La gran pentalogía del día infinito

Adrián Eleuteri


Tomo I
Hay escritores y poetas que nos deforman para siempre el horizonte, los derroteros (azarosas páginas de sangre y pus melífera, los jardines se iluminan, el laberinto cerebral desdobla sus gordas lenguas en la arena, en las aguas... y el ácido vuelve vítreo lo velado, altera el cauce, los nervios se retuercen, las plantas de los pies cortan raíz en busca de la flor que fue de Coleridge). Creo que, por eso, luego de una madrugada tempestuosa en la que soñé con una costa inmensa y estoica a merced de un mar bravísimo, desperté con ganas de visitar una librería. En mis sueños, las rocas ostentaban forma antinatura y tamaño colosal: allende el mar y más allá de la neblina, la insinuación de enormes estructuras similares a murallas. Eran libros. Lomos gigantescos de libros que apenas si dejaban ver parte de sus títulos (letras, o fragmentos de letras, aquí y allá). En mi sueño me embarcaba en un pequeño bote con el fin de averiguar sus nombres, sus autores, y la corriente furiosa me llevaba en poco rato a las murallas inabarcables. Casi a punto de llegar, alcanzaba a comprender que no conocería ningún título y me estrellaba contra una losa descomunal. La muerte en sueños que nos hace respirar hondo y despertar.

Tomo II
Pero la huella verdadera no fue la ensoñación de espuma y piedra, otra huella en realidad marcó mi infancia: la sociedad bonaerense, una raza de lectores a fulltime (Cortázar dixit), librerías porteñas abiertas veinticuatro-siete, debates a muerte con libreros, y esa mujer misteriosa, la encantadora oriental que se le aparecía una y otra vez sin previo aviso a nuestro escritor, así nomás, sin planearlo, en las calles de París. Agarré entonces mi chamarra, la chamarra con la que me apuñalaron afuera de mi casa y que conservo desde la preparatoria: mezclilla, estaño, rajaduras que nunca remendé, sangre escandalosa que no dejó la tela. Me fui a caminar, pero no, no quise recurrir a mis librerías habituales del sur de la ciudad, tenía hambre de extrarradio, una fuerza incomprensible me empujaba al norte, como quien acude al desván de la memoria en busca de fotografías, las fotografías que intentan encontrar el cabo suelto e indetectable que nos trajo a este presente. La marea poderosa de aquel sueño intranquilo me condujo a repasar mi educación sentimental, que no fue en Buenos Aires, como planeé en mi adolescencia, que no fue en París, como nunca quise y donde hubiere aborrecido que se diera, sino en el Estado de México, donde los puñetazos de la vida sobre la carne cruda de mi jeta me arrojaron por fortuna (¡oh, cruenta fortuna!)... porque ahí, en el Edo. Méx., conocí el horror y el amor en partes iguales (a veces el horror era amor, a veces el amor era horror). Viví en Ecatepec, en una colonia donde las chicas desaparecían y mis últimos meses en el lugar los pasé trabajando en la Librería Parthenon (música, arte, video). Quise volver hoy, a lo mejor a reventar las murallas, a lo mejor a conocer el título ignoto que me arrebató la vida en sueños.

Tomo III
Los versos los escribió en papel un poeta que me habló de verdad, directamente a mí, a los quince años. Esta noche, antes de tomar notas sobre el extraño sueño, corrí a mi biblioteca desesperado en busca de un poema en específico. Es este:

“Ahora paseas solitario por los muelles
de Barcelona.
Fumas un cigarrillo negro y por
un momento crees que sería bueno
que lloviese.

Dinero no te conceden los dioses
mas sí caprichos extraños
Mira hacia arriba:
está lloviendo.”

 

Los muelles del D.F. son andenes de metro. El autor de ese poema capturó como nadie la esencia del viajero en los intestinos del coloso calamar. Hoy me enterré en su cavidad gástrica, en la costa de Miguel Ángel de Quevedo, y en el trazo de la Línea B, concretamente en Nezahualcóyotl, me puse a mirar, ya en altamar, los cascos oxidados de las combis. Recordé un asalto a mano armada, el revólver en mi sien y al muchacho disfrazado de apache que terminó muerto, como si durmiera, porque no dejó que le robaran su morral de mandarinas. Fue un 2 de noviembre. Mejor así. Antes de llegar a la terminal de Ciudad Azteca mi fantasía marina se mecaniza porque aborda un vagonero, se planta a mi costado, toma asiento y me reta con la mirada. Sin verlo, me río, o no me río, más bien dibujo, sin mirarlo todavía, la sonrisa más abyecta y descarada de la que soy capaz. Y preparo mis puños. Se pone de pie entonces, pero continúa ofreciendo la merca: barra de chocolate Kinder Délice, cinco varitos, padre. Aún tiene la cicatriz en el labio superior del madrazo que le acomodé ese invierno. Fue un medio día. Tal como hoy, me dirigía a la librería porque, lo he mencionado, allí trabajaba. Me empujó, le reclamé, hizo la finta de golpearme y el putazo fue meco. No, yo no finté. Me abrí un nudillo y salió volando su diente. A veces los cabrones nos tenemos que fletar, por más simiescos que nos miremos, a veces el honor es cuestión de vida o muerte, aunque en realidad no sepamos de verdad qué es el honor y ya estemos respirando casi asfixiados en los dobleces de la muerte. Lo recalco, lo repito y lo preciso porque así es y así sucede: a veces los cabrones nos tenemos que fletar, aunque llevemos todas las de perder y pensemos que ganamos, aunque después de un tiempo queramos decirle al pobre infeliz al que le dimos en la madre: hermano, estoy aquí, aquí estamos, yo también soy un pobre infeliz, dame un pinche chocolate y vamos a chingarnos unas cervezas. Me dio alegría verlo, pero esa tarde, la tarde del incidente invernal, me dijo que ya había valido verga (si él o yo, no lo aclaró), paró el convoy de un palancazo y se puso a chiflar. Fueron llegando, de tanto en tanto, más vagoneros; conté veinte, entraron por mí. El acto que sucedió a este hecho debo anotarlo y quiero narrarlo porque me conmovió: pese a la intimidación, muchos pasajeros se pusieron de pie, uno a uno, aquí, allá, a lo largo de todo el vagón, y no les permitieron llevarme. En las siguientes estaciones otros vagoneros se iban sumando, él al frente, siempre, chillando, más de coraje que de dolor, con su labio superior abierto y su dientito en la mano. Para cuando llegamos a la estación Plaza Aragón yo ya tenía arremangada la camisa y en el momento en que las portezuelas se accionaron los pasajeros no me dejaron salir, formaron una muralla alrededor de mí. Eran, al momento, cerca de cuarenta vagoneros, en sus miradas había odio genuino. Los pasajeros, unidos, los repelieron y comenzaron a relatar abusos padecidos a manos de mis repentinos enemigos. Alguien a mi lado habló en plural y dijo que me escoltarían hasta el trabajo; que ni el pinche presidente, así lo dijo y de tanto pinche que añadió me cayó bien, tenía esta seguridad ni estos quince guaruras tan pinches mamados. Lo cumplieron, todos aquellos que era él y quienes lo imitaron, ajenos a su yo. En Ciudad Azteca llovieron chingadazos, más sobre la guardia irreal que sobre el vergo de vergueros (hey, hey, señoritas, yo-yo-yo-yo: Javat, maestro del psicoanálisis). Con todo, no los dejaron acercarse a mí. Al subir las escaleras alguien dijo aquí me quedo, en el puente otros dijeron sale, yo hasta aquí, en el Mexipuerto varios se desperdigaron. Tres cabrones me acompañaron hasta la librería. Uno de ellos, quien se definiera multiplicado y pinche fuerte, dijo adiós de modo militar (usaba una playera sin mangas con estampados de la banda Trolebús y pulseras con estoperoles). Camino a la batalla ineludible, me había dicho que era policía, que estaba franco y que unos vagoneros mataron a su hermano, allí, en la Línea B. Esa noche, cuando llegué a casa, en mi guitarra acústica me puse a tocar Barata y descontón, pero de una manera lenta, casi melancólica, creo que de tan lenta y melancólica, ridícula. Lo hice toda la noche, hasta sentir que mi versión ya no era patética, sino que significaba algo; grabé el audio con el celular, pero aún estaba inquieto, así que cambié el nombre de la pista, la titulé A la memoria del hermano de un policía franco y la envié a un número al azar, un número cualquiera que tecleé porque sí. Me respondieron ¿quién eres?, respondí que un viajero de la Línea B, que estuve a punto de ser linchado por vagoneros y que un policía franco al que le habían matado a su hermano unos vagoneros me ayudó a salir del paso, junto con las otras personalidades viajeras que era él, pero también con el resto de los pasajeros de nuestro vagón; que no podía dormir, que por favor escuchara la canción. Como es natural, ese alguien me bloqueó. No dormí nada, asistí al trabajo en estado de somnolencia. Cuando mi compañero Dani, que trabajaba conmigo, me preguntó por mis ojeras repugnantes, yo respondí, no sé por qué, como si esa frase hubiera estado buscando un cauce para escapar de un hueco de mi infancia y venir a resignificar ahora mi temprana adultez: ¿Alguna vez has bailado con el demonio a la luz de la luna? Dani no dijo nada, se fue a atender sus pendientes. Partí yo también, sin más, a la soledad plastificada del área de Derecho. No vendí libros ese día.

Tomo IV
Mi antiguo contrincante salió del vagón sin vender chocolates, yo bajé en la terminal. Una agrupación musical de ciegos tocaba cumbias a un costado de la taquilla; lo hacían bien, demasiado bien. Sabía de ellos, solían presentarse en el Corredor Madero y en cierta ocasión la hermana de mi abuela los contrató para ofrecer un espectáculo en su fiesta de cumpleaños. Crucé el puente que salta, no de un paso, sino de una zancada, la Avenida Central y une al metro con el Mexipuerto. Subí las escaleras eléctricas y me puse a pensar en China. En China y en sus chinos víctimas de escaleras eléctricas que son tragados por ellas, enteros o por partes. En China y en sus Premios Nobel. En China y en Gao Xingjian (¡oh là là, señor francés!). En China y en el libro que no pude comprar de Mo Yan (no hables, vive y escribe, ¡gǒu, gǒu, gǒu, gǒu!). En China y en Grandes pechos, amplias caderas, esa novela que en la Librería Parthenon estaba acomodada en la mesa de esoterismo, frente a la sala de Derecho, y por la que nadie fue a preguntar nunca. En China y en la vez que me ausenté de Derecho y caminé de prisa hasta el librero de los Clásicos para auxiliar a una chica. Esa chica tenía la plática dulce y ácida al mismo tiempo, pero no, no era eso, sino una manta involuntaria que cobijaba sin querer una profundidad que yo desconocía. Y había dolor. Y había risa. Y calidez. Y rebeldía. Y gracia también. Con el tiempo desarrollé una adicción. A su plática. A su forma peculiar de pensamiento. A su manera de percibir y defender su derecho al dolor. A su forma de enfrentar los cuchillos de la memoria. A su manera de honrarla. Una vez me habló del cielo y dijo temblor y mar y lumbre y me dejó inquieto y pensativo por semanas, exactamente como quien lo contempla, como quien caza secretos en las entrañas de constelaciones abrasivas y serenas: aguijones deliciosos, epicentros de paz absoluta. Ansia y remedio. Disparos de anestesia en dosis prepotentes. Quizá por eso fui apartando para ella en un librero oculto los clásicos revolucionarios que me volaron la mente, con la esperanza de que regresara una tarde, a lo mejor una mañana. Pero un día me largué. De la librería. De Ecatepec. Del Edo. Méx. y del país. No la vi volver. Me dijo en línea, tiempo antes de desaparecer cuando supo de mi ausencia, que tal fin de semana acudió a Plaza Aragón porque su familia quería visitar la librería, pero que al final ella se quedó en el auto. Porque ya no tenía motivo para hacerlo. Me fulminó. Solía matarme. Así y asá, pero así. Es increíble lo que uno puede llegar a recordar en una escalera eléctrica. De tal modo que heme ahí, observando el escalón que sostenía mi corporalidad al momento de ascender, pensando en China, y en chinos felices que se montan en estos aparatos y dejan de ser felices y se vuelven desgraciados de un momento a otro porque son tragados por las escaleras, enteros o por partes; y en Gao Xingjian y Mo Yan, y en el pasillo de los clásicos, y en la chica de profundidad desconocida, hambrienta de poesía rabiosa. Llego al último escalón y pienso que me gustaría volver a verla. Dinero no me conceden los dioses, mas sí caprichos extraños. Miro hacia arriba: es ella.

Tomo V
Iba de negro. Lentes. Tenis blancos. Salvajes líneas de cabello en espiral. Sonreía. Y miraba hacia abajo, hacia las escaleras de mármol, laterales a las eléctricas, que estaba a punto de pisar. Creo que me quedé sin aire. Sólo alcancé a girar el torso, choqué con varias personas, me quité de en medio a otras y cuando llegué al mármol del pasillo ya no estaba (ella, por supuesto, y de algún modo yo tampoco). Me quedé un tiempo aguzando los ojos, la mirada proyectada más allá de la corriente humana, como en ese mar furioso de mis sueños, pero esta vez sin barca, buscando, sin embargo, todavía, en vez de tierra, el libro ignoto, el libro descollante sobre la neblina, su nombre. Un tanto aturdido, un tanto sorprendido, tratando de comprender los extraños mecanismos de la realidad, llegué a Plaza Aragón. De pronto me vino a la mente la idea de que estaba en una isla misteriosa. Misteriosa por ser ésta una isla abandonada, poseedora, no obstante, de miles de personas que iban de aquí a allá. De miles personas que escudriñaban el terreno, pero que quede claro y lo subrayo: se trataba de una isla abandonada. Quiero decir: ese lugar, Plaza Aragón, es la prueba fidedigna de que la invención de Morel es un proyecto vigente y en marcha; todas las personas allí y a sus alrededores (el vagonero, ella, ella misma) son colecciones de luces de ondas específicas que recorren órbitas atadas a una gravedad maniática cuyo centro soy yo. Que no engañe a nadie mi ego. Es una idea arrojada por Agustín Fernández Mallo en Trilogía de la guerra: la teoría del caos indica que los objetos que viajan en total libertad tienden a describir por sí solos la órbita del ocho, la órbita del infinito, y se cruzan unos con otros en distintos planos, pero en el mismo lugar, una y otra vez. Me detengo. El corazón de la isla, por fin ante mí. Y observo. Mi atención gravita y cae como con lumbre sobre una pieza arcaica y nueva del aparador: el DVD de Batman (Tim Burton, 1989); debe ser una maldita broma, digo entre dientes, debe ser una maldita broma, eso es, está ocurriendo, el proyecto sigue pariendo su réplica infinita. Me acerco, camino al umbral, pero algo me detiene. No, ya no quiero entrar. Me quedo parado, estorbo, los empleados, que ya no conozco, me examinan desconcertados, las personas detrás de mí, que están ahí, pero no están, me empujan molestas, y sigo inmóvil, parezco drogado, en trance, un imbécil, soy una jodida estatua, un robot desprogramado que sólo mueve la cabeza, la quijada y se ríe de una manera que resulta perturbadora porque no es humana y en el fondo no quiere ser humana. ¿Todo bien, joven?, me dice alguien, ¿va a pasar? Y yo le digo no. ¿Por qué no?, quiere saber (¡mierda, qué intromisión!) y yo respondo con la única frase que de verdad tiene sentido para mí a esa pregunta: Porque ya no tengo motivo para hacerlo. Entonces me doy vuelta y me marcho desbaratando esos gránulos sinérgicos de soledad que son todas y cada una de las personas que nutren la eternidad de una isla sin nadie llamada Plaza Aragón; preguntándome una y otra vez en cuál, en qué momento quedé atrapado en la invención del Doctor Morel. Cuando volví a casa corrí desesperado a mi biblioteca para hallar un poema en específico. Hay escritores y poetas que nos deforman para siempre el horizonte, los derroteros (azarosas páginas de sangre y pus melífera, los jardines se iluminan, el laberinto cerebral desdobla sus gordas lenguas en la arena, en las aguas... y el ácido vuelve vítreo lo velado, altera el cauce, los nervios se retuercen, las plantas de los pies cortan raíz en busca de la flor que fue de Coleridge). Creo que, por eso, luego de una madrugada tempestuosa en la que soñé con una costa inmensa y estoica a merced de un mar bravísimo, desperté con ganas de visitar una librería.

Juan Gris, "El libro abierto", 1925.

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Adrián Eleuteri (México, Distrito Federal, 1989). Me hice lector en una biblioteca pública de mi ciudad natal llamada “Teocalli” (recinto sagrado en lengua náhuatl). Gracias a sus grandes atlas empecé a imaginar travesías larguísimas a lo largo del continente americano. Los años de transición entre mi adolescencia y la edad adulta fueron azarosos y los viví en el extrarradio feroz de la megápolis. Me gusta viajar por tierra, con frecuencia en una motocicleta de baja cilindrada o en aventón, a geografías que me permitan acceder a realidades significativas. Creo firmemente en la poesía.

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