carro como pude, cayéndome de nalgas en el suelo, al fin respiré. Las muchachas que llevaba en la parte de atrás no podrían bajarse, porque quedaron prensadas adentro del carro, un camión nos chocó por no avanzar en nuestro turno. Mi taxi se estampó contra el semáforo, el poste se había doblado y los focos de colores tronaron en el suelo.
Vi a las muchachas adentro del carro, todas pintadas de rojo, tenían una cara de estar soñando algo muy feo. Los conductores se bajaban de sus carros para ver el accidente, como yo me bajé de mi taxi para ver al Choco. Y en ese rato lleno de susto, en que toda la gente llamaba a Dios para pedir ayuda, dejé de preguntarme acerca de diferencias e igualdades.



Liliana Reynoso (Guadalajara, 1999). Estudiante de Letras Hispánicas en la Universidad de Guadalajara. Ha asistido a diferentes talleres de creación literaria. 


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