Cascabelito
Rafael Aragón Dueñas
Hoy mi amigo Ordaz no tardaría en venir
por mí para irnos a la escuela. Preparaba mis útiles escolares y de pronto percibí
al animal escondiéndose debajo del sillón, así que emparejé con cuidado la
puerta y salí rápido, dirigiéndome al taller de mi padre, que era herrero, por
una banderilla y un arpón. Regresé y vi entrar a Ordaz por el pasillo, él se sorprendió
por los objetos que traía en ambas manos.
–¿Por qué traes eso? –preguntó
Ordaz estupefacto.
–Anda un gato en la
sala y lo quiero matar, sirve que estreno el arpón –le respondí con una sonrisa
a mi amigo.
–¿Un gato?... ¿Qué
esperas?... ¡Vamos a matarlo! ¡Yo te ayudo! –exclamó alegremente Ordaz.
Entramos a la sala y le
comenté a mi amigo que el gato estaba debajo del sillón.
–Pues muy sencillo –dijo
Ordaz quitándome el arpón–. Tú mueves un poco el sillón y por arriba le clavas
eso en el lomo y yo por debajo lo acuchillo en las costillas, ¿entendido?
–Entendido.
–Muy bien, manos a la
obra.
Estuvimos en nuestras
posiciones, moví un poco el sillón y traté de clavarle la banderilla, pero el
felino esquivó muy rápido los estoques y Ordaz estipuló en recibirlo con el
arpón. Me concentré en un par de segundos, y di un golpe furtivo incrustando la
banderilla en el lomo del animal; éste maulló muy fuerte y arañaba el objeto
con lo cual era herido.
–¡Ya lo tengo! –grité–.
¡Ahora es tu turno!
–¡Qué bueno que ya lo
tienes! ¡Sosténmelo así y pobre de ti que se te vaya! –Ordaz resopló como una
bestia y estiró el brazo con todas sus fuerzas penetrando el cuerpo del minino–.
¡Ya le di! ¡Aaagh! ¡Cómo grita!
–Sí es cierto, grita
muy feo –el gato se movía con brusquedad y su maullido se parecía al de una
mujer agonizante–. Méndigo gato, todavía se mueve, deja lo acuchillo más
profundo.
Una tosca sinfonía de
crujidos se escuchó, las costillas se quebraron una por una, yo le destrozaba
la columna vertebral y Ordaz introducía el arpón devastando los órganos
internos, la sangre emanaba en cantidades muy abundantes. Ordaz, tan
jovialmente, se reía sacando y metiendo el arpón en la panza del gato y yo lo
apuñalaba en el lomo. Los alaridos perdieron cada vez más volumen, hasta que
por fin cesaron y se formó un gran charco de sangre.
–Ya no se mueve, creo
que ya lo matamos –lo piqué para comprobar si no había algún movimiento.
–¿En serio? –mi amigo empujó
el arpón y sintió que no había movimiento alguno en el felino–. Sí, tienes
razón, ya lo matamos. Deja saco esto, tú sigue sosteniéndolo –lo intentó pero
no tuvo éxito–. Oye, no lo puedo sacar, creo que se atoró, deja lo intento de
nuevo –hizo un esfuerzo y logró extraer el arpón, acompañado de un sonido
resquebrajante y asqueroso, seguido de un diluvio de sangre–, ya pude por fin.
–Muy bien, ahora saca
esa porquería de ahí –di órdenes mientras quité la banderilla del lomo del
minino.
Ordaz estiró el brazo debajo
del sillón, palpando con los dedos el cadáver, lo extrajo y al momento de verlo
dejó escapar un alarido de su boca y sus ojos se empezaron a humedecer.
–¿Y ahora qué tienes
tú? –pregunté muy extrañado.
–¡No, no, no! –Ordaz
lloraba y sus lágrimas resbalaron por sus mejillas cayendo en el cadáver del
felino–. ¡Es Cascabelito! ¡El gatito pequeño de mi sobrino!
–¿A poco? –pregunté con
altanería.
–¡Que sí! Mira –me
mostró al minino–, trae puesto un collar con un cascabel y es por eso que mi
sobrino lo bautizó como “Cascabelito”.
Observé aquella escena
en la que mi amigo lloraba torrencialmente, sostenía y acariciaba con ternura
el pelaje de Cascabelito.
–¿Y qué harás, le dirás
a tu sobrino?
Foto: iStockphoto |
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