El primero de los últimos ocasos
Cuando Flora Marón cumplió quince años, el clérigo pegó el grito en el aire: se había fugado. Era necesario buscarla, la sed de un subordinado del altísimo no puede quedar insatisfecha. Al anochecer de ese 4 de enero, Flora Marón ya pisaba algún lugar en tierras jaliscienses, muy alejada de las uñas del clérigo.
Fue encontrada por dos ancianos, cuya ausencia de sotana le inspiró confianza. Se dejó llevar, sin decir palabra alguna durante el trayecto, a una casucha vieja y cálida como sus habitantes.
Los hermanos García vivían aún con su madre. Mejor dicho, ella aún vivía con sus hijos: mujer ciega y silenciosa, activa y muy lúcida, a pesar de su inaudita edad. En cuanto el olor de la juventud cruzó la astillada puerta, la anciana dejó a un lado la jícara con pulque y se dirigió a tientas hasta llegar, con las manos abiertas, al rostro de Flora, quien, acostumbrada al tacto, no tuvo ningún reparo.
―Ahí’stá un catre, ac’ay frijoles ―dijo uno de los octogenarios García.
La anciana, sonrisa enorme y profunda como sus arrugas, la jaló de la mano para llevarla a la cocina y darle un poco de agua.
Pasó el tiempo ausente de dios. Él, eso, o lo que sea que fuere, suele irse, desaparecer, para luego volver con las calamidades. Esta ausencia bajó la guardia de Flora Marón: cayó en la serenidad de tortear en las mañanas, cortar leña en las tardes y pasar las noches entre el ambiente de historias de coyotes y brujas de los hermanos García. Flora ignoraba aún que a la tranquilidad le basta un recuerdo para hacerse pedazos.
―¡Ay, niños! Se me van los rosarios, tanto día sin rezar. No sean malitos, niños, tráiganme mis cosas―, dijo aquella vez la anciana. Los hermanos, temiendo lo que se venía, tras ir cabizbajos hacia un tabuco usado para guardar trastos, regresaron con un cirio, una sarta y un descolorido cuadro de la virgen de Guadalupe.
Antes de que Flora mirara los instrumentos de la anciana, que la llenaban de un mal presentimiento, vio a los García encender la mecha de un cirio. Enseguida dirigió su mirada a un cuadro que, una vez iluminado, le hizo dar un brinco seguido de gritos y lágrimas que la llevó lejos de aquella casa.
―¡Pos qué trai’ ésta! ―exclamó uno de los hermanos.
―¿Qué pasó, mijos? ¿Por qué grita la niña? ―preguntó la anciana; los ojos más apagados que nunca y clavados en la puerta.
Dios, que actúa de formas misteriosas, al día siguiente guió a los enviados del clérigo a la casa de los García.
―Que la muchacha está posesa, señores… ―dijo un hombre de sotana negra.
―¿Y qué es eso de posesa, padrecito?
―Pues que se le metió el maligno, el mismísimo diablo, señor ―explicó otro de los enviados.
―Cómo va a sir’eso, si la niñita era muy bien portada, ni rezongaba ni nada, le ayudaba a mi amá con la leña y las tortillas. No nos estorbaba aquí, pero ayer se fue corriendo como los coyotes ―dijo otro de los García.
―¡Cómo que se escapó! ¿Para dónde se fue? ―inquirió encolerizado uno con sotana.
―Pos no sabemos, padrecito, mis hijos no pudieron agarrarla ―dijo, entristecida, la anciana.
Mientras interrogaban a los hermanos y a la anciana, Flora caminaba por una pedregosa carretera. Esta vez no fue dios, sino el adverso, que al fin de todo es el mismo, quien le ayudó a que sus pasos se cruzaran con los de Imelda, viuda con dos hijos que apenas articulaban sus primeras palabras.
Flora Marón e Imelda chocaron de inmediato. No pasaron ni cuatro días juntas para que Imelda, harta del silencio y las palabras a medias, perdiera la paciencia con la fugitiva.
―¡Habla, niña idiota! ―gritaba, mientras empuñaba los cabellos de Flora, quien soportaba hasta donde podía y luego lloraba, pero en silencio, con un quejido comparable al suave andar del viento.
Mientras tanto, la hija menor de Imelda decía, con toda la sonoridad que pudiera provocar su boca, palabras como pis, perro y mamá; lo que provocó envidia en Flora, quien intentó hablar entonces, primero diciendo su nombre que bien escuchaba cuando los de sotana se extasiaban a solas con ella:
―¡Ay, Flora, Florita! ¡Ay, Flora Marón! ―palabras que salían de entre los santísimos labios.
Aunque no se pudo encontrar ante tarea más difícil, de su voz empolvada sonaba un lona, un floa, un glora maón, pero nunca su nombre. Entonces hacía lo que mejor sabía: llorar, gritar, grito que parecía no comunicar nada. Se quedaba a solas con las miradas punzantes dirigidas a la parlanchina hija menor de Imelda.
Y porque nada es posible si dios no quiere, un día, mientras Flora Marón estaba en el río llenando tinajas, los de sotana interrogaron a Imelda.
―Ya les dije que conmigo nomás viven mis bebés. Jesusito tiene cinco y ella tres, se llama… ―pero fue interrumpida hoscamente por el clérigo, a quien la desesperación le hizo unirse a la búsqueda.
―Encontramos uno de sus zapatos en el camino que dirige a su casa, tuvo que haber pasado por aquí, no creo que vea a mucha gente en este lugar todos los días ―dijo el clérigo.
―Si yo perdiera a uno de mis niños también estaría muy preocupada. Y créame que le diría algo si la hubiera visto, padrecito; pero juro que no ―dijo Imelda, con la mirada abajo y haciendo ademanes para sacar a las visitas de su casa.
―Es que, cómo va a entender, vieja sucia. ¿Usted va a la iglesia? La más cercana le queda como a dos horas, no creo que se preocupe por ir a escuchar la palabra de nuestro señor ―dijo el clérigo.
―¿Pues qué tiene esa niña que tanto les urge encontrarla? ―evadió la pregunta con cinismo.
―¡Está poseída! ―respondieron los cuatro siervos de dios que interrogaban a Imelda, porque, a veces, a dios le gusta que sus siervos actúen de maneras ridículas.
La discusión se alargó tanto, que Imelda temía que Flora volviera con las tinajas.
—Juro que no la he visto. Además, ¿para qué quieren a una mocosa que ni hablar sabe?
El clérigo dirigió la mirada a uno de los suyos, luego a otro y a otro: la cadena cómplice de pupilas logró descifrar el error de la mujer.
―¡Vieja pecadora, mentirosa. Nos vamos a llevar a Flora y también a su hija, no puede estar con una impía como usted! ―dijo el clérigo, tratando no sonreír.
Y porque el pan de cada día para dios es la sangre, se vertió la sangre. Pronto, cuatro hombres de sotana forcejearon con la hija de Imelda. El pequeño Jesusito, encolerizado, corrió a la defensa de su madre y de su hermana, pero un puñetazo desmedido en la cabeza lo dejó tendido y convulso en el suelo. Dos clérigos, llenos de culpa, dejaron en paz a Imelda. Ella aprovechó para tomar con fuerza a su hija, cargarla hasta la cocina, ocultarla tras de sí y, luego de coger un cuchillo, sacar toda la impotencia que una mujer sola puede tener.
Dios quiso que Flora Marón volviera, con las tinajas sobre los hombros, cuando Imelda, los de sotana y Jesusito, estaban en el suelo; unos ya sin vida, otros agonizando. Por ahí, sin comprender lo que pasaba, estaba la niña de tres años que, en cuanto vio a Flora, alzó las manos para ser socorrida. Marón fue por ella y la tomó entre sus brazos para llevarla al río, donde limpió las manchas de sangre de los dedos y rostro de la niña.
―Gracias ―dijo la pequeña.
Flora no pudo responder. Por primera vez en su vida tuvo la necesidad de mostrar afecto, un simple de nada, pero no pudo. Tomó a la niña de las manos y la vio con enojo, con envidia. La niñita, hundida en confianza y protección, se dejó someter por las manos de Flora Marón, hasta que un ruido lejano las alertó: montado en un burro, un hombre se acercaba lentamente. Marón no perdió el tiempo, no lo pensó dos veces: metió la cabeza de la niña en el agua del río. Al hombre le faltaba poco para acercarse lo suficiente y ver el suceso. La niña pataleaba, daba manotazos; sólo quedaron sus cabellos agitados por el agua. Flora Marón la dejó ir con la corriente, respiró y volteó a su derecha: ahí estaba el hombre. Bajó de su jumento y se acercó.
―¿Qué haces aquí, niña? Aquí n’hay nada bueno, nomás una vieja loca que no vive muy lejos diaquí ―dijo el hombre y le extendió la mano. Flora se puso de pie.
―¿Ónde’stan tus papás? ¿Cómo te llamas, niña? ―preguntó el hombre en un último intento para hacerle hablar.
Flora no respondió. No podía, aunque debía hacerlo y dar algunas palabras cómplices para verse rescatada.
Flora Marón forzó la garganta y separó los labios. Pensó en su víctima, en esa niña cuyas palabras fluían y se fueron con el agua del río.
―Me llamo Josa ―dijo Flora.
―Ámonos diaquí, no debes estar sola, vienen tiempos muy feos ―expresó el hombre, mientras la trepaba al lomo de su burro.
Se perdieron los tres: Josa sobre el asno y el hombre a pie dirigiéndolo, bajo la sonrisa de dios viendo a sus hijos ir hacia el primero de los últimos ocasos.
Joselo G. Ramos, Mal viento, Taberna Libraria Editores, México, 2020. |
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Joselo G. Ramos (Zacatecas, 1990). Es narrador y ensayista. Autor de los libros Más inquietante (Rey Chanate, 2017) y Mal viento (Taberna Libraria Editores, 2020). Ha publicado en Punto en línea de la UNAM, “Crítica” de El Diario NTR, “La Soldadera” de El Sol de Zacatecas, A-Cultura y Círculo de poesía, así como los espacios virtuales Efecto Antabús, Marabunta, El Guardatextos, entre otros. Fue incluido en el No. 213 dedicado a los escritores jóvenes zacatecanos, de la revista Punto de Partida de la UNAM. Fue parte del X Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes del 2019, en la ciudad de Monterrey, N. L. Estudió la Licenciatura en Letras en la Universidad Autónoma de Zacatecas.
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