El hombre que se volvió un puente. Sobre “Suits” y la palabra

Arturo Aguilar Hernández



En el variopinto catálogo de series, películas y demás en la popular plataforma Netflix hay una serie en especial que me puso a pensar en un interesante punto. En Suits, traducida como La ley de los audaces (2011-2019) –drama jurídico-corporativo donde las mentiras, alianzas, traiciones, astucias, puntadas, intimidades e intrigas son las verdaderas protagonistas–, hay un pasaje donde un litigante de nombre Louis Litt (interpretado por Rick Hoffman) demuestra (más de una vez) su gusto por el teatro y demás bellas artes especialmente visuales y corporales. Varias temporadas después del primer capítulo llega la oportunidad de que Louis interprete un personaje en una obra de William Shakespeare ante un público. Es ahí cuando confiesa abiertamente (más bien al borde de un ataque de nervios) su fobia escénica.

Me pareció algo extraño e insólito que alguien (que sea ficción no significa que no pueda pasar en la realidad) que litiga con ferocidad, que acorrala a sus opositores en el tribunal, que muerde a los clientes y no suelta hasta lograr lo que quiere y que trata a los colegas subordinados a él con una elocuencia atronadora que los deja en llanto y que más de una vez recibió el mote de “perro pitbull” por su tozudez tenga miedo de decir líneas ante un escenario. Curiosa paradoja. Huelga decir que sabe de memoria obras completas del dramaturgo inglés.

Lo que me pareció interesante es la curiosa paradoja: ¿se puede vivir de hablar (litigar en este caso) y al mismo tiempo tener pánico escénico?

A propósito de hablar es menester comentar sobre su uso y concepción en la Antigüedad. La tradición occidental originada en la poesía y filosofía de la Grecia clásica nos hablaba del logos, a su vez otra gran fundadora de occidente nos habla del verbo y cómo “se hizo carne y habitó entre nosotros”. Ambas concepciones hablan del poder que los seres humanos le damos a la palabra. Particularmente pienso que sí somos animales de palabras y preguntas y discurso.

Las palabras como vehículo de las ideas para el bien, la bondad y la virtud. Las palabras como la parte física de nuestro raciocinio y pensamientos. Las palabras como edificadoras del plan para salir de la cueva de Platón. Las palabras para domar al Centauro que todos llevamos dentro. Las palabras como expresiones de nuestra naturaleza bajo el conducto de la mente. Palabras más, palabras menos, pero en gran parte la palabra así era concebida y aún lo es, pero, como casi todo lo humano, fue alcanzado por la globalización y es necesario que nos preguntemos si aún la palabra sigue teniendo las virtudes enlistadas.

Bajo la globalización la valía de la palabra se mide no ya en reflexión, autoanálisis, introspección, sino en la medida exclusiva de generadora de beneficio concreto e inmediato. En las solicitudes de empleo, curriculum vitae o cartulinas fuera de los negocios solicitando empleado hacen énfasis en la “facilidad de palabra” o el “poder de convencimiento”, esas y más frases de los documentos citados dicen que para poder trabajar es necesario saber hablar. Jordan Belfort (interpretado por Leonardo DiCaprio) del filme El lobo de Wall Street (2013) de Martín Scorsese llega aún más lejos: cuando según sus palabras había sido “digerido y vuelto a expulsar” por Wall Street y luego de ir a trabajar un tiempo a otro lugar decide independizarse. En una comida convoca a sus futuros socios y los pone a venderle una pluma. Recurrió a la persuasión y convencimiento que ofrece la retórica con argumentos, figuras de pensamiento y etcétera.

Hablar no sólo se volvió necesario para las ventas, se volvió un arma para vender. La elocuencia es un bien preciado, una virtud, una habilidad, una meta, es un símbolo de cultura, de poder, de inteligencia. Yo, claro, me refiero a la elocuencia en su acepción fiel, no sólo el mero hablar por hablar, sin contenido real de fondo.

En la política pasa lo mismo y no es nuevo, pero los tiempos que corren han llevado esto a otro nivel. A veces vemos el canal del congreso o declaraciones y no sabemos ni qué decir o pensar. Sus discursos no nos hacen razonar, nos dejan pasmados. Ha poco en tribuna muchos aplaudían sin más la confusión de una legisladora respecto a López Velarde con el hijo del presidente en turno. Como ese ejemplo hay muchos de la concepción de la palabra no solo ya como arma sino como mera apariencia. La palabra para parecer.

Particularmente sí creo que la elocuencia con contenido real y cavilado revela mucho de una persona, más aún cuando ese contenido tiene resonancia social. Pienso en la antítesis de esto: en Meditaciones desde el subsuelo (2017) Guillermo Fadanelli sentencia que un político que no ha leído a Rousseau (o Literatura en general, apelando a una formación humanista) es un político incompleto. Es solo imagen, un holograma que utiliza la palabra para la falacia y la demagogia.

La actualidad en gran parte tiene la concepción de que el hombre vale en tanto signo de pesos y esta idea se ha infiltrado en casi todos los aspectos sociales de su existencia, incluyendo, claro, la palabra. En el mundo empresarial pienso en el bancario específicamente, pasa algo similar. La palabra también se vuelve instrumento para obtener beneficio monetario e inmediato. Con la palabra se engatusa, endulza el oído, convence, persuade para hacer lo que el discurso dominante dicta que le da sentido a nuestra vida: comprar. Las víctimas seducidas, ensimismadas, alegres, corren gozosas hacia el canto de las sirenas y a veces despiertan cuando su barco está hecho trizas.

La palabra se volvió un objeto, una herramienta. La palabra como dominación. Las palabras organizan el mundo, dan orden al caos, construyen y, sin embargo, esto puede cambiar y hoy en día también cumplen las funciones que arriba enlistamos. ¿Qué hay de su contraparte? ¿Qué hay del silencio?

El silencio es un enorme diálogo con nosotros mismos. La capacidad de dejar atrás las palabras y sus posibles falacias o consuelos para dar paso a las sensaciones reales. El silencio nos trae un vistazo de nosotros mismos donde el ruido puede volverse intenso en la mente y luego toma forma y se ordena y lentamente se van articulando epifanías que nos enseñan hacia dónde vamos, quiénes somos y demás preguntas de orden filosófico. El silencio también es filosofía porque llega a donde las palabras no pueden.

La quietud que ofrece el silencio pone un freno a la compulsión de las compras, la lentitud en la reflexión y andar que ofrece el silencio es revolución frente a la maquinaria cronométrica que hoy es el mundo. No un silencio que calle totalmente el habla, no uno donde el individualismo triunfe absolutamente, no un silencio que nos haga no hablar con nadie jamás. No. Uno maduro, un silencio consciente del uso de las palabras y que tenga presente para qué son éstas.

Louis Litt, con ayuda de Donna Paulsen (Sarah Rafferty), logra enfrentar al público, hacer a un lado los miedos que lo acechaban y presenta excepcionalmente su papel. Termina encantado porque recordó la belleza de las palabras. Se volvió el puente entre esa belleza en las letras y la eficacia y poderío que dan las palabras en su trabajo y además indirectamente hace pensar también en el silencio. Me resulta aún más interesante cómo ese episodio se vuelve una isla llena de belleza entre la serie que es un mar donde la palabra es el arma más letal usada por todos sus colegas en la firma.





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Arturo Aguilar Hernández (Zacatecas, 1991). Licenciado en Letras. En 2012 recibió el Premio Municipal de la Juventud; en 2016 fue galardonado con un premio al folclor municipal de calaveritas literarias; en 2017, 2018 y 2019 ganó distintos concursos literarios en el sector empresarial; en 2020 obtuvo el tercer lugar en el concurso “Cuando la poesía nos alcance” categoría B. Ha escrito cuentos, poemas, ensayos y artículos de opinión política y social. Ha colaborado en el periódico online Periómetro, en “La Soldadera”, suplemento cultural de El Sol de Zacatecas, en las revistas virtuales El Guardatextos, Collhibri, La Sílaba y Efecto Antabús.

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