¿Literatura digital o digitalizada?
Karen Salazar
Mis abuelos maternos, más padres que abuelos durante mi infancia, viven en una comunidad minúscula de un municipio poco protagónico en medio del semidesierto. Crecí entre la carencia de agua potable y drenaje, bastaba una microscópica lluvia para que también la luz desapareciera.
Me tocaba ir en un carro de madera dirigido por Canelo, un burrito pardo, hacia la noria a llenar tinacos con la mínima herramienta de una tina tirada con una soga hasta que quedaba repleta la vasija máxima. Luego, al llegar a casa, se succionaba una manguera de unos 10 centímetros de diámetro para llenar los otros tambos que estaban en la casa y tenían una utilidad distinta dependiendo del lugar en el que se encontraran. El polvo era enemigo en esas circunstancias, mi Piedra Angular —Petra, para los pocos doctos en el latín— sacaba de la cocina el recipiente más limpio en el que se vertía el agua para consumo de los animalejillos que vivíamos en la casa y las tareas de la cocina, en el corral o patio podía quedarse el de los baños a jicarazos y el agua de trapear podía quedar incluso sin taparse del todo.
Las herramientas fueron cambiando: unos años después bastó con abrir una llave (que es la única de la casa) para que el eufe-místico vital líquido llegara a cualquier rincón propuesto, ya no se usó burros, carretas o niños para las labores, tampoco fue necesario ya bañarse a jicarazos y, de pronto, ya no teníamos que correr al monte porque hubo una letrina. Las tecnologías cambian, pero como dicen mis amigas: es formativo. Y darse cuenta de los cambios es dotarnos con ojos críticos frente al pasado, a veces se añora el licuado que no era licuado, sino una machucado de plátano en una taza con medio contenido de leche de la vaca favorita, a quien por supuesto se le daba gracias y se le pedía disculpas por tantas molestias.
Sin embargo, no se extraña ir corriendo al monte porque el partido de béisbol estaba tan bueno que no daba tiempo de respirar: se agradece poder tener los minutos de contemplación bajo un techo y cuatro paredes, incluso ahora ya hay baño con drenaje y todos los accesorios adentro en casa de los abuelos.
Algo así, me imagino, pasa con todas las herramientas y los artefactos que nos rodean: algunas cosas cambian, otras sólo se reponen unas con otras, pero siguen siendo las mismas: como los trapeadores viejos o los autos con las carretas. No obstante, hay otras que se transformaron de tal manera que sólo queda la esencia.
Digamos que en este punto medio podría poner a la literatura digitalizada y la literatura digital: en términos estrictos la literatura es o no —aunque espero que nadie me lo pregunte porque después de una licenciatura, casi una maestría y una vida lectora, todavía no soy capaz de conceptualizarla y meterla en un marquito—. La literatura digitalizada, no obstante, llega a ser terrible; supongo que el fin de difusión tiene una intención buena: llevar el conocimiento al mundo a través de una pantalla y, de usarse de una buena manera, puede ser muy benéfica, pero los escaneos mal tomados, con borrones y hasta los dedos del profesor en turno, son testigos de que de buenas intenciones está lleno el panteón académico.
Ahora encontramos un sinfín de héroes sin capa que se dedican a escanear casi perfectamente aquellos libros de famosas e inasequibles editoriales y podemos tenerlas con apenas una mínima memoria en nuestros equipos electrónicos, pero sigue siendo literatura en un formato pensado como un libro objeto haciendo sus pininos en medio de las redes sociales y las páginas webs que son y no son obsoletas casi con dos minutos de margen.
La literatura digital se encuentra en otro nivel: literatura escrita, pensada, editada y compartida del mundo digital para el mundo digital: plagado de juegos, casi como a las escondidillas, buscando pistas —a modo de rallys— y que te mantienen suspendido de hipervínculos y experiencias estéticas bombardeadas con distintos puntos sensoriales. Tenemos ante nosotros un panorama que comienza a abrirse y —aunque inasequible— posiblemente sea la nueva forma de enamorar muchachillos de la narrativa y de las nuevas formas de contarnos las historias.
Indudablemente me quedo con la ficcionalización de las historias de mi abuelito Rosendo, de aquella vez en que le picó una víbora de cascabel y no desistió hasta que la mató con una piedra, o aquella vez que casi se roba —consensualmente— a una novia en el tren, pero que desistió porque estaban los tíos de la implicada en el vagón de enfrente, o la inverosímil pero bella historia de la vez que dejó su caballo amarrado de un álamo, pero cuando regresó estaba sin cabeza, pero no pasó nada porque le creció una nueva.
Me quedo también con la interminable fila de libros que me llevaba cada que iba en vacaciones largas porque allá no se conseguía ninguno, me quedo con el llanto de Orgullo y prejuicio endulzado con las torrejas bañadas en miel de maguey y las tunas recién cortadas por mi abuelo, Rey Arturo, en casa de su padre.
Indudablemente me quedo ahora con las horas solitarias acompañada de Clarice Teresa de Jesús, una gata blanca con manchitas pardas, y espero quedarme en algún momento con las emociones de jugar con los hipervínculos, mientras las historias se esconden y revelan entre un lenguaje al que no tengo un acceso. Lo más interesante, creo, viene después; esperemos un par de años en lo que se consolida la literatura digitalizada para observar, críticos del pasado, cómo sucedieron uno a uno los pininos de la historia.
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Karen Salazar Mar (Zacatecas, 1993). Licenciada en Letras y egresada de la Maestría en Competencia Lingüística y literaria por la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ). Ha publicado poemas, ensayos y narrativa en suplementos y revistas culturales, como Punto de Partida, Círculo de poesía, Crítica Forma y Fondo NTR, La Soldadera, Tachas, El Guardatextos y Editorial Fragmento Celeste. Publicó Plegaria de la escafandra (2018) y Poemas Karen Salazar (2018).
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