San Lucifer

Diego Mayorga Cebrero



Un bolero carraspea un blues en un tango y yo, lejos del escenario, escucho los interminables acordes viejos que se pudren ante la ronca voz del cantante. No es tan sorprendente el espectáculo, a cada rasgueo la guitarra se desafina, pero esto al público le divierte, algunos arrojan el tarro con cerveza a medio acabar al proscenio y otros, los menos borrachos, con un vocabulario español y una pronunciación francesa, regatean y masajean los muslos y el sexo de una prostituta de género pérfido.
La imagen llega a ser cínica a cada parpadeo, la crucifixión romana yace en una escala rítmica de cuatro cuartos.
La presencia de la muerte me alegró por momentos aunque, al poco tiempo, aquel pequeño teatro en donde ella bailaba y seducía al sucio lisonjero, me llegó a exasperar. Los movimientos oscilantes, altos y bajos, isócronos al segundero del reloj, se mofaban con jactancia de los pequeños entes en vida.
Pensé por ratos en visitar a Germán, gerente de la taberna, a menudo se le encontraba en su oficina bebiendo whisky o con una mujer, la cual se recostaba en un sofá negro y leía, dependiendo del ánimo de éste, poemas de Cervantes o de Lope de Vega. Su escrito preferido, el cual era el único en el que él recitaba, “Carta de don Quijote a Dulcinea del Toboso”, solaceaba su prolija edad; exhalaba siempre el último suspiro con melancolía para terminar de releer, una vez más: “Tuyo hasta la muerte, El Caballero de la Triste Figura”. Fue un buen hombre. Lo encontraron muerto hace unas semanas, su cuerpo flotaba parsimonioso en las negras aguas de la bañera, inhibido y anacrónico de la vida.
Cayendo en cuenta en el hecho no tuve más que retirarme del lugar resignado a la falta de compañía. Tomé el último trago de alcohol que quedaba en la jarra y escapé de la paga con la frase acostumbrada “Señorita, apunte a la cuenta. No se preocupe, Germán entiende”. Y sí, entendía. Sabría que, escaparía después de ello, para visitar a los desnudos indigentes que se alimentan del jazz cerca del puerto. Él entendía. Juntos gozábamos de la música y del hambre con aquellos inmigrantes. Sabíamos, por la lucidez de nuestros ojos como por el seco aliento de alcohol, que bailaríamos y con ello la muerte se uniría o viceversa.
Cada lunes huía del médico para ocultarme entre los autos oxidados que se acumulaban, con el paso del tiempo, en la cima de la colina El Gusano. Cerca de ahí, entre los esquites espinosos y el hierro anaranjado por la humedad, los cuerpos de personajes relevantes —fundadores, héroes de patria, gobernadores— eran desechados al no haber suficiente espacio para su memoria en el pequeño cementerio que a cada día dos o tres nuevos hogareños, con una esperanza perenne como absurda en el santo cielo, se refugiaban inertes entre desechos. La áspera colina resguardaba con recelo, entre sus ataúdes improvisados de maleteras, un agusanado recuerdo de una época en donde el pueblo de San Lucifer bailaba, en un paroxismo, el taconeo de la murga en el “un, dos, tres” de la salsa.
Ante la dispuesta indiferencia de mis ojos en desnudar, con el recuerdo agobiante de textos académicos y archivos históricos, el polveado nombre de los occisos. Me miré involucrado en el sin número de estratagemas de la muerte. No esperaba nada del mundo, asimismo no me miraba en deuda con ésta; mi moral como mi vida goteaba analógicamente con el segundero del reloj decayendo cada mañana en la frescura del rocío y en la paulatina desaparición que efectuaba el cigarro o el café sobre mi boca.


Han pasado seis meses desde el fallecimiento de Germán, restos de la taberna se encuentran esparcidos en la Plaza Aquerronte, aquellos mozos que se denudaba ante la nobleza decadente de las podredumbres, se encontraban ahora dirigidos ante la ley de las ratas; sus cuerpos, remojados por las negras aguas del alcantarillado, se hallaban tendidos boca bajo soportando sus rasguños y mordiscos. Rezaban en distintos idiomas teologales. Siempre me atrajo la idea de “aceptación a la muerte”, de niño alborotaba con piedras o agua los hormigueros y colmenas que se formaban cerca de casa. En esos momentos me consideraba dios, decidía quién vivía y quién moría. Nunca me importó matarles, mi función no consistía en entenderlas o en escuchar sus rezos, si es que rezaban, más concretamente juzgaba e imponía. Sólo el suicida acepta a la muerte, es una revelación natural. Sin embargo no comprendía a las amustiadas figuras que devoraban las ratas. No hacían nada para evitarlo, querían morir, empero rezaban.
Anteriormente la taberna se encargaba de venerar la cómica filosófica del suicidio que uno se traía encima, se compartían planes como anécdotas de intentos entre botellas y llanto. En aquel tiempo, a escasos segundos de la muerte de Germán, según el forense, blasfemé la última copa de vino en un gesto de amabilidad. Cerca de las doce de la noche, cuando el conserje preparaba su pequeño ritual cambiando la alegre rumba de la radio por la lenta rítmica de I´ll play the blues for you, anunciando el cierre de la taberna que, por consejo del alcohol, siempre se postergaba hasta las tres de la madrugada; una joven, de aspecto extranjera, arribó cerca de mí en el taburete izquierdo junto la barra. Entablamos la conversación a partir de su pregunta inquisitiva sobre el nombre de un poema de Benedetti hacia el tabernero el cual, debido a su zafia pronunciación hispana, tras varios intentos por entender, éste desistió. Sin embargo, ella insistía aun ante la negativa del tabernero, murmuraba para sí los versos mal pronunciados Necesito la flor de tus manos / aquella paciencia de todos tus actos forzándose a recordar el título del escrito. En un atisbo pude deducir, ante su repetido murmuro, que se trataba del poema “Lo que necesito de ti”; y llenado la copa, con lo último que tenía la botella para ofrecer, en la tercera undécima repetición de los versos completé en voz alta la estrofa.

[…] Con aquella justicia que me inspiras
para lo que siempre fue mi espina
mi fuente de vida se ha secado
con la fuerza del olvido…

— That´s the poem! —exclamó.
       —Lo que necesito de ti, ese es el nombre del poema —respondí volteándola a ver.



Los meses siguientes fueron polvoreados por el alcohol y el café compartido, una taza más cargada que otra recompensaba las botellas robadas de la casa de Germán.
El nombre de la extranjera se diversificaba en cada cama en la que ella me acompañaba. Por sus adentros, rogaba que la llamara por su nombre, aunque me era imposible lapidarla en uno solo. Cada martes por la noche reconciliábamos nuestra relación con un nombre diferente y nuestro cuerpo, que a duras penas se sentía con la suficiente fuerza para salir de la cama, reanudaba el ritual de confundirnos con dioses griegos.
Concordamos, en nuestro último jugueteo de lenguas, que su nombre fuese Pamela.

El tinte rojizo de su cabello solapaba la llegada de la primavera, por su parte, sus ojos resguardaban el sublunar deseo de canturrear su verdadero nombre al viento en un gesto de piedad y dulzura para la humanidad, aunque de ser revelado el lúgubre marido realzaría a la tierra desde el Tártaro reclamando el fruto prohibido.
—Lilith… —murmuré para mis adentros mientras la veía vestirse, una vez más, con las prendas de mamá.
—¿Has dicho algo? —respondió. Con su mano derecha acomodó el tirante negro del sujetador.
—Nada, Pame. Hoy te miras más viva que nunca, ¿Encontraste la mancha de tus anteojos? Desde la semana pasada confundes los fantasmas con las gotas lluvia.
—No, aunque de hecho sí era un espectro. La pobre alma supo confundirse ante el diurno rocío de la mañana. Quiere que regrese, dice que me extraña tanto como Cerbero.
—¿Y lo harás? —pregunté lacónico. Instintivamente, no pude evitar vaticinar a una respuesta pesimista.
Alcancé a ver cómo su vista se perdía ante el reflejo del espejo sobre sus lentes y éstos, a su vez, reflejaban el mismo cristal en un bucle infinito de miradas y tiempo. Acariciaba con su mano izquierda la tela roja del vestido, y con su mano derecha rememoraba, por el roce de los dedos, el lunar del labio inferior.
—Sí —sentenció finalmente—. ¿Me extrañarás, podrías ser capaz de nadar todo el río?
—Ya te extraño.
—Lo sé —dijo, y con un pequeño beso al espejo me dio a entender que ya se había ido.
Lo último que recuerdo fue el ruido de sus pies descalzos saliendo del departamento y bajando, en sumo tono de inocencia, las escaleras.
Es navidad y creo que lloverá. La gente no sale de sus casas, hace demasiado frío acá afuera, además, hoy más que nunca se les es difícil saber que la Diosa nos ha abandonado.






Diego Mayorga Cebrero (Zacatecas, 1999). Estudiante de Derecho, administrador de la página literaria El Ombligo de la Luna.


Comentarios

¿SE TE PASÓ ALGUNA PUBLICACIÓN? ¡AQUÍ PUEDES VERLAS!