Solo un disparo. Tres cuentos de Arturo Aguilar Hernández
Él
El amor que tenía por él nítidamente
estaba grabado en sus más alegres memorias. Con sus párpados cansados y su
cuerpo casi sin propiedad, no pudo resistir a la tentación que le causaba aquel
bello recuerdo que un día le dio color a su vida. Cuando el sueño empezaba a
posesionarla llegó a su mente una duda que acribilló su corazón como una filosa
daga que penetraba hiriendo todo cuanto tocaba: “¿cómo había llegado a todo
eso?”
La ira comenzó a
corromperla y hacerla temblar de pies a cabeza a pesar de la debilidad y de
estar maniatada a aquella pulcra cama. Lejanamente escuchó el murmullo del
crujir de zapatos de cuero que pasaban sobre el límpido piso, sonrió levemente
y quiso pensar que era él que se aproximaba a besarle la frente, a decirle que
la amaba, que estaba con ella, que nunca la dejaría. A decirle todo lo que un
día la hizo feliz. Odiaba que, en un recóndito lugar de su corazón, donde no había
luz, aún hubiera cariño por ese hombre. Lo aborrecía, no podía perdonarlo ni aún
después de lo que ella hizo.
Dentro del intervalo
entre la vigilia y el sueño resintió tanto tiempo perdido por su causa. No
había valido la pena. Podía presumir que su amor a él era mayor que el que él conocía
en sus novelas. “¡Te lo di todo, todo! Yo era tu todo, yo, yo, yo. Fui el amor
de tu vida. Tu primer amor. ¿Qué pasó? ¿Cuándo dejaste de amarme? ¿En qué
momento dejaste de ser feliz a mi lado?” Se desparramó en débil llanto.
Vivieron juntos, él la
amó, pero conocer a la madre de su hija fue un amor más fuerte. La monotonía,
los desencuentros, las diferencias, la rapidez de las cosas habían hecho que él
poco a poco dejara de amarla; ella, en cambio, se enamoró al grado de la
negación y la obsesión. Cuando abandonó la casa donde dejaron tatuados
infinidad de recuerdos su corazón se quebró y se deshiló hasta llegar a la
putrefacción, y así ella comprendió que su forma de ser, corrompida y destructiva,
era culpa de él.
Decidió vengarse.
Fueron años enteros en
que luchó por verlo tan miserable como ella se sentía por dentro. Pensaba que
si habían sido almas gemelas podrían volver a serlo, aunque fuera en la penuria
y el dolor. Contrita sonrió deseando con todas sus fuerzas poder volver el
tiempo atrás y cambiarlo todo. Lamentó haberse aferrado al recuerdo de ese
hombre que terminó casándose con otra y rehaciendo su vida. Agradeció darse
cuenta en ese momento para poder tomar otro camino.
Cuando supo que ellos iban
a tener un hijo enloqueció y estuvo a nada de decidirse por matar a los tres
repitiéndose que eso era lo que él deseaba ya que vivía enajenado con sus
novelas decimonónicas que lo cegaban. “Fui tan estúpida”, se decía en sus
oscuras cavilaciones. “Yo te amé, te amo muchísimo. Cualquier mujer hace
detalles por el hombre que ama, pero nadie sería capaz de dar una prueba de
amor tan grande como la mía. Ya no tendrás pretexto para decir que no te amo”,
decía para sus adentros esbozando una sonrisa con los ojos cerrados y sintiendo
cómo sus facciones se iban debilitando y cómo su respiración decrecía. Luego la
puerta se abrió para mostrar la silueta de un hombre que, sonriendo, se acercó
a la cama del cuarto de hospital para decirle que su esposa estaba bien y para
agradecer su donación. Cuando tocó su mano helada no pudo evitar arrodillarse y
llorar amargamente.
Ella jamás escuchó lo que
él tenía que decirle.
Cacería
Muy en mi interior, y tenuemente a mi
pesar, sabía sin duda que todo había sido por aquella publicación en mi muro de
Facebook. Jeffrey L. Dahmer y Ted
Bundy son mis favoritos. Por su modus
operandi, por sus motivaciones, por sus brutalidades, por arrogantes;
adoraba leer y ver todo lo que tuviera que ver con ellos. Me derribó saber
sobre la muerte en prisión del “carnicero de Milwaukee”.
Esperaba con enormes
ansias la película en la que Zac Efron encarnaría a Ted Bundy, por ello mismo
mi ira y mi frustración por lo que había sucedido en mi municipio. ¿Cómo que
surgió un imitador? ¿Cómo que alguien sentía ser como él? ¡Qué se cree! Sé
perfectamente que me hallo así por las amenazas de muerte que recibí.
En la completa oscuridad
de mi cuarto estoy a salvo, más aún, tengo la ventaja. Aquí tengo todo para
defenderme. No hay forma de que un imitador pueda con los conocimientos de
asesinatos seriales que tengo. Después de largas horas de espera al fin
comienzo a escuchar pasos. Viene por mí. ¡Veremos quién es quién! Los pasos se
oyen más fuerte. Alguien acaba de entrar. No hay duda. El viento es más denso,
disimula el silencio con leves ruidos para confundir. ¡A mí no me engaña!
Ningún imitadorsucho me vencerá. Le tengo trampas por todos lados. Sólo podrá
llegar hasta el segundo piso, yo sé cómo piensan. La carrera en Criminología
que estoy por concluir me ha dejado muchas enseñanzas. Si él da un paso yo doy
dos, si él es un alfil yo soy la reina.
Ahí viene, puedo
sentirlo. Mi pulso está listo para la batalla. Fue muy listo, esperó a que mis
padres se fueran. Sin embargo, no sabe que yo le fui insinuando que éste sería
el día. Siguió todos mis comentarios en internet como rata detrás de queso. Le
tiré migajas y él no mostró mayor inteligencia que la mía. Él es una hechura
mía. Ingenuo. Veremos de qué estoy hecho.
Acaba de abrir el primer
cuarto de abajo, viene para acá. ¡Demonios! ¡Ha flanqueado todo! Va rozando un
cuchillo en la pared, ¡hasta aquí se escucha ese sonido! Yo haría lo mismo, el
miedo es lo que hace que valga la pena, así es más excitante la cacería. ¿Qué
es ese segundo ruido que se escucha en la parte trasera de la casa? ¡Son acaso
dos! ¡Ja, ja, ja, ja! Nada que no contemplara.
Vienen.
¿Quién quebró la ventana
de al lado? No puedo creerlo: son tres. ¿Y ese otro sonido? ¿Por qué vienen
ruidos de todas las habitaciones? Dios mío, cuántos son. ¡Me van a matar! Ya
están aquí. Las ventanas se abren todas a la vez. Increíble. ¿Qué es este ardor
en mi pecho?... Eran ladrones. Ya recuerdo. Me acribillaron. Yo ya había muerto.
Solo un disparo
La paz de toda una nación dependía de él,
dependía tanto que se le reventaba el corazón; moría de pánico. Sentía como si
su alma lo hubiera dejado y lo observara desde lejos. Encima suyo tenía
millones de ojos que lo traspasaban como agujas que desgarraban su carne. Se
sentía al filo de un abismo. Su rigidez era la de un cadáver, carecía de
aliento y sus pupilas querían reventar.
Petrificado de miedo
escuchaba en el fondo de sí una voz que le gritaba. Temía que llegaran por él y
lo derribaran o lo atacaran o lo desplazaran, pensó mil cosas a sabiendas de
que por el momento eso era imposible. Solo tenía un tiro y su futuro dependía
de ello. Estaba inmóvil. Al fin, la adrenalina comenzó a calentar su cuerpo y
pudo moverlo a placer. Sabía que de él dependía absolutamente todo. Se tocó el
uniforme y piso con firmeza para inclinarse y apuntalar con su mirada.
Disparó.
Sintieron todos que la
vida se les apagaba cuando el esférico rebasaba por mucho el travesaño. Había
fallado. Cayó desplomado mientras llorando veía cómo el otro equipo se llevaba
la Copa del Mundo.
Arturo Aguilar Hernández (Zacatecas, 1991)
es licenciado en Letras por la Universidad Autónoma de Zacatecas. En 2012
recibió el Premio Municipal de la Juventud, en 2016 recibió el tercer lugar
municipal de calaveritas literarias, también ha recibido diversas premiaciones literarias
en el sector empresarial. Ha colaborado en La Soldadera, en los sitios online Regeneración Zacatecas, Periómetro y Efecto Antabús, en el proyecto independiente FA Cartonera y en la
revista El Guardatextos.
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