La literatura te elige. Tres ensayistas escriben conscientemente
No somos conscientes de ello, pero hay una idea, un tema, una situación que constantemente pica en la cabeza, como un piojo o la arruga del insomnio. No lo sabemos en ese momento, cuando nos consume muchas horas al día. Cuando, de repente, en medio de nuestras actividades diarias, ahí está, otra vez, acechando.
Sostengo que la literatura te elige, que eso que llevas días, semanas, meses, años, pensando y repensando, es de lo que puedes escribir. Pero no siempre, realmente, puedes. Dice Jorge Luis Borges en uno de sus poemas que más amo: “es tu recuerdo como un ascua viva / que nunca suelto / aunque me quema las manos”, porque creo que eso es escribir: hacerlo sobre aquello que aunque duele, es lo que nos lleva a ritmo sobre la página. La pluma, la tinta, las teclas, con lo que prefiramos hacerlo es esa ascua, incandescente, entre los dedos, con la que seguimos, quizás, a tiendas, escribiendo. Duele, pero no la soltamos. Hay que aprender a que no nos queme. Esa ha sido la intensión en los talleres de autobiografía que dirijo.
En esta edición, tres ensayistas se entregan a la hoja en blanco para hablar de la muerte del padre, del duelo por una mascota, del cuestionamiento sobre la belleza, y con ello comparten ese fuego incesante de la pasión de la escritura. Aplaudo sinceramente su valentía. Y reconozco lo inevitable que es sentir en lo más profundo de nuestro pecho la resonancia.
Reitero: la literatura te elige. Déjala. Que te arrebate, que realmente te deje sentir lo que tengas que sentir. Y ahí, finalmente, con todas tus fuerzas y honestidad, seguro te abrazarás.
Citlaly Aguilar Sánchez (compiladora)
Réquiem para mi padre
Andrés Briseño
A veces no es necesario leer el mensaje para saber de qué se trata. Hay una certeza —difusa, escurridiza, pero certeza al fin— de lo que van a decirte.
“Acaba de morirse mi papá”, escribió mi hermano; en sus palabras vi al niño de ocho años que se aferraba a las piernas de su padre y le suplicaba que no se fuera, mientras él avanzaba por la calle con las maletas llenas de Quítese, mijo; le digo que ya; suéltese; que se quite.
“No se vaya, apá, no se vaya.” Y él sin voltear, atragantándose de sinsentidos, arrastrando a mi hermano sobre los adoquines.
“Perdónalo”, me había escrito mi hermano por la mañana, “creo que ahora sí se va a morir”. Yo no lo creí, ni que se muriera ni que lo perdonaría.
Es que no hay nada qué perdonar cuando no existe ni odio ni cariño ni revancha. Eso le había respondido horas atrás. Y luego pensé que papá no se moriría ni entonces ni nunca.
Sin embargo, estuve seguro de su muerte antes de leer el mensaje. “No se vaya, apá, no se vaya”, debió suplicarle mi hermano, asido a sus piernas inertes sobre el bote sin vela ni timón que era ahora su cama, flotando a la deriva en el mar de los hospitales públicos.
Me mordí los labios, apreté las manos hasta sentir cómo se marcaban los bordes del celular en mis dedos y me dije que no había lugar más patético para ponerse a llorar por nuestros muertos que el asiento trasero de un taxi.
Tres años atrás hablé por última vez con mi padre, seguro de que nunca más lo haría. Y así fue. No volvimos a cruzar palabras ni miradas ni cariños ni las breves sonrisas que nos dimos en esta vida, la única que existe, la perecedera y volátil vida de sololoy que tenemos en el pecho.
Creí que no tendría lágrimas, que entre él y yo todo estaba dicho, pero con un carajo, cómo duele la profunda llaga de la orfandad, la espina encarnada de saberse, ahora sí, sin padre en esta vida en que no lo tuve y me faltó, en que no lo tuve y no hizo falta. Pero estaba vivo y yo tenía padre, y era él como el ancla de un barco viejo y a la deriva, y yo era el náufrago que estiraba la mano para asirse a la cadena que se escapa y se escapa sin remedio.
Lloré al verlo allí, como si durmiera, envuelto para siempre en la lozanía de sus noventa años; encerradas en su corazón inmóvil las amarguras y las alegrías, las sinvergüenzas y las nobles acciones que alguna vez salieron de su boca y de sus manos. Su rostro hinchado pero terso, su bigote siempre mal delineado y su boca sosegada, como si durmiera. Sus labios, sus manos, su boca, su mentón, sus ojos entregados al sueño de la muerte, todo mi padre era silencio y calma, como si durmiera.
Como si durmiera.
No lo vi morir, no nos dijimos adiós ni nos perdonamos, pero no está en mi boca el vinagre que beben los arrepentidos, los que no alcanzaron a decirlo todo. Existe, sí, el resabio agridulce de la nostalgia; es que tuve un padre que a veces fue sólo su imagen, una idea distante, el rumor de sus palabras, y otras veces fue sus manos construyéndonos figuras de plastilina, su aroma a papeles archivados, su abrazo, su mirar por encima de los anteojos y aquel viaje familiar en autobús a Huejúcar para comer chicharrones con medio kilogramo de tortillas a la sombra de los álamos de la plaza.
A la sombra de otro árbol yace ahora mi padre. Su tumba, la misma de mi abuela, pintada de un amarillo brillante. En mi garganta una congoja creciente me hace temblar las manos y me dobla por dentro, me desmorona y no tengo más remedio que sentarme sobre la tumba de algún muerto viejo a llorar no sólo por la muerte de mi padre, sino por su vida, la que no quiso o no pudo o no supo compartir con nosotros, la que le pareció tan ancha y tan larga como para llevarla por otros rumbos a llenar a medias corazones ajenos con las partes que a nosotros nos arrebataba.
Me derrumba saber que lo quise a pesar de todo y que tal vez él también tuvo para mí una palabra de amor, una evocación siquiera, mientras miraba atardeceres lejanos en alguno de tantos caminos de su caminar errante, y que sin embargo mi amor y el suyo no alcanzaron para que fuéramos un padre y un hijo que se sientan en silencio y se contemplan y luego miran cada uno por su lado seguros de que lo han entendido todo.
Me quiebra la amargura de sus breves miradas hacia este hijo suyo que una tarde de noviembre no salió a la puerta a ver cómo se iba el padre ni se aferró a sus piernas como su hermano porque creyó que no se marcharía ni entonces ni nunca.
“¿A qué viene, apá?”, le dije desde la cama cuando me prometió volver pronto. Tenía ocho años y no sabía que el amor no sirve para detener al desamparo.
Mi querida Dunia
Pilar Pino
Desde el día que te encontré nuestros destinos se unieron. Durante toda tu vida me entregaste amor incondicional, algo que sólo tú pudiste darme. Extraño el sonido que hacían tus patas por las mañanas, que anunciaba que te acercarías por las primeras caricias del día. Extraño tus aullidos que no dejaban dormir. Extraño verte al llegar a casa, ver cómo te entusiasmabas, sin importar cuánto tiempo tuviera fuera.
Aún tengo tus cenizas junto a mi cama, al lado del retrato de mi tía Paty. Tampoco me he atrevido a tirar tu camita azul. Tal vez, porque en el fondo tengo la esperanza de que regreses. Me cuesta asimilar que ya no estás. Me acompañaste en mis días más oscuros, esos en los que no era buena compañía para nadie; pese a ello, siempre me reconfortabas con tu presencia. Te recuerdo moviendo la cola con tu sonrisa perruna.
Tenías una cara única, en ocasiones parecía que tenías expresiones humanas, lo que me llevó a pintarte cejas para carcajearme. Quizá por eso es que siempre te tuve un poco humanizada. Me rio al recordar cuando el veterinario te rapó mal y parecías una rata trasquilada. Todo con tal de tener las condiciones higiénicas para la llegada de la bebé, Tatalina.
Sabías que no te veías bien, estuviste triste y escondida en tu guarida dos semanas; el tiempo que tardó en crecer tu pelaje, porque el pelo siempre crece.
Al barrer extraño llenar el recogedor con tu pelo rojizo que siempre estaba esparcido por toda la casa. Ese pelaje que me llevó a mentir sobre tu raza, cuando ingenuos te creían fina. “Es un pastor ruso del bosque”, decía. Hasta hubo quien creyó que eras cruza de coyote. Puse en un portarretrato la foto en la que salgo abrazada a ti, con el cabello del color de tu pelaje, que me teñí a propósito. Cada vez son menos las ocasiones en que encuentro rastros de tus pelos en la ropa.
Mi mamá aún me reclama por decir que no ibas a crecer cuando te vimos el día de tu llegada, pero terminaste de tamaño mediano y acostumbrada a estar adentro de la casa. Sin embargo, nunca dejaste de ser una perrita callejera. Te salías a la primera oportunidad, pero siempre encontrabas el camino de regreso.
Los últimos años fueron especiales: salíamos a pasear las tres en carro, al parque o a caminar por la colonia. Tatalina, tú y yo, siempre juntas, siempre las tres. Eras tan noble que mi mejor amiga siempre te decía al acariciarte: “Dunia bonita, te quiero más que al papá de mi hijo”, lo que aún me causa gracia.
Saqué tu bello nombre de un personaje de Crimen y Castigo de Dostoievsky. Leí que su origen es árabe y significa “señora del mundo”. Los nombres nos definen, el tuyo, tal vez, te dio esa capacidad de amar a todas las personas que se encontraron en tu camino.
Ayer nos reímos de que la primera maestra de música de Tatalina y tú tenían el mismo nombre. Como es una persona muy seria y educada, me dio mucha vergüenza. Empezamos a llamarte delante de Dunia humana “Peluchina”, aunque varias veces se nos salió decirte por tu nombre y ella volteaba algo confundida.
A cada rato me sale entre mis listas tu canción, “Seamus” de Pink Floyd, con la que aullabas. “I was in the kitchen, Seamus, that's the dog, was outside Well, I was in the kitchen, Seamus, my old hound, was outside Well, the sun sinks slowly but my old hound just sat right down and cried”. No puedo evitar quebrarme y llorar. Sabes que llorar me cuesta mucho, supongo que refleja lo mucho que me duele tu ausencia.
Amaste a lxs niñxs y ellxs te amaron a ti. Tatalina ya no tiene a quien abrazar, ni a quien darle la mitad de sus dulces, tampoco se le cae “accidentalmente” porciones de sus comidas. No hay quien la siga a todos lados en los juegos del parque. Ver cómo la cuidabas me llenaba el corazón de amor.
Cuando estaba embarazada mis antojos eran naranjas y mandarinas. Sigo sin la certeza de saber si fue por nuestro vínculo especial que te comías las semillas y los gajos que dejaba a tu alcance. Me rio recordando cuando llegabas corriendo, con las orejas echadas para atrás, luego de robar la comida a los albañiles de la construcción de la casa de al lado en Sierra de Álica.
Durante las primeras semanas de tu partida podía sentirte siguiéndome por la casa, cerraba los ojos y podía verte alegre buscando mi mano para acariciarte. Tengo pocos recuerdos tristes de ti, si los tengo es por las ocasiones en que me olvidé de ti, más nunca me guardaste rencor. Como las ocasiones que priorizaba otras compras a tus croquetas o simplemente las olvidaba y terminabas comiendo tortillas en caldo o con huevo.
Cuando recién llegaste a casa eras una bola de pelos hiperactiva, corrías llena de energía de arriba abajo, te subías a los sillones, a las camas e, incluso, a la camioneta de mi papá. Te enseñé a andar a mi lado sin correa para que no te ahogaras con nuestros paseos vespertinos.
Fui testigo de cómo tu energía iba menguando con el paso del tiempo. Al final te tenía que cargar para atravesar las avenidas transitadas, te ponía correa porque tu vista y tu olfato fallaron, me daba miedo que te perdieras. Pese a todo, tenías alegrías que compartías jugando con nosotras.
La primera vez que se enfermó Tatalina nos mudamos temporalmente con sus abuelos médicos, tú nos seguiste y esperabas afuera temblando de frío. Pese a llevarte cada noche a casa, regresabas a esperarnos. Ahí supe que jamás te podría abandonar porque eras mi familia.
Le compré a Tatalina una réplica del zorro de El Principito, a la que llama su “Dunia de peluche”, y es quien más te extraña. Espero que en tu viaje al otro mundo te encuentres con mi tía Paty, que te dé de comer un sinfín de delicias, como los tamales que eran tu comida favorita. Que acaricie tu barriga y te bese la frente en mi lugar.
Hay seres de quienes damos su amor por sentado, hasta que ya no están. Es justo en el momento que notas por primera vez su ausencia en el que dimensionas cómo su amor y compañía enriquecieron tu vida.
Se hizo una rutina escuchar cada día tu tos nocturna y rara. El veterinario nunca atinó la causa, hasta que al final descubrimos que era un cáncer que acechaba con dolor todo tu cuerpo. Tuve que tomar la difícil decisión de llevarte a la eutanasia. Mi consuelo fue que no te hice sufrir. Un ser noble y lleno de amor incondicional como tú no merecía una muerte así.
Me aconsejaron que me aferrara a la idea de que te salvé de una vida triste en la calle. Siempre agradecida, me brindaste una vida llena de alegrías. Nunca encontré al amor romántico que pintan en los libros y en las películas, pero el universo me premio contigo. No fuiste una simple mascota, fuiste un pedazo de mi vida.
¿Cómo nos vemos?
Yadira Galván
En mi niñez y adolescencia no había redes sociales, lo más genial era una foto en blanco y negro o sepia en un muy sencillo estudio fotográfico compuesto solamente por un banquito, una tela a espaldas y una gran lámpara donde las luces hacían su magia. “Quieta, sin parpadear”, y flash, un retoque posterior con lápiz, agregaba abundantes y largas pestañas y el delineado de los labios... nada más.
Las pestañas postizas eran exclusivas de las presentaciones de bailes folclóricos; en toda mi historia de secundaria, prepa y universidad tuve sólo un par; medio me limpiaba con cuidado y una vez más a escena.
En esos años traer aquellas pestañas era seña segura de que ibas de camino a una presentación a zapatear, todo el mundo lo sabía. ¿Quién pensaría que ahora serían extraño no usarlas diariamente?
Mi ma siempre me dijo que uno no debía maquillarse mucho a diario, porque luego el día que una quiere “arreglarse para un día especial” no se notaría y más aún, el día que no lo hiciéramos “se asustarían”.
De pequeña, cuando apenas alcanzaba el metro de estatura y sobresalía del mostrador de la tienda de mi abue, veía con admiración aquellos altos flecos de Flans con laca o Aquanet, “un día será mi turno”, y creo que no lo fue, pero sí de un buen volumen en el cabello.
Una infancia donde la moda no era prioridad, no me faltaba, no crecí buscándola, me vestía y peinaba con lo que tenía en un guardarropa de pocas piezas y máximo tres pares de zapatos: los del colegio, los de misa y con suerte unos tenis.
Mi abuelo decía que la belleza de una mujer estaba en su cabello, manos y rostro. Pero muy específicamente: cabello largo y suelto, rostro limpio, al natural, “casi” sin maquillaje, y manos limpias y suaves, con uñas medianamente cortas y limpias.
Mi papá siempre decía: “que se pinten las feas”, por lo tanto sus hijas no, hasta que llegó el día de esos fines de semana universitarios de trabajo y entregas, que las ojeras se notaban y la ausencia de mínimo mi super Angel Face de Pons se notó y me dijo: “mija, si quiera póngase colorcito”.
Mi adultez me había cambiado de nivel. Era bella con mi cabello sin planchar, melena con mouse o té de linaza para definir los chinos naturales. Era bella con sombras de colores pastel sin orden ni diseño de color, sin colorimetría, sin saber el tono de piel, sin diseño de imagen, sin filtros. Era bella con un rímel trasparente y gloss pegajoso en los labios sobre un delineado café. Era bella con una ceja diferente a la otra. Era bella sin tinte, sin diseño de color en el cabello, sin tratamientos. Era bella con shampoo Caprice y con el lujo del acondicionador Vanart rosa. Era bella porque la belleza estaba medida en los ojos de amor con los que me veía mi papá y mamá, en los ojos de orgullo de mi abuelo, en los ojos de aprobación de mis abuelas, en los ojos tan nobles de mis tías. Era bella porque mi obligación era ser buena estudiante y respetuosa hija. Era bella porque el estándar de belleza no era mi mundo.
Las caricaturas me decían que había que luchar y era formidable hacerlo en equipo por algo. Las novelas en casa eran de adultos, por lo tanto mi infancia se reduce a Carrusel, que me enseñó que estaba mal ser como Ana Joaquina, aquella niña “de dinero” que era grosera con los demás, aunque igual recuerdo que aunque “tenía” no era feliz. En fin, era simple.
Hoy, en el hoy de este siglo, hay un bombardeo de lo que debe de ser para ser bella: la pestaña, el maquillaje, el tratamiento, el tiente, el estilo, la imagen, el filtro. Hay tanta aparente variedad, derecho y libertad, que ahora señalamos que antes no había y aun así nos sentimos feas, descuidadas, arrugadas… no nos parecemos a las imágenes que se comparten en redes sociales. Está prohibido envejecer. La abuelita de los Tres García y la del chocolate caliente son del siglo pasado, ahora ya no se debe tener arrugas. Ahora necesito un filtro. Aplaudimos al filtro, a esa imagen generada por inteligencia artificial. ¿Qué tanto nos afectará celebrar y valorar algo que no es real?
A principios de este siglo tuve mi primera cámara digital, 3 super megapíxeles que funcionaban con 4 pilas doble A. No se requería más. Al fin y al cabo los filtros no necesitaban 30 o 50 megapixeles.
En la foto de redes sociales soy yo y sé que si me pierdo, debido a la inseguridad, sí me parezco, pero no es lo mismo, toda imagen se piensa para redes sociales, si no, no es buena, no se comparte. Lo triste es que la imagen que se comparte es la que me gusta. La yo “perfeccionada”.
Me observo en el espejo. Soy yo, la imagen cruda, la real, sin la fuerte y precisa luz, con todas las pecas y las tonalidades de la piel… hay belleza ahí, la sonrisa es real. Pero, al tomar una foto, ya no es lo mismo que vi en el espejo, lo que veo es más crudo, más marcado, es fea sin filtros.
Ahora lo veo: mis ojos son más nobles; entiendo que en mis ojos están esas expectativas que tenía de niña; en mis ojos está lo que mis padres veían como belleza: el filtro instalado en mis pupilas es de ellos, de mis tías que siempre me ven guapa.
Este filtro es mejor que el del celular. Este filtro es real, este filtro es de quien vive, de quien siente, de quien me quiere; los otros son de un programador, de una máquina, de un generador que cumple con una expectativa inalcanzable para así gastar más en tratar de alcanzarla. Es preciso reconocer los filtros.
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