Atziri

Martha Laura Silo


Cuando llegó Atziri a este mundo nunca imaginó que el vivir a lado de sus abuelos desde pequeña la haría especial. El que fuera criada por alguien diferente a sus padres biológicos en ese tiempo era algo muy común. Claro, no para los hijos en cuestión que todo el tiempo se preguntaban el porqué de esa decisión tan drástica de su vida. Lo cierto fue que para Atziri fue lo mejor que le pudo pasar, pues se convirtió en la hija más consentida del universo, criada con todo lo necesario, sin lujos, pero con lo suficiente y, sobre todo, con mucho amor.

La abuela de Atziri, doña Isabela, mujer de carácter fuerte, amante de la cocina con una sazón sin igual, con mucha satisfacción y orgullo, era la curandera del barrio, con un sinfín de procedimientos aprendidos de sus antepasados. Pero jamás dejaba a su nieta que la ayudara a la hora de preparar los alimentos, no por celo a que aprendiera sus trucos culinarios, sino porque era tan rápida, desesperada y meticulosa que no aceptaba errores en sus procedimientos y, como ella decía, le hacían “ojo” a su comida y no quedaba igual, por lo cual Atziri tenía que conformarse con aprender sólo con ver, haciendo preguntas solamente y sin duda, lo de cocinar era ya parte no sólo de su vida diaria, sino también lo llevaba ya en sus genes heredados por su tan querida abuela.

Eran muchas las costumbres que doña Isabela compartía con Atziri, ella era una niña muy inteligente y, por lo mismo, muchas de esas costumbres ella estaba de acuerdo y otras no, su abuela le decía que eso pasaba por leer tanto y por ser tan buena en la escuela, pues era una chica sumamente aplicada siempre en los primeros lugares de su clase, y quizá por ese hecho, el de leer tanto, siempre se cuestionaba todo, y pecaba en lo incrédula, especialmente en todo aquello esotérico y espiritual tan arraigado por su abuela, pues siempre debería encontrar el porqué de las cosas, y se las ingeniaba para hallar una respuesta lógica para todo y para cualquier duda.

Doña Isabela era buscada por todos para que los curara de empacho, y Atziri se reía al ver cómo se le juntaban los vecinos para que les untara a sus hijos manteca en el estómago y les diera una buena zarandeada, que los niños terminaban con el estómago más revuelto que como llegaban, maltrechos y llorando, pero eso sí, según los padres, al día siguiente ya estaban curados, Atziri escondida veía eso y simplemente no creía, pues en su escuela su maestro de Ciencias Naturales le había dicho que eso no era cierto, que eran simples creencias de gente de pueblo y en la mayoría de las veces todo era producto de la charlatanería. Pero cierto o no, a doña Isabela la buscaban seguido, para una barrida de mal de ojo, o una curada de espanto, y esa era la peor, porque después del susto que te daba con el ritual que hacía entonces si no estabas espantado quedabas realmente asustado y sin poder dormir por varias noches. Pero doña Isabela era así, el ser más bueno que compartía sus deliciosos guisos con los vecinos y con quien fuera que tuviera hambre y necesidad de un plato de comida, y sus curaciones obviamente eran gratuitas, era compartir sus creencias y conocimientos aprendidos a través de generaciones y eran simplemente sólo por ayudar al prójimo. Que quizá no eran tan certeras, pero la gente iba con tanta fe y confianza que se iban contentos y esperanzados de que al día siguiente se sentirían mejor.

Atziri veía todo esto con escepticismo, pues como dije antes, ella no creía en nada de esto, y a veces tenía fuertes discusiones con su abuela, doña Isabela le decía que había personas que tenían ciertos dones que Dios les había dado y debían usarse para ayudar, desarrollarlos y utilizarlos para bien. Le decía: “Así como tus profesores que te enseñan, y poseen talento que Dios les dio, ellos tienen la obligación de enseñar y educar. Somos un todo en este mundo y tenemos diferentes capacidades que ese ser supremo repartió a cada quien, tu deber es descubrir ese don y cuando lo encuentres, no te detengas y utilízalo, y, lo mejor, compártelo para hacer siempre el bien, es parte de conocer cuál es tu propósito en la vida”.

A pesar de esas diferencias, Atziri y su abuela se amaban mucho, y la niña hasta pensaba que su abuela tendría vida eterna, y si no eterna al menos rebasaría los 100 años, esas eran sus pláticas en las tardes antes de dormir, cuando Atziri se acurrucaba en su regazo mientras su abuela con todo el amor que le tenía le rascaba la espalda y acariciaba su cabeza y cepillaba su largo cabello, y se lo decía, que ella viviría 100 años o más, a lo que doña Isabela respondía: “No lo creo, pero de una cosa sí estoy segura, cuando yo muera te seguiré protegiendo más allá de la muerte, así de grande es mi cariño por ti, y de alguna forma siempre estaré presente en tu vida, y veré la forma de decirte que estoy bien y que tú también lo estarás”.

Una mañana, su abuela amaneció un poco mal, ese día no se levantó de la cama, cosa rara en ella que para las seis ya estaba regando su jardín y tomando café. Mas tarde vino el médico y dijo que sólo necesitaba reposo, pero tenía que ser absoluto, indicación que por supuesto no siguió doña Isabela, pues su esposo don Roque llegaría en unas horas de trabajar y su comida favorita tendría que estar lista.

Pasaron los días siguientes y doña Isabela seguía algo retraída sin la energía habitual. Ella siempre había dicho a su familia que el día que ella muriera no quería hacerlo en esa ciudad, pues ella no era de allí, su lugar de origen era la ciudad de Veracruz, y siempre contaba historias de la belleza de esa ciudad, su vegetación tan tropical y bonita, hasta el color de la tierra, decía, era diferente, tan oscura y negra y hasta olía diferente, por eso amaba su ciudad y añoraba que el día que fuera sepultada fuera en su tierra natal, su Veracruz tan amado y eternamente añorado.

Ese día, lo único que la hizo sentirse bien fue cuidar su jardín, ese que con tanto amor regaba, podaba y hasta le hablaba, sí, porque por las mañanas podía verse a doña Isabela embelesada con sus plantas, perdida entre tantas especies de verdor en todos los tonos imaginados, y envuelta en el suave e indiscutible aroma a rosas, sus tan cuidadas y amados rosales, sus flores predilectas, esa era su medicina y su terapia y parecía que sus plantas la escuchaban, la entendían y hasta le respondían, cuando con el aire se movían tan graciosamente y dejaban esa aroma tan suave e incomparable fluir por todo el jardín.

El clima de la ciudad era muy extremoso, y aunque era fines de diciembre el calor era sofocante, los nortes llegaban muy raramente y cuando llegaban era con heladas y muy húmedos, con esa humedad que no había cobertor ni calcetones capaces de hacer sentir que se calentaban los pies.

Ese día, doña Isabela, inesperadamente, empezó a hacer maletas, había tomado una decisión rara en ella que era una mujer que todo planeaba con tiempo, tenía que ir a su tierra, a Veracruz, el motivo, ninguno en especial, pero ella debía viajar sin falta, era un viernes, si se apuraban alcanzarían el autobús de las diez, estaba dicho ya. Cuando don Roque llegó la increpó, ¿cómo era posible que tomara una decisión así, tan abrupta? Ella aún no estaba bien, el médico le había recomendado reposo absoluto, es más, su familia en Veracruz tampoco sabía que iban de visita, ninguno de los argumentos la hizo cambiar de idea, ella se iría, sola o acompañada, estaba decidido.

Atziri hizo su maleta y don Roque también, era más le preocupación de permitirle irse sola. Doña Isabela se veía bien, muy recuperada, quizá era uno de sus raros presentimientos y podría ser que algún familiar de Veracruz estuviera mal, no lo sabían, era muy precipitada su decisión, pero ya la conocían y lo haría sin lugar a duda, con o sin su aprobación.

Más tarde ya iban en el autobús, doña Isabela, en el camino, se la pasó acariciando el cabello de Atziri, recordándole a cada segundo lo mucho que la quería. Era de madrugada y el autobús hacía una parada en la central de autobuses de Tampico, Tamaulipas, el chofer les dio quince minutos para ir al baño en lo que subía algo de gente extra, doña Isabela se levantó para ir al baño, Atziri estaba adormilada, eran las tres de la madrugada y estaba llegando un norte, de esos que llegaban inesperadamente, se sentía súper frío y el aire soplaba fuerte, don Roque le indicó a Atziri que acompañara a su abuela al baño, no podían confiar en su salud, ella no estaba bien del todo. Atziri fue tras su abuela, que ya se había adelantado, y le llevaba ventaja, el baño estaba en un segundo nivel, Atziri, apurada y con mucho frío, apuró el paso, estaba realmente helado, pero era más frío que de costumbre, el aire pillaba raro, Atziri, mientras caminaba tras su abuela, sintió escalofríos pues el viento se metía entre su pantalón, podía sentirlo en la espalda y hasta le producía dolor de lo intenso que era, no pudo evitar sentir miedo, bajó rápido esos diez escalones para después llegar a una sala donde estaban primero los lavabos, y de pronto de nuevo ese silbido del aire que parecía susurrarle al oído cosas que no alcanzaba a entender, como voces o susurros extraños e indescifrables, en eso estaba cuando una voz le dijo: “Ya vine por ella”, Atziri brincó del susto, ahí a su lado una indigente de esas que hay tantas, olvidadas y rechazadas por la sociedad, pero esta era muy extraña, hasta tenebrosa le pareció a Atziri, era una mujer vestida de negro, cubierta hasta la cabeza, de cara muy pálida quizá por el frío, que era intenso, Atziri sintió cómo una descarga eléctrica le atravesó toda la columna vertebral hasta llegar a su nuca, y sintió cómo cada vello de su cuerpo se erizó, ignoró a la indigente, pasó de largo y llamó a su abuela: “¿Dónde estás?, abuela, responde”, nerviosa, empezó a tocar en cada una de las puertas de los baños sin escuchar respuesta, hasta que doña Isabela, allá a lo lejos, le contestó: “Ya voy”. Cuando salió del baño, Atziri le dijo: “Ten cuidado, abuela, una loquita está aquí en la entrada del baño, bueno, perdón, no está loquita, está enferma, como tú dices, pero me asustó”. Se dirigieron a la salida, y para su sorpresa el baño y la entrada de las escaleras estaban vacíos, extrañamente la mujer ya no estaba, eran las únicas que estaban ahí. “Te juro que aquí estaba y me habló”, doña Isabela se puso muy seria y sólo atinó a persignarse y ya no dijo más. ¿Como era posible que esa mujer en esas condiciones hubiera avanzado tan rápido a la salida y desaparecido?

Subieron de nuevo al autobús para continuar el viaje, faltaban aún seis horas de camino.

Casi amaneciendo llegaron al fin a Veracruz, se bajaron apresuradamente, y de nuevo doña Isabela quiso ir antes al baño, ya era de día de nuevo, se adelantó y Atziri la siguió, cuando llegó de nuevo le preguntó que dónde estaba, y doña Isabela no le contestó, esta vez Atziri sintió algo de nervios y tocó cada puerta, su abuela no contestaba, optó por mirar bajo las puertas y grande fue su sorpresa al ver en uno de los baños a su abuela inconsciente.

Lo que siguió fue como una pesadilla, salir corriendo a pedir ayuda, gente de buen corazón llamando a la ambulancia, todo fue tan rápido, lo único que Atziri recordó después fue que alcanzó a ver consciente de nuevo a su abuela por diez minutos en lo que la trasladaban al hospital, su familia ya estaba allí, su abuela con esos ojos brillantes mirándola fijamente le dijo: “No llores, mi niña, tú vas a estar bien, no podemos escapar de nuestro destino, ese lo conoce sólo Dios, y ante sus designios y caminos no podemos hacer nada, no olvides que siempre voy a estar a tu lado”. Atziri lloraba y le decía que de qué hablaba, ella estaría bien, porque ella viviría hasta los 100 años. Pero no fue así, más tarde los médicos les informaron que llegando al hospital doña Isabela había fallecido. El viaje había sido muy pesado, y extrañamente alcanzó a llegar, y al caer en el baño se había golpeado tan fuerte la cabeza que todavía no se explicaban como había tenido conciencia de volver en sí por diez minutos para hablar con su nieta y darle su bendición.

Lo demás fue la continuación de la pesadilla que Atziri no pensó a sus 16 años vivir jamás, sepultar a su abuela, y dejarla ahí tan lejos de su ciudad, pero cumpliéndose su última voluntad y deseo, morir en su tan amado Veracruz, en esa su hermosa tierra natal.

Antes de regresar, Atziri, platicando con su tía abuela, hermana tan amada de doña Isabela, lo ocurrido, y contando los detalles de cómo se detuvo en el baño de Tampico y después en el de la central de autobuses de Veracruz, y cuando le contó el detalle de la indigente de los baños que le habló y lo que le dijo, su tía abuela, que compartía las mismas creencias que doña Isabela, le dijo: “Esa mujer que te habló era la muerte, y te dijo vengo por ella, porque se la iba a llevar ya en ese instante, pero Dios le dio la oportunidad de cumplir su último deseo, el de llegar a Veracruz”.

Atziri, cuando escuchó esta conclusión de su tía, aun dentro de su incredulidad, se estremeció de sólo recordar a esa rara mujer, no tuvo la menor duda, sí, había sido la muerte, la que estaba ahí esa madrugada, esperando llevarse a doña Isabela.

Pasó el tiempo y, hasta la fecha, Atziri recuerda siempre con cariño a doña Isabela y lo único que la reconforta siempre es recordar sus últimas palabras: “Yo estaré siempre contigo, más allá de la muerte, de alguna forma estaré presente y te cuidaré”. Por ello, hasta la fecha, cada vez que llega un norte y escucha soplar el viento, sabe que de alguna forma su abuela le está diciendo que estará bien, y que la protegerá siempre.

 ©Fernando Cid Reyes, "La abuela", 2020. 
Tomado de: https://www.arteinformado.com/

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Martha Laura Silo (Tampico, Tamaulipas, 1965). Estudió la Lic. en Ciencias de la Comunicación. Amante de las letras desde temprana edad. Publicó un cuento para niños, titulado “El jardín de doña Cuca” (Amazon), ilustrado por su hijo. En el 2020 tomó un taller de escritura con el escritor Jorge Caballero, en el 2024 cursó el taller “Alquimia de palabras” con el profesor y escritor Rodolfo Espinoza. Ha participado en Poesía en Atril, en Brownsville, Texas, en el Festival de Otoño de los Fresnos ISD. Ha colaborado en Elipsis y fue seleccionada para la Antología del Colectivo ContArte de Gorgona Editorial Cartonera.

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