Tres horas de norteño o la crónica de una noche en el bar de confianza

Citlaly Aguilar


El crepúsculo es lumbre en el cielo cuando los músicos están probando sonido. Las bocinas truenan, los micrófonos zumban, las guitarras chillan… todo estará listo pronto. “Un, dos, un dos, sí, sí… hey, hey”, prueba el vocalista. A veces, unos minutos antes de empezar, todos los integrantes se cambian de ropa, se ponen tejanas, usan chamarras cargo brillantes con el logo del grupo. Casi siempre son solo cuatro, entre los que el bajista suele cambiar de instrumentos, alternando con el contrabajo y la tuba; cuando hay suerte, traen un acordeonista. La música comienza de repente, nunca nadie sabe exactamente cuándo, porque hay canciones que se tocan a medias solo para confirmar que todo esté bien. Y de un momento a otro estamos dentro del verdadero show.

Las cubetas de cerveza comienzan a adornar todas las mesas, aunque también hay azulitos y shots de mezcal. Los hombres van de tenis, con gorra. Las mujeres suelen usar pantalones ajustados y tops, cabello largo, negro y lacio. Aunque hay de todo. Yo uso vestido y botas. Y como estos lugares suelen ser terrazas, procuro llevar no solo suéter, también chamarra y hasta bufanda, por si las moscas. Siempre voy sola, disponible para lo que surja. La primera vez llegué a media tocada, embrujada por la música, que fue la que me sacó de la carretera y me hizo llegar al lugar y quedarme hasta el final. Podría referir la típica escena mítica de Odiseo y las sirenas, pero es demasiado literaria y aquí la realidad es fina, los héroes no son ejemplares. Aquí el heroísmo se respira entre el humo de cigarro y el aliento alcohólico, los héroes aparecen entre los versos de corridos y trafican y matan y andan en racers con cuernos de chivo en una guerra que nunca termina.

En todo lo que llevo viva, jamás había escuchado el norteño en directo y me estremeció hasta los huesos sentir el sonido de los requintos, el bajo golpeando mi pecho. Mientras tocaban “La yaquesita”, el guitarrista hizo uso de su talento, me robó aliento cuando siguió tocando todos los acordes con el instrumento entre el cuello y la espalda, manipulando las doce cuerdas.

Generalmente, entre la quinta y sexta canción se para a bailar al menos una pareja, casi siempre con “El sinaloense”, “El condor pasa” o “El pávido navido”, para ese momento, la noche ya ha caído, las luces neón del bar están encendidas, son azules, y contrastan con el mural de la playa, lleno de amarillo y naranja que queda atrás del grupo. Hilos de focos cuelgan sobre nuestras cabezas, como lágrimas de fuego que se quedan prendidas en la negrura del cielo.

El mesero me dice que el vato de allá, el que está recargado en el trocón con placas de Ohio, el de la tejana que se ve costosísima, me envía una cerveza, y que pagará todas las que yo quiera. Acepto y le agradezco a la distancia. Me responde quitándose el sombrero. Otro hombre, muy viejo, viene a mi mesa, se presenta: trabaja en el IMSS, me invita a sentarme en su mesa, con sus amigos. No accedo, amablemente. Otro, muy joven, le calculo unos veinticinco, pasa frente a mí y atrapa mi mirada en la suya; sonreímos con complicidad. “Era adicto a la adrenalina…” se escucha al fondo y reconozco que esa es mi droga favorita también. El vocalista me dedica una canción porque estoy sola, y entre una y otra aprovecha para preguntar cómo ando, qué estoy tomando. Me gusta sentirme el centro de atención y aunque no conozco a nadie y es un ambiente muchas veces pesado, no tengo miedo, me siento cómoda y segura. Los meseros ya me conocen, “una modelo light, ¿verdad?”, me dicen cuando llego.

Siempre tengo ganas de bailar, pero no siempre se me hace. A veces se me acerca un señor, acepto al menos una, no porque quiera hacerlo con él, sino para mostrar mi disponibilidad al resto de los que están ahí, quienes pronto se muestran interesados. Suelo bailar con uno o dos al menos. Es una buena cantidad para alguien como yo, que no soy realmente buena en esas delicadas artes pese a que lo intento de veras. Me gusta bailar con los hombres que usan botas y pantalones de mezclilla, los que huelen rico, los que están tatuados. Gozo mucho sentir su mano sobre mi cintura y girar sintiéndome cerca. Pero también he descubierto que me encanta bailar con mujeres, es más fácil y, mientras con algunos hombres me siento un poco acosada, con ellas todo es sencillo y placentero; sus manos son ligeras y los movimientos más sencillos. Antes me solía parecer un poco patético ver a dos mujeres bailando, ahora le encuentro la gracia y el encanto, nunca paro de sonreír cuando bailo con una, me siento más libre; lástima que no se puede sacar a bailar a cualquiera, para llegar a eso primero tienes que ganarte su confianza y ser su amiga, si no, no se hace.

Una vez, un grupo de mujeres festejaba la despedida de soltera de una; me invitaron a su mesa y accedí porque traían buen ambiente: a medio evento nos levantaron a todos de las mesas para correr por todo el lugar agarrados de la mano haciendo la típica víbora de la mar. En otra ocasión, tres amigas se sentaron en mi mesa porque ya no había más sitio y después de un rato una ya me estaba contando que su mamá acababa de morir y que su esposo está en la cárcel. También conocí después a otra muchacha que le quitaba las tapas a las cervezas con los dientes, en una pericia que parecía de ensueño; iba acompañada de varios hombres y no se animaba a ir al baño sola, por lo que siempre me pedía que fuera con ella.

A fuerza de repetición, e incluso de una intensa investigación, ya me sé todas las canciones. Algunas no las conocía hasta que empecé a ir a estos espacios y busqué algunos de los versos en mi celular a la par de que los recitaba el vocalista o que se los oía corear a la gente. “Una banda que me dé la bienvenida, un abrazo que me cure las heridas…” me llevó al corrido de “Javier el de los Llanos”, de Calibre 50; “si eres pobre te humilla la gente, si eres rico te tratan muy bien” resultó ser “El centenario”, de los Tucanes de Tijuana; “la he buscado en aquel bar, pero ella nunca volvió, me dejó sus medias negras, pero mi alma se llevó”, es “Medias negras” de Miguel y Miguel. Hubo una noche en que una Yukón se estacionó justo en la entrada; adentro iban dos hombres que no se bajaron, que traían sus cervezas y que desde ahí ordenaron a un mesero que les complacieran con una melodía: “Todo empezó por el valle del centro, año 2010 cuando todo comenzó…”, días después, el vocalista me contó que le dieron un quinientón nada más por cantar bonito.

El show dura casi siempre tres horas, así que, para antes de las diez de la noche, que es cuando todos empiezan apenas a sentir el brío de la adrenalina, ya se está terminando la música. El guitarrista se sube en la mesa, desde ahí sigue tocando. Veo que sus botines ya están viejos, que el sudor le cae por el cuello, que lleva las marcas de sudor en el pecho y las axilas de la camisa. Y raspa y raspa el instrumento, que se lamenta o que lanza gritos de placer o quizá lamento y placer son lo mismo. Después de haber visitado varios bares y de escuchar a diversos conjuntos, mentalmente he armado mi propio grupo con lo mejor de lo mejor: el vocalista sería el de Norteño Kalzio Sierra; las guitarras y el contrabajo tendrían que estar a cargo de Los Del Rocío; el acordeón, sin duda, el de 4LMNTO; y en la batería el que toca en Nuevo Imperio.

Cuando las bocinas se apagan se escucha el sonido de los vasos y las botellas, de los tacones en el piso, de las risas y las bullas… es el sonido del vacío. Infinitos puntos rojos fosforescentes dejan hilos de humo sobre bocas encendidas. Y si hay con quien platicar se hace solo para sacudirse la emoción; si no, como es mi caso, es momento de regresar a la casa.

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Fotografías tomadas por la autora. 

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Citlaly Aguilar (Valparaíso, Zacatecas) es doctora en Estudios del Desarrollo por la Universidad Autónoma de Zacatecas. Becaria del PECDA Zacatecas en 2011, 2013 y 2015. Ganadora en el certamen de ensayo “Erradumbre” (Mantis Editores, 2021) y mención honorífica en el Premio Nacional de Ensayo “Dolores Castro” 2021 y del 9 Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2023. Autora de La literatura zacatecana en el siglo XXI (IZC, 2014), La fabulosa historia de Anémona y Durazno (2021), Dentro del aire de vidrio (2021) y Crónica de la habitación (2022). Coordinó la antología de ensayo literario El Centauro (2016).

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