Descenso
Salvador Alba Cardona
—Así fue cómo por fin llegué hasta aquí. Hubo muchos momentos de miedo y confusión; también de oscuridad. Pero al fin llegué. Me hizo seguir en el camino una esperanza, sabía yo que algo más me esperaba —dijo el primero de los interlocutores.
—Ese algo soy yo —dijo el segundo de los interlocutores—. Confía en mí, mi trabajo consiste en escuchar. No juzgo. Al contrario: me gustan las historias y aprendo mucho de ellas, pues como te imaginarás yo no pude vivir una vida humana.
—No sé qué imaginarme ahora mismo. Lo curioso es que, como te decía, ya no tengo miedo. Sólo mucho frío.
—Pronto te acostumbrarás. ¿Sabes? Ahora mismo soy tu único amigo y no tenemos mucho tiempo…
—Comprendo. ¿Qué es lo que quieres saber?
—Como te decía al principio: estoy acostumbrado a las grutas y a las cavernas. Todo lo que no tenga que ver con ellas me interesa. Para empezar, dime, ¿dónde naciste?
—¿Me vas a torturar con mis recuerdos?
—Claro que no. Sólo quiero que ejercites tu memoria. Recuerda que no juzgo. El tiempo apremia.
—Entiendo. Nací hace cincuenta y tres años en una localidad del sur de Durango llamada San Miguel de la Michilía… Perdón, no sé si sabes dónde está ese lugar.
—Eso no importa. Sigue contando tu historia.
—Mi padre me contó que la madrugada en que nací cayó una de las heladas más fuertes que recordara. Era un siete de marzo y los primeros ruidos que se escucharon en San Miguel fueron los de las ruedas de madera de las carretas rebotando contra el empedrado de la calle principal. Después de la faena y de dejar a mi madre dormida, la partera se fue con un montón de sábanas y cobijas llenas de sangre. Doña Isabel, la partera, también lavaba ajeno y mi padre le ordenó que se llevara ese amasijo mugroso a su casa y que al día siguiente lo trajera limpio. Mi padre era el dueño de la ex hacienda de San Nicolás, don Jaime de Jesús Gallegos Martínez, y yo fui su cuarto hijo.
—Interesante. ¿Cómo fue él?
—De niño siempre lo vi con admiración. Era un hombre de bien, respetado por todo el mundo. Le daba trabajo a la mayor parte del pueblo, los hombres y mancebos al cuidado de las vides y el ganado, las mujeres cocinando el rancho de los peones y limpiando la casa principal de la hacienda. Heredó de su padre, don Ambrosio Gallegos Guzmán, la ex hacienda.
—Y dime, ¿la hacienda era próspera?
—En la ex hacienda, ya en el tiempo de mi padre, se criaban borregos, había treinta hectáreas de vid y veinte de olivos. Cada año, en las tierras de temporal, se sembraban al menos otras cuarenta hectáreas de maíz. La uva que se cosechaba se vendía a la casa Pedro Domecq ubicada en Aguascalientes, los bovinos eran destinados para el consumo humano y la industria textil y el maíz se embarcaba en vagones de la estación de tren de Santa Elena, rumbo a Chihuahua. Los años de mi niñez transcurrieron en medio del trajín que todo aquello provocaba, al lado de mi padre y mi hermano mayor, Esaú.
—Fue feliz tu infancia.
—Sí, mi infancia fue feliz, como creo que fue la de la mayoría de las personas. Ahora creo que en realidad los primeros años de nuestra vida los pasamos entre brumas, sin comprender nada. Por eso pensamos que es una época feliz.
—No te amargues, considera que tal vez pienses eso por la manera en que todo terminó.
—Puede ser. ¿Sabes? No siento arrepentimiento. Me duele pensar en lo que queda atrás. Y en la incertidumbre de lo que viene.
—De eso yo no te puedo hablar. Ya te expliqué que yo siempre he vivido dentro de este húmedo antro. Sólo me dedico a escuchar. ¿Y qué pasaba con los olivos?
—Mi padre los plantó por influencia de un amigo suyo, español. Le hablaba maravillas del árbol y del negocio que su familia tenía en Andalucía. En San Miguel nunca hubo una sola cosecha de aceitunas. Después de varios años de trabajos infructuosos, mi padre abandonó las veinte hectáreas a su suerte. Cuando mis hermanos y yo fuimos adolescentes, eran nuestro refugio. Decíamos que era un bosque encantado.
—¿Cómo fue la relación con tus hermanos?
—Los quise mucho. Esaú estudió Economía y muy pronto consiguió trabajo en Guadalajara, como gerente de Banco. Nunca supe de qué Banco. Y si lo supe, lo olvidé, porque no me interesaba, era más importante hablar de los negocios de la ex hacienda. Porque una vez que mi padre falleció, el quince de agosto de mil novecientos ochenta y tres, yo me quedé a cargo de la conducción de los trabajos y la administración. Cuando mi hermano visitaba San Miguel era para relajarse, y una vista rápida de los asuntos le resultaba suficiente.
—¿Y tus hermanas?
—Camila y Mercedes. Sanguijuelas, parásitos. Mi madre las crio para ser los ejemplares femeninos más aptos para sonreír, chismear, parir y rezar. Prefiero olvidarlas. En sus borracheras, mi padre decía que él no había traído al mundo mujeres para que otros las disfrutaran gratis. Así es que las dos terminaron casadas con hijos de hombres prósperos con los que, por supuesto, mi padre comenzó a hacer negocios. Hombre pragmático, don Jaime. Él fue la persona que me marcó, a quien le debo o le debía todo. Quedó huérfano de padre a la edad de catorce años y desde ese momento se hizo cargo de su vida y de la de sus cuatro hermanos y su madre, mi abuela Carmen. Idolatraba a su padre, don Ambrosio.
—¿Te contaba historias sobre él?
—Muy pocas. Mi padre era más bien reservado en cuestiones sentimentales. En una ocasión, cuando se alegraba con el brandy Domecq que le enviaba por cajas el administrador de la fábrica de Aguascalientes, me dijo: “Me hubiera gustado que conocieras a mi padre. Era un hombre honrado a carta cabal”. Luego se puso cabizbajo, y remató: “Pero qué digo, si él viviera tú y yo no estaríamos hablando”. Esa última frase me inquietó muchísimo.
—¿Y por qué te inquietó?
—Me puso a reflexionar. ¿Sabes cómo murió mi abuelo?
—¿Cómo?
—Mi abuelo criaba ganado. Murió en la misma ex hacienda de San Nicolás, un cuatro de marzo de mil novecientos cincuenta y cinco. Ese día fue a darle de comer pastura al semental de las vacas, que estaba aislado en un pequeño corral. Le tenía confianza al animal, con frecuencia lo alimentaba. Ese día fue el último en que lo hizo. Con el paso de los años mi padre comprendió lo que sucedió ese día. Lo más seguro es que una o varias de las vacas, que se encontraban en un corral contiguo al del semental, estuvieran en celo. El celo provocó que el semental estuviera alterado, ansioso de montar. La violencia contenida del animal se abalanzó sobre mi abuelo una vez que éste hubo entrado, haciéndolo sucumbir debajo de un montón de cuernos y patas. Mi padre me contó que a él fue al primero que le dio aviso el caporal, quien llegó despavorido a los olivos para darle la noticia. Cuando juntos llegaron al lugar de la tragedia, mi padre observó cómo el pitón del semental había desgarrado carne y fracturado huesos. Los peones le habían quitado la camisa a mi abuelo, quien se quejaba en alaridos, mientras la sangre manaba en borbotones de su costado izquierdo.
—Semen retentum venenum est.
—¿Qué dices?
—Nada. Y la manera en que murió tu abuelo, ¿tiene algo que ver con la frase de tu padre que tanto te inquietó?
—A eso voy. Pensaba yo, sobre todo en mi época de estudiante de Agronomía, que sin la trágica muerte de mi abuelo yo no existiría. Así de simple. Él tuvo que morir para que yo viviera, y eso lo sabía perfectamente mi padre cuando me dijo “si él viviera tú y yo no estaríamos hablando”. Creo que en mis últimos días esa idea se volvió una obsesión y de alguna manera su influencia fue determinante en mi decisión final.
—Es posible, y dime, ¿por qué fuiste tan drástico?
—¿Me vas a juzgar?
—Ya te dije que yo no juzgo. No tengo esa potestad. Además, ya he conversado con otros cien mil que hicieron lo que tú hiciste. El acto en sí no me importa. Me importan las circunstancias.
—¿Para qué recordarlo?
—Necesito saberlo. Antonio, voltea a tu alrededor. Estamos en un punto de no retorno. ¿Ves las paredes de piedra bruta? ¿Escuchas el agua debajo de nosotros? La luz de las veladoras que nos alumbran es más vieja que el sol. Y las tinieblas más allá de nosotros son infinitas. Creo que no has entendido tu posición en el aquí y el ahora.
—¿Quién eres?
—Considérame una especie de confesor.
—Ya lo imaginaba.
—En un lugar como este no cabe la duda. Tampoco la rebelión.
—Empiezo a sentir mucho miedo.
—Tranquilízate. No te haré daño. Así es que, dime, ¿por qué fuiste tan drástico?
—Los últimos días sentía quemarme por dentro. Una mezcla de humillación y coraje me inundaban cada que recordaba las palabras que mi mujer, Amparo, me dijo el día en que definitivamente se acabó nuestro matrimonio. Despotricó en mi contra con odio. Tal vez lo merecía, lo sé, pero mi orgullo no me permitía aceptarlo. Empecé a emborracharme con mezcal a diario, a pesar de los reclamos de mis tres hijos, Jaime, Antonio y Gabriela. La euforia de la borrachera hacía que me olvidara de todo, incluidos los buitres que se hacían llamar acreedores y que ya sobrevolaban la ex hacienda: lo único que pensaba era cómo la muerte de mi abuelo había cambiado el universo. ¿Sabes? Sin la muerte de mi abuelo yo no estaría aquí, temblando de frío. No estaría aquí platicando contigo y confesando mis pecados.
—Nadie peca en el mundo, sólo vive. Interesante tu apreciación, por cierto. Pero no comprendes a cabalidad la ley del destino. Omnia ex nihilo fiunt et in nihilum redeunt.
—No entiendo tus últimas palabas, pero esa cuestión del destino era otra de las cosas que pasaban por mi cabeza en mis últimos días. Nunca tuve mucha fe, a pesar de crecer en una familia profundamente católica. No cabía en mi imaginación un Dios siempre afuera y por encima de todo. Durante el tiempo que estuve en la capital estudiando Agronomía, cuando tenía mucho tiempo para pensar, surgió en mí la certeza de que Dios está en todos nosotros. Es imposible que yo, que puedo imaginarme al propio Dios, no esté hecho de algo divino. Entonces la idea de la muerte de mi abuelo como la fuente divina de mi vida tomó mucha fuerza. Después se apagó: los años de trabajo, responsabilidades, negocios y familia enterraron mis pensamientos de juventud. En los últimos días volvió con fuerza.
—¿De la misma manera que antes?
—No sé. Pero yo deliraba. En las tardes, después de supervisar el trabajo en las vides, tomaba mezcal sin medida. Vagaba por en medio de las parras y dentro del calor húmedo y sofocante venía a mí la loca idea de que me mi abuelo planeó todo, que el día preciso sabía de la predisposición del semental y que entró al corral con la convicción de la muerte. Me decía a mí mismo: “Mi abuelo estaba lleno de Dios y preveía que con su muerte cambiaría al universo. Nos dio vida a mí y a mis hermanos y a mis hijos y a mis posibles nietos. Permitió miles de circunstancias que sin su desaparición no hubieran podido existir”. Pancho, el mayordomo de la ex hacienda, que me acompañaba en la bebida y toleraba mis necedades, me escuchaba: “Pancho, si mi abuelo no se hubiera muerto tú y yo no estaríamos aquí en el rancho, empedándonos. ¿Te das cuenta? La muerte de mi abuelo cambió incluso tu vida, cabrón.”
—Antonio, ¿escuchas eso? Es casi hora de seguir el camino.
—No quiero irme, fue muy cansado llegar hasta aquí.
—Te falta mucho por recorrer, debes ser fuerte. Se acaba tu tiempo en este lugar.
—Es una lástima que no haya tenido la claridad suficiente. Ahora veo las cosas mejor.
—Hace unos momentos decías que los hombres pasan los primeros años de su vida entre brumas. No es verdad. En realidad, pasan toda su vida de esa manera. Entre una bruma densa que sólo se disipa con la muerte.
—¡Es imposible! ¿De qué sirve el arrepentimiento, entonces? Por eso no quiero sentirlo, sólo tengo lástima por mis pobres hijos, ojalá mis disculpas lleguen hasta ellos y puedan perdonarme. La mañana del suceso estaba sobrio: me había despertado a las cinco de la mañana, como de costumbre. Dejé la raya de los trabajadores depositada en sobres, encima de la mesa del comedor. Salí de casa y sentí el frío de la mañana, calculé siete grados. Sin llamarlos, vinieron a mi recuerdo los olivos y el bosque encantado. Me sentía seguro. Sí, Dios estaba dentro de mí y cuando todo terminara yo habría cambiado al universo. Cuatro vidas de forma directa e inmediata se convulsionarían. ¿Cien de forma indirecta? ¿Mil? Yo desviaría la ruta del mundo, las profecías se reescribirían. En treinta años mi nieto comprendería que no somos sólo hormigas ciegas en medio de montañas de bruma. Manejé la camioneta hasta el camino real que conduce a la presa de Santa Elena. Cerca del tercer kilómetro paré y apagué el motor, saqué del bolsillo de mi chamarra la Colt que fuera de mi padre, respiré profundamente, la puse en mi cien y todo se hizo negro.
—Y después llegaste hasta aquí, con muchos trabajos. Es hora, Antonio. Me gustó tu historia. Eres realista, pero no completamente sincero, algo propio de tu actual condición. Eso ya no importa, ahora tienes que seguir descendiendo.
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Salvador Alba Cardona (Luis Moya, Zacatecas, 1986). Es abogado litigante y escritor.
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