Cuarenta y tres gritos callados
Eduardo Troncoso Espitia
Veo el sol salir por la ventana del camión que está detenido por el tráfico, otro día en el que voy tarde, otra noche donde el sueño no ayudó a descansar, estar atrapado sintiendo todas las respiraciones y el apretado espacio se ve reducido aún más por la inercia de los cuerpos golpeando, choques de codos que todos nos acostumbramos a no sentirlos. Otro día igual a los otros, otro día que sentía igual, otro día que no sentía nada.
Abrirse paso no es fácil, pero sí es
necesario para llegar hasta la puerta trasera; aún me gusta bajarme de un salto
antes de que se detenga por completo el autobús, donde ya no compartes el
aliento con los demás, donde debes correr porque vas tarde. Otros tantos te
siguen en la faena, cada cual en su mundo, cada cual en su cabeza, por sus
auriculares. No era muy diferente a otros días, nadie se detuvo ni se le veía
el semblante desolado, no existía remordimiento, miedo o impotencia, todos
caminábamos, pero sin ir a ninguna parte.
La gran bandera, que se ve hermosa
desde el cerro de enfrente, ondeaba sin honor ni amor, como sólo una tela
manchada y sucia lo hace, con la diferencia de que la suciedad no era física
sino que iba más allá, tan profunda es su estigma que en ella misma se esconde,
queriendo ocultar la verdad con sus colores brillantes y el ave desafiante que
si llorar pudiera sería un grifo abierto con la llave rota, la serpiente se
convertiría en pez y se iría tan lejos como las lágrimas la llevaran.
Las señales son fuertes, pero la
realidad te golpea en la cara sin ninguna sutileza, pero pobres de nosotros,
que nos acostumbramos a ver la bandera sucia sin las manos necesarias para
limpiarse la infamia, pobre de los que lloran a viva voz porque sus sollozos se
pierden ante el falso ruido que se escucha fuerte aunque no diga nada, pobre de
nosotros que incluso la verdad más cruda, amarga y violenta no nos obliga a
tirarnos al piso para que nuestro llanto se vuelva uno solo y que el dolor
colectivo empiece no a curar, pero al menos a limpiarnos las heridas.
Hoy me di cuenta porque la bandera se
movía con vergüenza, como pidiendo al viento que se detuviera para no agrandar
más su falta, y es porque los pasos de todos iban en retroceso, nuestros libros
y cuadernos lloraban sangre y nuestros rostros no se veían, como los de
cuarenta y tres estudiantes que poco a poco se desdibujaban, porque lo más
triste es que no los deberíamos de estar llorando, ellos deberían estar junto a
nosotros luchando por sus sueños, no deberíamos estar llorando en silencio con
miedo como lo hicieron hace más de cuarenta años, como lo seguimos haciendo, no
deberíamos de exigir justicia al juez que esconde las extremidades con cinismo
y desdén, no debería repetirse algo que nunca debió pasar, pero que ahora se
repite como lo ha estado haciendo por los últimos cuarenta años, porque lo
triste no es que pronto olvidemos sino que ya nos acostumbramos a vivir con
tales ofensas.
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