David contra Goliat

Arturo Aguilar Hernández

 

 

*

En la contraportada del libro que hoy nos ocupa, el Chicago Tribune sentencia: “En Los Litigantes, John Grisham demuestra que con cada libro escribe mejor”. Más aún, con todo el corpus de su obra, John Grisham (Jonesboro, Arkansas, 1955), además de mejorar cada año como escritor, exhibe el dominio total que tiene sobre los temas jurídicos; muestra cómo ese universo, más de una vez confuso y laberíntico y a veces repudiado para un no iniciado en el conocimiento de las leyes, es parte de sí mismo, el tópico legal es casi su esencia. En sus novelas pone a disposición del lector toda la jerga jurídica a través de un conjunto de acciones de suspenso, intriga y adrenalina que envuelven y provocan que el receptor adhiera sus ojos a las líneas de sus extensos libros. Sin embargo, en Los Litigantes (2018), además de presentarnos las acciones interesantes y verídicas que entrelazan la fabula (del argot narratológico) narrativa nos da un elemento social para analizar, un elemento que derriba todo un lenguaje complejo, fincado y definido que más de una vez se nos logra escapar y sólo conociendo su función manipuladora es posible hacerle frente.

 

Tres (a primera instancia) son los elementos que abren la obra y que confluyen en un solo sujeto: el hartazgo total, al aburrimiento avasallador y el estrés destructivo en el abogado David Zinc, quien labora en un gran y poderoso bufete, del cual sale –de manera casi anecdótica– huyendo para jamás volver. Con una brutal crisis nerviosa en su espalda y al borde de la locura acaba en un bar hasta perder la conciencia. Ebrio y desequilibrado –con todo el mundo en su búsqueda da leves atisbos de estar bien para tranquilizar a quienes ejecutan su cacería: desde su jefe que desea estrangularlo hasta su mujer que no entiende qué pudo haber pasado para que un hombre recto, serio, íntegro, maduro y templado como él terminara haciendo lo que hizo– logra que un taxista que pretendía llevarlo a su hogar lo deje en un lugar que lo maravilló desde el momento en que captó su logo: Finley & Figg (F&F), un bufete-boutique.

 

Óscar Finley y Wallis T. Figg son dos socios que llevan años dedicados a la abogacía de poca monta en los barrios duros de Chicago. Sin prestigio, sin pericia, sin trayectoria reconocida, sin itinerarios reales, sin rituales profesionales de oficinas; sin nada más que una secretaria y un perro que se dedica a cazar a las ambulancias para que, especialmente Figg, aturda a los accidentados con el ofrecimiento de sus servicios para demandar a cuantos se pueda. Es un bufete mediocre, con preocupantes boquetes financieros y demandas detrás suyo por negligencia profesional e incluso acoso sexual.

 

David Zinc venía de un monumental y fuerte bufete dedicado a la defensa fiscal de las grandes empresas extranjeras. Su salario era elevadísimo, sus prestaciones considerables, su futuro prometedor, sus cuentas bancarias cómodas. Su vida era holgada, pero estaba harto de ser un esclavo. Luego de que les pide trabajo (petición denegada en un primer momento) a los dos socios del bufete recién conocido acontece un accidente al que corren Óscar y Wally para buscar clientes al mismo tiempo que su competencia (que es a la par un bufete vecino) y cuando los socios de F&F ven cómo él blande amenazantemente un tubo para ahuyentar a los contras no dudan en contratarlo a sabiendas de las dificultades que eso acarrearía.

 

Ni su esposa le aplaudió a David dejar la comodidad y el poderío de trabajar para un gran bufete a cambio de la aspereza y dificultad de ser empleado de dos abogados que más bien parecían payasos jugando a la ley. Esa percepción era mayoritariamente gracias a Wally, que vestía y actuaba como un despojo, se dedicaba a tomar cuanta oportunidad caía en sus manos no siempre con la ética como guía; cuatro divorcios detrás suyo, inestable, ambicioso, lujurioso, rastreaba los accidentes soñando con la demanda de su vida a alguna de las grandes empresas transnacionales que están en su país. Óscar se dedicaba a cosas similares, pero con menos olfato, ambición y descuido; él sí parecía un fino abogado, casi veinte años mayor que Wally era ya un hombre de sesenta años con sueños mucho más sencillos coronados por el de divorciarse de su odiada mujer.

 

Llega la oportunidad que Wally tanto anhelaba. Un caso que prometía millones para el bufete, consiguió arrastrar a sus socios y hasta a la secretaria Rochelle y obviamente logró, con juramentos vacíos e ilegales, comprar a sus clientes. Al final todo le sale mal. Wally se dejó enamorar de otras promesas a su vez de bufetes más poderosos dedicados a la búsqueda de indemnizaciones millonarias con demandas de acciones conjuntas contra las grandes empresas (en este caso farmacéutica), ese gran bufete los deja solos cuando el caso se pone difícil e imposible de ganar. Óscar, en la tribuna (para la mala suerte del trío él era el único con ligeros conocimientos de litigio), se desmaya y luego Wally recae a su adicción del alcohol. David queda completamente solo en la demanda contra un bufete letal, su antiguo bufete, liderado por la mejor litigante del lugar, con fama de invicta y personalidad implacable que amenaza con sancionarlos con muchos millones por presentar demandas frívolas y mal fundamentadas. La iniciación de David Zinc en los litigios fue muy dura y por consiguiente lo aleccionó mucho.

 

*

John Grisham es un maestro de las leyes, las ejerció y supo plasmar en su narrativa todo lo que aprendió. Juntó sus dos amores en uno solo. Nos llena de tecnicismos y conceptos puramente jurídicos que explica en la voz del narrador o de personajes mismos para que el lector poco diestro en estos menesteres tenga una idea general de lo que se habla. Al mismo tiempo, Grisham enseña, educa, alecciona, por eso lo manejamos como “maestro”. En la novela donde David Zinc deja todo por casi nada pone en jaque dos mundos, dos visiones de las cosas que tienen que ver con el mundo jurídico.

 

La idea general que se maneja sobre los abogados en la obra es la de que ejercerla es sinónimo de éxito, poder, dinero y holgura. Lo pone de manifiesto más de una vez. La incógnita de ser esto o no cierto es un tema digno de analizarse. Por eso la dicotomía que se produce entre David y Wally es de relevancia vital. Es el choque de dos estilos de vida, de dos cosmovisiones de la existencia jurídica. David, por un lado, encarna (o mejor dicho, encarnaba hasta antes de renegar de su trabajo) el arquetipo del abogado burocratizado pero adinerado: el que trabaja para una gran firma, gana un salario de rico; joven, con una linda esposa y con un futuro brillante. Finca la idea que está suspendida en la obra. Wally (más él que Óscar) da forma a la aspiración de quizá muchos estudiantes novicios de derecho tienen (como en una parte que veremos delante la novela sentencia). Quienes creían que por el hecho mismo de ser jurista el éxito y el triunfo caerían del cielo con el mínimo de esfuerzo. Personajes como David y Wally están ya escritos en una obra donde igualmente se estudia a dos tipos de hombres similares a nuestros dos juristas. En su obra maestra, José Ingenieros estudia a los hombres. En El hombre mediocre habla sobre dos tipos de hombres: el idealista y el mediocre. El primero es una persona que se guía a través de los valores, de la inteligencia, de la cultura y que desprecia rotundamente los vicios vulgares que el segundo idolatra. El primero traza su propia ruta y desprecia la imitación: “esos hombres dispuestos a emanciparse de su rebaño, buscando alguna perfección más allá de lo actual son los ‘idealistas’” (Ingenieros, 2000: 24). David, al renunciar, decide ir contra el statu quo; emprende asimismo el camino de la individualidad. No una individualidad egoísta e indiferente, sino una de reafirmación de sí mismo, de búsqueda propia, de independencia. “Los idealistas suelen ser esquivos o rebeldes a los dogmatismos sociales que los oprimen” (Ingenieros, 2000: 26).

 

El personaje de Wally cumple la función de refutar el discurso vago y falaz de que los abogados están como coloquialmente se escucha “forrados en billetes”. Mentalmente también es mediocre. “El mediocre es un cortesano de la mediocracia en que vive: triunfa humillándose, reptando a hurtadillas, en la sombra, disfrazado, apuntalándose en la complicidad de innumerables similares” (Ingenieros, 2000: 64). Por ello mismo encarna perfectamente el espíritu del hombre mediocre. David Zinc vive el sueño de Wally. Sin embargo, para él que ya lo sabe, no le resulta tan placentero y utópico como un día lo pensó cuando era pupilo de la poderosa escuela de Harvard. Sale huyendo de esa vida, sale espantado directo a hacer absolutamente todo lo contrario de lo que un día aprendió. El mundo contemporáneo enseña que la felicidad está en consumir, esto es teorizado por Erich Fromm (1900-1980). Enseña que todo, o casi todo, de lo que es el hombre se puede resumir en comprar. No sólo se refiere a mercancías sólidas, sino a procesos más complejos: leyes, instituciones, relaciones, amor. En gran medida existe todo un mundo que se desvela cuando somos conscientes de ello. David Zinc emprende una ruta que lo hace con sus acciones cuestionar el discurso socialmente aceptado en la obra: el de que los juristas sólo están ahí para ganar dinero, nada más. “Toda nuestra cultura está basada en el deseo de comprar […] La felicidad del hombre moderno consiste en la excitación de contemplar los escaparates de los negocios, y en comprar todo lo que pueda […] El hombre (o la mujer) considera a la gente en una forma similar” (Fromm, 2015: 15). No sólo renunció a Rogan Rothberg, renunció también a la vaciedad que provocaba el estilo de vida que llevaba.

 

El joven y futuro litigante sepulta profundamente la idea meritocrática de que el dinero, el poder y todo con lo que algunos pueden soñar (como Wally o el mismo Óscar) dan la felicidad. De cierto modo mata el lenguaje del éxito al aventurarse a ir en su contra, lo asesina desde el momento mismo que se da cuenta lo cruento y tiránico que es. No por nada salió huyendo de ese lugar y de esas ideas.

 

Si David Zinc abandonó sin ningún recato la vida perfecta e ideal de cientos, ¿qué busca ahora? ¿Qué pretende? ¿Qué debe pasar para averiguarlo? Eso es lo que ocupa este texto. Lo primero y quizá único al momento de comenzar su periferia es que sabe que no puede más. El sistema de vida que había adoptado estalló y él no pudo hacer nada para cambiarlo. Cuando reniega inmediatamente su vida cambia y adquiere sentido nuevamente, adquiere sabor, cosa que se nota desde las más elementales acciones a las que ya no podía mostrar deleite: “Hacía mucho que David no disfrutaba de un desayuno tan estupendo. […] sonreía como un tonto y se sentía orgulloso de su decisión de tirarlo todo por la borda” (Grisham, 2018: 24). Sentía como si una bocanada de aire fresco le hubiera inyectado libertad a su vida que estaba en manos de un sistema que se regía bajo normas que él ya no aguantaba: “seiscientos abogados solo en las oficinas de Chicago y un par de miles repartidos por todo el mundo. Actualmente es el tercero del mundo en cuanto a tamaño, el quinto en beneficios netos por socio, el segundo cuando se comparan los sueldos de los socios y el primero sin discusión en cuanto a número de gilipollas por metro cuadrado” (Grisham, 2018: 25).

 

La esclavitud que padecía David Zinc no sólo era metafórica, se vuelve palpable cuando el cantinero que lo atiende le interroga sobre un aparato que llevaba consigo: “este trasto ha dominado mi vida durante los últimos cinco años. No puedo ir a ninguna parte sin él y debo llevarlo siempre encima. Normas del bufete. Ha estropeado cenas agradables en todo tipo de restaurantes, me ha sacado de la ducha y me ha despertado a horas intempestivas de la noche” (Grisham, 2018: 25). El tiro de gracia de su hartazgo era su jefe inmediato: “es uno de los socios principales del bufete y mi supervisor. Un cabrón y un impresentable. Cuarenta años y un carácter como el alambre de espino. […] Gana un millón al año, pero no tiene bastante. Trabaja quince horas diarias, siete días a la semana porque todos los peces gordos de Rogan Rothberg trabajan sin descanso. Y Roy [Barton] se considera uno de los grandes” (Grisham, 2018: 26).

 

David, a pesar de ello, vivía las mieles que a veces llegaba a emanar la carrera jurídica. Había otros mundos, otras versiones del desempeño de las leyes, las había de las grandes ligas y de las no tan grandes. Y en este estrato se hallaba inmerso su futuro bufete que luchaba aferradamente a la supervivencia:

 

[…] los delitos por conducir debajo de los efectos del alcohol o las drogas los aceptaba porque no eran frecuentes, se pagaban bien y […] suponían poco trabajo. […] La teoría de Oscar –teoría que durante casi treinta años lo había dejado sin un céntimo– decía que el bufete debía aceptar todo lo que se presentara, lanzar una red lo más grande posible y después seleccionar entre los restos con la esperanza de encontrar un buen caso de lesiones. Wally no estaba conforme: deseaba pescar el pez más grande. Aunque para cubrir gastos se veía obligado a realizar tareas jurídicas de los más ordinario, seguía soñando con hallar un filón de oro (Grisham, 2018: 28).

 

Y el destino los unió. El mundo pudiente llegó al mundo bajo a través de Zinc. Sin embargo, el sistema que manejamos en la actualidad donde sin dinero prácticamente es imposible vivir dignamente y del que es tan difícil desprenderse cuando se ha vivido bien y acomodado iba a taladrar la mente de David con ayuda de las personas que eran felices con ese statu quo que eran a la par su familia. Su padre sería quien se encargaría de asestar el primer golpe: “Rogan Rothberg es uno de los bufetes más prestigiosos del mundo. De sus filas han salido magistrados, académicos, diplomáticos y líderes de la política y negocios. ¿Cómo puedes haberte ido así, sin más ni más?” (Grisham, 2018: 158). Su padre, otro jurista consolidado, no sólo vuelve evidente el poderío de Rogan Rothberg, pone también de manifiesto cómo existe cierto determinismo laboral para algunos privilegiados que tienen la fortuna de codearse con gente de altura, ventaja que no todos los abogados tienen. David, sin embargo, había hecho algo insólito: decir no. El sistema en el que había crecido forjaba la idea colectiva de que su vida era la aspiración absoluta y a quienes renegaban de él los hacía ver como perdedores. Era el discurso de la meritocracia. “En un momento dado se sentía emocionado y orgulloso por haber escapado de la marcha de la muerte que representaba Rogan Rothberg, y al siguiente se moría de miedo al pensar en su familia, en su mujer y en su futuro” (Grisham, 2018: 32).

 

David Zinc ahora se enfrentaba al gigante que representa el sistema. Su primera lección fuera de Harvard y de Rogan Rothberg que le revelaba cómo se movían los hilos del mundo real fue sutil y levemente hilarante: “David creía estar viendo visiones: ¡un juez y un abogado hablando de sexo sobre un cliente en pleno tribunal!” (Grisham, 2018: 106). Y quien se vuelve su guía en mostrarle el mundo como es fuera del círculo de privilegios en el que vivía David fue Wally que pone las cosas en claro cuando su pupilo lo interroga sobre el porqué legal de llevar un arma y usarla en la ciudad: “Sí, es cierto, y también va contra la ley disparar un arma cargada con una bala que acaba en la cabeza de alguien” (Grisham, 2018: 122). El joven discípulo había entendido que una cosa era la teoría y otra muy distinta era la realidad, sin embargo, entender eso sería lo que le permitiría avanzar en la búsqueda de su motivación, en hallarle sentido a las acciones que había desencadenado desde que dejó su antiguo bufete.

 

Lentamente David se fue alejaba definitivamente del mundo presentado del arquetipo desviado (por desviado se debe entender el jurista que no pone la justicia y la ley por encima del discurso dominante) del abogado. También aprendió en la vida real que era un mito que su profesión automáticamente estaba ligada al éxito, al dinero, al poder, a una vida de lujos y excesos (o mínimamente que nos todos eran cubiertos con esa estrella), aprendió una premisa de oro: “El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de la ciencia un comercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta, del placer un sensualismo” (Ingenieros, 2000: 48). El mito de que el dinero estaba garantizado cayó y a su vez fue expuesto varias veces en la obra, un ejemplo lo hallamos con la esposa del socio de más edad de Finley y Figg: “cuando se casó con Oscar se equivocó de plano porque sabía que él era abogado y creía que todos los abogados amasan millones, ¿no? Pues no. Oscar nunca ha ganado dinero suficiente para complacerla, y ella no deja de machacarlo por eso” (Grisham, 2018: 101). Obviamente sus clientes pensaban lo mismo como externó una de ellos: “yo creía que los abogados siempre tenían mucho dinero” (Grisham, 2018: 118). Y la idea vuelve a ser reforzada: “había leído cosas acerca de los abogados multimillonarios y sus jets privados” (Grisham, 2018: 172).

 

El dinero y la profesión jurídica son asociados y de ahí viene una lúgubre conclusión:

 

[…] llevo cinco años en el bufete y soy socio sénior. El año pasado mis ingresos netos fueron de trescientos mil. Eso es mucho dinero, pero como no tengo tiempo de gastarlo simplemente lo acumulo en el banco. Sin embargo, echemos un vistazo a los números. Trabajé cuatro mil horas, pero solo facturé tres mil. Tres mil son el máximo que admite el bufete. Las mil restantes son trabajo gratuito y actividades diversas del despacho. […] El bufete factura mi tiempo a quinientos dólares la hora. Ponga tres mil horas. Eso supone un millón y medio de dólares para los buenos de Rogan Rothberg, que me pagan unos miserables trescientos mil. Multiplique lo que acabo de contarle por unos quinientos asociados que hacen más o menos lo mismo que yo y comprenderá por qué las facultades de derecho están llenas de estudiantes jóvenes y brillantes que creen que su mayor deseo es incorporarse a un gran bufete para convertirse en socios y hacerse millonarios (Grisham, 2018: 36).

 

Las cursivas son nuestras para resaltar cómo desde estudiantes el discurso del dinero sobre la justicia está fuertemente acuñado. El ejemplo perfecto de esta idiosincrasia jurídica además de Wally Figg (del bando de los abogados fracasados) era la abogada que llevó el caso central de la obra. La poderosa, temida, respetada, implacable, determinada, inteligente, astuta, elocuente e invicta Nadine Karros que ponía a disposición sus habilidades, sin importar el porqué de su demanda o defensa, de quien pudiera pagarlas: “como era de esperar, tenía mucho trabajo acumulado en su mesa y la agenda casi llena […] Walker y Massey sabían que su reciente historial de victorias incluía los asuntos más diversos, que iban desde la contaminación de acuíferos, pasando por negligencia hospitalaria hasta una colisión aérea entre dos avionetas particulares, Nadine Karros estaba capacitada para defender cualquier caso frente a un jurado” (Grisham, 2018: 177). ¿Nadine Karros será otra aspiración de abogados novicios?

 

De ahí se desprende algo que resulta ser un secreto a voces: el dinero, el poder busca doblar la ley. David Zinc trabajaba para un bufete que se encargaba de cobrar facturas de trabajos que hacía a empresas para que evadieran impuestos, millones de impuestos, valiéndose de artimañas legales. Un ejemplo claro resultar ser la empresa farmacéutica de nombre Varrick Labs que es demandada por un medicamento con sospechas de dañino.

 

Varrick se hallaba en guerra permanente contra los bufetes especializados en acciones conjuntas […] Sabía cuándo luchar, cuándo negociar a la baja y cómo apelar a la avaricia de los abogados al mismo tiempo que ahorraba millones a la empresa. Durante su mandato, [del consejero delegado, Reuben Massey] Varrick había logrado sobrevivir a: 1) una indemnización […] por culpa de una crema dentífrica que causaba envenenamiento por zinc; 2) una indemnización […] por culpa de un laxante que causaba oclusiones intestinales; 3) una indemnización […] por un anticoagulante que frió el riñón de varios pacientes; 4) una indemnización […] por un medicamento contra la migraña que presuntamente disparaba la tensión arterial; 5) una indemnización […] por una pastilla contra la tensión arterial que presuntamente provocaba migrañas; 6) una indemnización […] por un analgésico que creaba adicción instantánea; […] 7) una indemnización […] por una píldora para adelgazar que causaba ceguera (Grisham, 2018: 151).

 

Que la empresa sobreviviera a pesar de fabricar productos nocivos a la vida se debía esencialmente a su poderío que se imponía al cumplimiento de la ley, con un elemento que volvía esto posible: los bufetes de demandas conjuntas que vivían de indemnizaciones por demandas. Se evidenciaba una turbia relación entre juristas y magnates que simulaban el estado de derecho para salir abantes en sus enjuagues siempre en perjurio de la ciudadanía. Cosa que el padre de David una vez más pone sobre la mesa: “[…] estafas típicas de las especialistas en acciones conjuntas. Ya sabes, acumulan demandas hasta que la empresa farmacéutica está con el agua al cuello y después pactan una indemnización que les llena los bolsillos y permite que la empresa siga funcionando. Eso sí, por el camino queda la cuestión de si ha habido verdadera responsabilidad, por no hablar de qué es lo que más convenía a los clientes” (Grisham, 2018: 163).

 

David desde el comienzo se halló en una disyuntiva. Tiene por un lado el mundo que dejó atrás, el de dinero y lujos, pero esclavitud segura y por el otro tiene el universo que conoció gracias a Figg que resulta ser su mentor callejero, uno donde podía enriquecerse demandando y pactando indemnizaciones, pero donde el cliente resultaba ser sólo un medio. En ambos extremos era el dinero el que mandaba. David además de que buscaba su libertad, que consiguió gracias a Finley y Figg, ahora tenía otra búsqueda que emprender: su vocación. Cosa que su mentor había perdido, y habrá que preguntarse si un día la tuvo: “Los hombres sin ideal son incapaces de resistir las asechanzas que las mediocracias siembran en su camino” (Ingenieros, 2000: 110).

 

Quizá sin darse cuenta David tomó su decisión no sólo al dejar su poderoso bufete, sino al aceptar ir a F&F a pesar de la advertencia de la propia secretaria: “Mire, Harvard, ¿está seguro de que esto es lo que quiere? Lo de aquí es otro mundo. Se la va a jugar si decide dejar la vida elegante de un gran bufete para venir a trabajar a tercera división. Es posible que salga mal parado, pero lo que está claro es que no se hará rico” (Grisham, 2018: 95). David aceptó y con ello no es de sorprender el giro que da a su vida y cómo termina consolidándose como un gran abogado.

 

David Zinc obtuvo un idealismo que floreció tras años enteros de burocracia y trabajo rutinario y papelesco que pasaba casi por esclavitud, se volvió un romántico desde que renegó de su vida para buscar su bienestar, desde que dejó el cielo para aventurarse en el infierno, asumió una de las máximas más famosas de Milton, vale más reinar en el infierno que servir en el cielo. David Zinc rompió con el estereotipo del abogado millonario a costa de acomodar la ley en beneficio propio y en detrimento de las personas que necesitan que se les dé justicia y legalidad, que es al fin y al cabo la finalidad de la ciencia jurídica. Derrumbó el mito que casi se creía por unanimidad respecto a los abogados y el dinero, dinamitó la meritocracia y se salió de la línea de poderíos en la que iba para abrirse camino por sí mismo. Hallándose a sí mismo, halló su vocación y halló la manera de conectarse con el otro a través de las leyes, más aún, encontró la forma de flanquear la conducta impuesta por el discurso dominante del mundo jurídico para dejar asimismo la concepción egoísta e indiferente hacia el desprotegido y dejar de verlo como una inversión potencial y tomarlo al fin como un ser humano. Aprendió a dar parte de sí (su conocimiento en las leyes) sin pensar absolutamente en una retribución, aprendió que “Dar produce más felicidad que recibir, no porque sea una privación, sino porque en el acto de dar está la expresión de vitalidad. […] En la esfera de las cosas materiales, dar significa ser rico. No es rico el que tiene mucho, sino el que da mucho” (Fromm, 2015: 40-41).

 

La primera persona en escuchar su nueva forma de ser y cómo las leyes serían su piedra de toque de justicia de las personas (como debe ser) fue su padre: “Conozco a los socios [de Rogan Rothberg], los he visto. En su mayoría son grandes como abogados y desdichados como personas. Lo he dejado, papá, lo he dejado y no pienso volver” (Grisham, 2018: 160). Y remata con el más sublime de los ideales: ayudar al prójimo.

 

[…] represento a una pareja gay que intenta adoptar a un niño coreano, y a la familia de una adolescente de catorce años que lleva enganchada al crack desde hace dos años y no encuentra un sitio donde rehabilitarla. Tengo dos casos de deportación de unos mexicanos ilegales que fueron detenidos en una redada antidroga y un par de clientes a los que pillaron conduciendo borrachos.

–Suena a un puñado de gentuza –comentó el juez.

–La verdad es que no. Son personas reales con problemas reales que necesitan que les echen una mano. Eso es lo bonito de la abogacía, conocer cara a cara a tus clientes y, si las cosas salen bien, poder ayudarlos.

–Eso si no te mueres de hambre por el camino.

–No voy a morir de hambre, papá, te lo prometo (Grisham, 2018: 161).

 

Empezó perdiéndose a sí mismo y en su andar encontró ideales que le llenaron la vida de sentido. “Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un ideal. […] un gesto del espíritu hacia alguna perfección” (Ingenieros, 2000: 15-16). Encontró en la defensa del menesteroso dirección a su vida profesional y a su vida. No sólo trabajó; también ayudó, también apoyó, también orientó y tuteló a quien lo necesitaba. Fue mucho más allá del deber todo con tal de hacer lo que es correcto. Aprendió a amar a la humanidad. “En el acto de amar […] me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubro a ambos, descubro al hombre” (Fromm, 2015: 49). Su primer caso fuerte que fue uno que ameritó demandar a una poderosa empresa que importó un juguete que provocó una intoxicación con plomo en un infante llevándolo a la convalecencia y años luego a la muerte. Era una familia de inmigrantes pobres que tenían que trabajar todo el día para apenas poder pagar el tratamiento de su hijo. David y su esposa Helen cooperaron mucho con el niño, desde pagar tratamientos, hasta llevarlos a cenar un día a la semana, también los procuraban días seguidos y les aseguraron dinero cada mes para aminorar un poco su carga (Grisham, 2018: 273-280).

 

Al final gana su primer duelo contra una gran empresa de autoservicio y logra un magnifico trato que favorece a sus clientes (los padres del niño intoxicado con un juguete de plomo) a quienes los condujo con ética y humanismo para que se les hiciera justicia terrenal, puesto que su hijo, después de todo, fallece. También llevó exitosamente el caso de unos trabajadores ilegales en condiciones de esclavitud a quienes les consigue una gran indemnización de dinero que se les debía, más saldos caídos y además reparación de daños. A esto debe sumársele que logró que personas en situación de ilegalidad migratoria se atrevieran a buscar justicia. También ayudó a Oscar y a Wally y a Finley & Figg para que tuvieran una vida más tranquila. A la secretaria se la llevó a su nuevo despacho –creado luego de que F&F por acuerdo unánime se dispersara– con mucho mejor sueldo y óptimas condiciones de trabajo. El poderío del sistema, el poder, el dinero y el discurso dominante –que era como el gigante Goliat– había caído frente a la valentía y amabilidad de David E. Zinc, abogado. Se reafirmó y se halló. “Todo individualismo es una actitud de revuelta contra los dogmas y los prejuicios reinantes en las mediocracias” (Ingenieros, 2000: 32). Había encontrado su camino y no se echaría para atrás para elevar las leyes y la justicia sobre el poder y el dinero.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

GRISHAM, John.

2018  Los litigantes. Penguin Random House.

INGENIEROS, José.

2000  El hombre mediocre. Longseller.

FROMM, Erich.

2015  El arte de amar. Paidós.

 


John Grisham, Los Litigantes, Penguin Random House, 2018.
John Grisham, Los litigantes, Penguin Random House, 2018.


___________________

Arturo Aguilar Hernández (Zacatecas, 1991) es licenciado en Letras por la Universidad Autónoma de Zacatecas. En 2012 recibió el Premio Municipal de la Juventud, en 2016 recibió el tercer lugar municipal de calaveritas literarias, también ha recibido diversas premiaciones literarias en el sector empresarial. Ha colaborado en La Soldadera, en los sitios online Regeneración Zacatecas, Periómetro y Efecto Antabús, en el proyecto independiente FA Cartonera y en la revista virtual El Guardatextos.

 

Comentarios

¿SE TE PASÓ ALGUNA PUBLICACIÓN? ¡AQUÍ PUEDES VERLAS!