Comunicar es entender intenciones: reseña y reflexiones en torno a "Nadie nos mira" de José Luís Peixoto

Eduardo S. Rocha

 

 

 

Introducción: comunicar es entender intenciones

Siempre son variadas las posibilidades al momento de querer aproximarse a un texto literario: puede buscársele una estructura narrativa, delinear a los personajes y su desarrollo, hacer conjeturas sobre las influencias del autor o buscar el sentido ideológico de la obra.

 

Al momento de reflexionar sobre el sentido de una novela, las variantes son igual de tentadoras y, a priori, cualquier enfoque puede llegar a ser válido, la clave principal de la interpretación es la más obvia, es estar atento a lo que quiere comunicarse, comprender el porqué está escrita de cierta forma: es decir, establecer la lógica discursiva con la que se establece un juego de recepción entre el lector y las palabras.

 

La lectura como actividad lúdica, exige una estructura y una regularidad, la recreación de roles específicos que van surgiendo con cada enunciado y que el lector va personificando con su propia voz y experiencia. Esta primera regla del juego es el pacto ficcional, la capacidad de ubicar en el tiempo y el espacio una serie de hechos y personas que no existen, el pacto también es la capacidad de aceptar como creíble un mundo donde la lógica puede ser distinta al mundo real, siempre y cuando esa realidad relatada sea consecuente consigo misma, a los símbolos, experiencias y conceptos sobre los que orbita la narrativa.

 

En toda obra argumenta, su eje es la relación entre conceptos que se contraponen, en una reflexión dialéctica. En el caso de Nadie nos mira de José Luís Peixoto, es posible distinguir algunos conceptos, como el tiempo, la forma de medirlo como ciclo o como el infinito, en esta novela el tiempo se presenta como un devenir de frecuencias rítmicas donde todo se repite, al mismo tiempo que es distinto, el ciclo entonces muestra su tensión paradójica entre lo perdurable y lo perecedero.

 

Un segundo concepto que se desprende de lo anterior es la analogía, la proyección artificial entre dos cosas distintas que se muestran similares desde cierta óptica, y que contrapone la realidad y la apariencia.

 

Por último se puede hablar de la orfandad, los personajes que en esta novela se suceden son el retrato dual del ser que se siente solo en medio de la multitud, en la que el dolor es moneda corriente y todos lidian con sus carencias sin conseguir apoyo ni comprensión del prójimo, la tensión en este malestar es la incomprensión, la pena de no tener un sensor que comprenda el mundo oculto e íntimo de cada persona, ya que todos vistos desde arriba son una muchedumbre donde todos se confunden y lucen iguales e intercambiables.

 

El tiempo y las olas

El tiempo en esta novela supone un ejercicio de contemplación, idéntico a escuchar una canción monótona o permanecer  frente al mar, en ambos casos el placer radica en dejarse anonadar por la inmensidad, por la canción que podría extenderse al infinito, por el vaivén de las olas que emergen y caen de manera ininterrumpida, de modo que no hay principio ni final sino que siempre está a la mitad de algo, apuntando a un hambre de infinito.

 

El entramado de Nadie nos mira pone a los acontecimientos al servicio de los personajes, la historia no avanza conforme pasan cosas, los eventos son la luz que revelan el origen y el destino de cada personaje, en una digresión que expande el tiempo y la inevitable certeza de un fin trágico, de un legado de agravios dentro este mundo que Peixoto nos delinea atemporal, como una ciudad decadente como antesala al fin de los tiempos o un pasado remoto, tal como la misma voz de uno de sus personajes nos indica.

 

El mundo se ha detenido en una escena donde solo puedo continuar, donde el cayado solo puede permanecer, donde solo puedo continuar esculpiendo con la navaja una forma de este pedazo de rama, donde el cayado solo puede permanecer vigilando la llanura como un anciano solemne. [1]

 

La prosa de Peixoto es la mirada de sus personajes crepusculares, que se pierden en un paisaje marítimo, frente al vaivén persistente que permanecerá cuando ellos mueran, hipnotizados por la repetición sonora. En Nadie nos mira la anáfora y la repetición tienen esa propiedad rítmica y musical que dotan a la novela de un carácter poético y de un musicalidad semejante a una sonata, que acompaña el ciclo de cada uno de los héroes y siempre antecede a la pérdida y al vacío, ya que el mar que delinea Peixoto está ausente tal como lo anticipa al principio de la novela:

 

Pienso: tal vez el cielo sea un gran mar de agua dulce y la gente, las personas, no anden bajo al cielo, sino sobre él; tal vez se caigan y se hundan en el cielo. Un cielo que es un estanque sin peces, sin fondo. Nubes, tenues velos. Y el aire ardiendo por dentro, llamas calientes y ocultas en la piel, invisibles. Suspendido, como un hombre cansado, el aire. [2]

 

El reflejo y el doble sentido

Como el agua, los espejos replican una imagen, tienen la propiedad de captar una apariencia y representarla desde una perspectiva ajena a la nuestra, así permite vernos al rostro, mirar el cielo cuando los ojos viran al suelo. No es extraño que, en muchas historias, los espejos se perciban como ventanas que muestran un mundo que imita al nuestro, desde el otro lado; ahí, lo que aquí mira a la diestra, se torna a lo siniestro. En la proyección no sólo hay direcciones encontradas, el reflejo siempre guarda dentro de sí una ambigüedad, ¿esto que veo soy yo? ¿Así me ven los demás?, en esa imagen se deposita un valor doble y a veces contradictorio, es entonces cuando la imagen cobra una especie de independencia, se divide de la realidad que refleja, se torna una imagen abstraída y se torna un símbolo que remite a una realidad ausente, y es capaz de deformar o exagerarla: el espejo de feria, las ilusiones ópticas, ponen en evidencia la distancia que se abre entre la realidad y la apariencia, y el ser humano se recrea en esa distancia, la magia (en realidad ilusionismo) es la apropiación de esa brecha, sabemos que la apariencia y el ser son cosas distintas, pero se juega a que no, con humo y espejos se engañan los sentidos, se establecen relaciones que en otro contexto serían imposibles de creer, porque la gente está predispuesta a creer más que a poner en duda lo que percibe.

 

En Nadie nos mira, el autor juega a hacer proyecciones, el paisaje y los personajes se muestran distantes por un momento hasta que irrumpe una voz en primera persona para delinear su historia, entonces el lector está atento y reconoce ese personaje, en un vaivén de perspectivas donde se presta una visión intima e indisociable entre los personajes y el lector que hace el papel de espectador mudo.

 

La obra nos invita a pensar en un escenario fijo donde los personajes se perpetúan en generaciones que rememoran las historias de sus antepasados, el hijo retoma el rol de su padre con una variante que lo revela como una falsa continuidad, como lo que es, un artificio narrativo que cuanto más efectivo es más dispuestos estamos a obviar su condición fraudulenta.

 

La prostituta ciega es el reflejo de su madre y de la madre de su madre, para hacer una elipsis que aglutina la historia de estos tres personajes idénticos en uno solo, y al mismo tiempo para mostrar cuál sería el destino de la prostituta ciega de haber tenido una hija, de ese modo el futuro se percibe sajando entre dos posibilidades trágicas: la de perpetuar el ciclo de soledad y vivir de la prostitución o la de pretender una familia feliz al lado del herrero deforme del pueblo, para dar a luz a una hija muerta, con los defectos físicos de sus padres, en un parto donde la prostituta muere y que lleva al herrero a una pena profunda y al suicidio.

 

El ciclo de José también es reseñable, el conflicto que se perpetúa es la tarea extenuante de proteger el honor de su esposa y cuidar al hijo que tiene con ella, aun cuando le abruma la duda de que no sea suyo. La trama es la extrapolación siniestra de una situación bíblica, ya que la mujer no es la Virgen María, ni el niño un Mesías. La esposa es una mujer distante y enigmática, que José ama sin tener contacto físico y aun sin llegar a comprenderla, ya que los une la condición de víctimas ante el gigante del pueblo (puede que literal), un abusador que gusta de propinarle golpizas a José y va a vejar a su esposa cuando está sola en casa. Esta trama termina con José descubriendo que los rumores eran reales, por consejo del Diablo (tal vez un hombre apodado así) va a espiar a su casa para ver a su esposa y a su enemigo yaciendo en su propia cama, el hallazgo lo fulmina y se suicida.

 

El José que entra a escena para suceder a su padre, llega de pronto como una proyección engañosa, carga por dentro la herencia de sus padres, el biológico y quien lo crió, es como el gigante que tiene una aventura con una mujer casada, al mismo tiempo que es como el José que ama a esa mujer que no puede tener.

 

En la novela se construye un ambiente de incertidumbre, a través de las falsas expectativas de uniformidad, los ciclos se rompen y resurgen imprevisibles, la apariencia es dual, como los nombres de los personajes, que no se sabe si son literales, un apodo o una referencia bíblica o un mero nombre. Esta incertidumbre torna al libro mismo en un juego de analogías demasiado sutiles y esa es una de sus mayores proezas, la capacidad de interpelar al lector sobre la dirección de sus propias interpretaciones.

 

Nadie nos ve

En esta obra, el lector tiene una participación sutil, como un dios ausente mirando la vida de un pueblo rural en el que no hay sacerdote y el dominio de la iglesia y la taberna es del diablo que con gusto siembra la discordia entre los hombres. El lector es el co-creador de esta tragicomedia, donde las bodas se transforman en sepulcros, donde los hijos nacen muertos y repiten las maldiciones de sus antepasados: La indignación no es impedimento para seguir, hacen eco del hombre que escribe encerrado en su habitación, un ser ominoso que nadie ha visto pero que los protagonistas perciben como si percibieran nuestra lectura, hasta la página final en que ellos desaparecen y se interrumpe la historia.

 

El hombre que escribe encerrado dentro su habitación sin ventanas se detuvo de repente en mitad de una frase y el fin, para él, fue la tinta que desapareció de las páginas que había vivido, fueron las hojas que huyeron de sí mismas y se convirtieron en el más absoluto vacío de todo.[3]

 

El final entonces no es más que un proyecto inconcluso, la eterna medianía de la vida que sólo es, ya que como las olas del mar vienen y van la gente viene a este mundo sin principio ni fin, como un conjunto de soledades que conviven en un lugar donde entran a la luz y desaparecen sin que nadie las vea.  



José Luís Peixoto, Nadie nos mira, Arlequín, México, 2017.


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Eduardo S. Rocha (Tlaltenango, Zacatecas, 1991). Escritor, licenciado en letras por la Universidad Autónoma de Zacatecas y maestro por la MIHE-UAZ. Ha sido becario del PECDAZ en dos emisiones, dentro el ramo de literatura. Ha publicado textos ensayísticos y narrativos en publicaciones locales como Barca de palabras, Tachas, La Gualdra. También ha publicado en las revistas Punto de partida de la UNAM y en Confluencia de la University of Northern Colorado. En 2018 publicó su primer libro de cuentos, Apocryphus, con el apoyo del PECDAZ. En marzo de 2019 ganó el estímulo dado por el fondo editorial del Instituto Zacatecano de Cultura con su novela gráfica, Cantar a solas en el infierno.




[1] José Luís Peixoto, Nadie nos mira, Arlequín, México, 2017, p. 17.

[2] Ibid., p. 13.

[3] Ibid.,p. 204. 

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